De cómo Juanita llamó a Pedro Saputo. Descúbrese un gran secreto
UES señor, esto va su camino, pero muy aprisa, a escape, a las cuatro sucias. Por supuesto que el lector siempre habrá creído que el libro se había de acabar; pues bien, que lo sienta o no corre a su fin, y se va a recibir y cerrar al arco; y si otro arco es, mírale ya doblado y buscándose los dos cabos para tocarse y quedar hecho un círculo perfecto. O de otro modo, aquí la cumbre y aquí el principio del descenso.
Estando un día cenando Pedro Saputo llegó un criado de Juanita con una carta en que le suplicaba fuese allá inmediatamente, pues le necesitaba, y que procurase llegar entre las nueve y once de la mañana. Era el primer favor, la primera merced, la primera gracia y firmeza que le pedía aquella vieja amiga, a la cual como asimismo a Paulina, ya conoce el lector que no podía él negar nada, pero llamándole tan adrede y con tal urgencia, del cementerio se hubiese levantado para servirla. Partió allá, pues, y dispuso la jornada de modo que llegó a la hora prevenida. Encontró a Juanita vestida de luto, aunque en el semblante vio que era por los vivos y no por el muerto. Y en efecto, le dijo que quien se había muerto para descanso de todos, de un benéfico tabardillo, era su buena gloriosísima suegra, mujer (añadió) de la raza de las harpías o hermana de las furias, a quien de derecho tocaba por marido un cancerbero, y se llevó un ángel, si los hay entre los hombres casados. Bien que tuvo culpa un descuido. En fin, ha muerto, no le roamos los huesos; Dios la haya perdonado; y vamos al caso antes que venga mi suegro.
—Te he llamado porque te necesito. Yo he vivido con una suegra y primero me freirían viva que sufra otra. ¡Ay si supieras lo que he padecido con ella! Tres meses que murió, y otros tantos hace que se descansa y vive en esta casa; porque no padecía yo sola, sino todos; y válganos la prudencia y amabilidad de mi suegro, si no, yo al menos ya me hubiese secado y muerto. Mi marido no tiene el talento de su padre. Pues bien, tengo barruntos de que este hombre, no escarmentado aún de mujer, trata de casarse. ¡Malditos sean los hombres y las mujeres! Y desde que he conocido su idea ha perdido mucho en mi opinión, porque no es de sabios casarse dos veces teniendo hijos y casa; hijos buenos, quiero decir, como nosotros que besamos la tierra que él pisa, de amor y respeto que le tenemos; y casa llena de todas las bendiciones del cielo. Yo creo que lo trata con el cura del pueblo, que no le aconsejará sino lo mismo que él proponga y quiera, porque sabe más mi suegro, y cuando el cura levanta el pie, ya él ha ido y vuelto dos veces. Yo le diré que te conocí de estudiante después de paso en mi pueblo, y que te vimos también en Zaragoza. ¿Le diré quién eres? —Hasta ahora no, respondió Pedro Saputo. —Bien, dijo Juanita; y si te ruega que te estés mañana y más días no seas melindroso. Él te llevará a ver sus campos, y tú le has de disuadir del casamiento, cogiendo bien la ocasión y hablándole como se habla a quien no necesita consejos. La ocasión, si es verdad que tiene ese maldito pensamiento, él mismo te la dará sabiendo ganalle la voluntad, que sí harás, porque no ha de ser él una excepción en el mundo.
En esto llegó un jornalero de casa con el recado de que no aguardasen a comer al amo porque había pasado al pueblo de N. y no vendría hasta la tarde. Era el lugar de Paulina, y dijo Juanita: me alegro; estaremos solos, porque mi marido no viene hasta la noche. Has de saber que como nos tocó la suerte de casarnos cerca, no más de dos leguas de distancia, nos visitamos a menudo, y nosotros hemos hecho amigos a los suegros y las familias. Paulina tiene suegros y cuñadas; pero una buena gente que idolatran en ella, y es la verdadera señora de la casa.
—¿Sabes, Juanita, le dijo Pedro Saputo, que te has vuelto cigarra? Si no acabas, ¿qué he de decirte yo del propósito con que me llamas? Sea mi vez, y escúchame. No me pesa de haber venido, porque tengo el gusto de verte, y después iré a ver también a Paulina. Pero yo no sé si será acertado hablar a tu suegro aunque él me dé pie, que no es regular porque de esas cosas no se hablan sino con personas muy conocidas, con amigos en una palabra, y aun no con todos. Pero no te apures. Si tu suegro tiene la idea de casarse, cree que no estará mal ni a él ni a vosotros. Porque no puede dejar de conocer que vuestra compañía no la mejoraría una mujer extraña y nueva, y perder la vuestra por la de ella sería imprudencia que hombres como él no cometen. —Algún tanto me calma esa reflexión, respondió Juanita; pero siempre tengo aquí dentro una tristeza que no sé lo que me anuncia. Por sí o por no, aprovecha la ocasión si te la da y quítale esa manía de la cabeza; lo seguro es lo seguro.
En todo el día no dijeron sino siempre lo mismo, y no pudo Pedro Saputo sosegar del todo a Juanita, no porque a él le faltasen razones sino porque ella era mujer. Por la tarde no vino tampoco el suegro, sino al día siguiente por la mañana. Díjole Juanita cómo tenía un huésped que había conocido en casa de Paulina en otro tiempo, y que esperaba se alegraría de verlo, pero que aún no se había levantado.
A poco rato fue Juanita al aposento de Pedro Saputo y le dijo: mi suegro acaba de llegar y parece quiere entrar a verte; yo quisiera que fueses tú a su cuarto y acompañarte. Porque, aunque en rigor a él le tocaba visitarte primero, al cabo eres más joven, estás en casa desde ayer y así le harás ver que no sigues una etiqueta vulgar como los hombres vanos e ignorantes.
Entraron, con efecto, a ver al suegro, el cual se entretenía en mirar unos papeles; volvióse al oír la puerta, y viendo a Pedro Saputo se le comenzó a demudar el semblante, contestando con poca atención a sus palabras cuando le saludaba; y sin apartar la vista de su rostro, se sentó e hizo seña a los dos que se sentasen. Juanita sin saber por qué se puso a temblar viendo tan formal y grave a su suegro. Pedro Saputo no estaba tampoco sereno en su interior porque no esperaba aquel recibimiento.
Al cabo de un buen minuto de silencio le preguntó: —¿De dónde sois?, y él respondió: —De Almudévar. —¿De quién sois hijo? —De una mujer. —¿Y vuestro padre? —No lo he conocido. —¿Quién es vuestra madre? —Una infeliz y honrada pupila que fue pobre en su juventud y de un engaño con que la sedujeron tuvo un hijo que ha sabido hacella rica y exaltalla a un estado decente y a la estimación y respeto público. —¿Qué edad tenéis? —Voy a los veinticuatro años. —¿Cómo os llamáis? —Las gentes me llaman Pedro Saputo… Calló un poco el caballero, miró de nuevo a Pedro Saputo, y tosiendo y escombrando la garganta, dijo sosegado y en voz natural, aunque reprimiendo el afecto de la expresión: —¡Sois mi hijo…!, ¡yo soy tu padre! Al concluir de pronunciar estas palabras y viendo a Pedro Saputo inflamado el rostro y levantándose de su asiento, se levantó él también, y se abrazaron con grande amor y sin oírse más palabras que la exclamación de Pedro Saputo cuando dijo: ¡padre mío…!
Juanita se trastornó enteramente, y llena de imaginaciones, turbada, bascosa, pálida y casi sin luz en los ojos se salió fuera y tomó un sorbo de agua, y fue y se dejó caer en la cama; suspiró, sudó, trasudó, se sosegó un poco y dijo: —¡Pedro Saputo hijo de mi suegro! ¡Pedro Saputo hermano de mi marido! ¡Y cuñado mío! ¡Paulina! ¡Qué dirás cuando lo sepas! Suspiró de nuevo otra y otra vez, y fijó el pensamiento en Paulina, se levantó, escribió muy aprisa dos líneas en que le decía que en su casa estaban pasando muy graves acontecimientos, no todos de buen agüero, y que por Dios viniese corriendo; llamó a un criado, le envió allá de propio, y se volvió al cuarto de la grande escena.
Miró entonces al hijo y al padre, y no haciendo caso de lo que hablaban dijo exclamando: ¡tanto que se parecen, y no haber caído! Riéronse los dos, y el padre le preguntó si había mandado recado a su marido; ella dijo que no había pensado, pero que se iba a mandar, como en efecto lo hizo y volvió a ver y mirar mejor a aquellos dos hombres que debiera haber conocido antes a no tener cerrados los ojos.
Vino el hijo, se alegraron mucho, celebraron el día, y después de la siesta llamó el padre a los tres, cerró la puerta y les hizo una larga relación de su vida en lo que tocaba al caso presente. Pero esto pide otro capítulo. Advierto, que en el nombre del caballero hay sus dudas; yo por lo que tengo averiguado le he llamado siempre don Alfonso López de Lúsera: y su hijo mayor, el marido de Juanita, se llamaba don Jaime.