Capítulo XIII

De la comisión de los tres higos

H!, ¡cuántas clases, especies y géneros de ladrones hay en el mundo! Unos con trajes de caballero, otros con el de pillos. Unos roban desde su casa, a pie firme y a lance seguro; otros en la calle, en el campo, en los caminos; habiéndolos en todas partes y para todo, y estando tan poco libres de ellos los palacios y aun las mismas coronas de los reyes, como la más solitaria aldea y la fruta más ruin del árbol que crece solo en el desierto. Pero en tanta variedad y diferencias de ladrones, cuatreros y tahures, ningunos más serenos y rematados que los historiadores; y aun presumiendo mucho de honrados sólo porque no hurtan para ellos. Pero por eso el hurto no deja de ser hurto, y el despojo, despojo. A fe, a fe que si los despojados no fueran muertos, generalmente, que no siempre les estuviera bien su atrevimiento.

Ha de saber el lector, que un autor extranjero ha quitado a Pedro Saputo el hecho y comisión de este capítulo, para darlo a un personaje arrapiezo que jamás ha existido, y a quien finge una vida y aventuras tan enatizas como la persona, para entretener a gente música, a mozos de tienda; pajes, lacayos y niños de la escuela. Y luego quiere disimular y realzar la bajeza de su invención con alegorías del tiempo de entonces, que así medren mis enemigos como dicen a la fábula y su puro significado. Siempre han hecho esto los extranjeros; especialmente los italianos y los franceses, habiendo casi llegado a decir aquéllos que el Gran Capitán aprendió a montar a caballo de un padrone que tuvo en la Calabria; y éstos, que Cervantes nació en la tienda de un barbero de Versalles. ¿Qué extraño es, pues, que hombres de tan poco aquel (vergüenza iba a decir) se hayan propasado a quitar a Pedro Saputo la gloria del hecho que referimos? Lo que yo más siento es que lo hayan atribuido a un sujeto de tan poco valor, y cuya ridiculez y desprecio ha corrompido la gracia, ajado el color y revocado la dignidad de la acción en el héroe almudévano. Pero tendrá su mérito propio, original y primitivo, mal que le pese al menguado biógrafo que adornó con ella la vida de su arrugado monstruoso engendro.

En la explanadilla del cabezo de la Corona había una higuera que nunca jamás había dado fruto, y aquel año produjo tres higos tan hermosos, orondos y extraordinarios, que el concejo determinó enviarlos de regalo a S. M., y nombrando a Pedro Saputo para el encargo y comisión de llevarlos. Mandaron hacer una cesta muy pulida a un cestero de Huesca, el más famoso que había en la ciudad, con tres divisiones para poner los higos separados. Y hecho todo y puestos los higos con buen mullido, entregaron a Pedro Saputo la cesta, diéronle dinero para el viaje, y tomó el camino de la corte.

A poco trecho comenzó a decir entre sí: esto que hacen los de mi lugar es una grandísima sandez, y no sé yo cómo endilgalla para que no lo parezca. Supongo que llego allá: y ¿qué digo? ¿Qué diré a aquellas raposas descoladas de los cortesanos? Y ¿qué dirán cuando vean que desde Almudévar, en Aragón, llevan tres higos a S. M. y pido audiencia y se los quiero presentar y porfío en ello? A mí, es verdad, no me pesa ir a la corte; y o yo no soy Pedro Saputo o los higos ha de vellos y recibillos el rey. Pero ¿cómo haré yo para que esta ignorancia y puerilidad redunde en estimación y crédito de los de mi pueblo? Y así discurriendo fue andando su jornada, y el cuarto día llegó a Alcalá de Henares.

Ya estoy cerca, dijo; y para lo que tengo discurrido, lo mismo son dos higos que tres; me como uno. Y se lo comió y fue adelante. Llegado al sitio que llaman la venta del Espíritu Santo, dijo: para lo que de nuevo he pensado, lo mismo es un higo que dos; me como, pues, el uno, y se lo comió y fue adelante. Llegó, en fin, al Buen Retiro donde a la sazón residía el rey y toda la real familia; y como todo lo llevase muy discurrido, compuesto y considerado, se entró en palacio muy confiado y sereno.

Era entonces lo que privaba en palacio, por ser el gusto dominante, las bufonadas y chocarrerías. De modo que la gracia y mérito de la buena conversación y trato cortesano consistía en chistes, equívocos, conceptillos y agudezas tal vez indecentes, pasando todo por de buena ley a título de discreción y galantería. Supo esto Pedro Saputo cuando pasó la otra vez por la corte; por cierto que se avergonzó de ver tanta bajeza en vez de la majestad y dignidad que correspondía a un imperio tan glorioso, a una corte como la de España, señora de tantos mundos. Pero ahora le pareció que eso mismo le facilitaba su comisión, y esperaba por ese medio salir de ella airoso.

Con efecto, llegó a palacio, y haciendo del bobo pidió ver a S. M., a quien traía un oficio del concepto de Almudévar y con él un regalo que sería contado en los anales del reino por la cosa más estupenda que se habría visto. Preguntáronle al punto los cortesanos qué era lo que traía, y respondió que primero lo había de saber S. M., que ellos lo verían y no lo catarían. Y que no le detuviesen mucho porque era hombre de poca paciencia y se metería en la cámara y aun en la cama de S. M. a pesar de todos. Ellos quisieron divertirse, y deteníanle porfiando por ver lo que traía en la cesta. Él les dijo, continuando siempre en hacer el simple: —Mirad, polillas, que si se me amostazo, echo a correr ahí adentro, descuelgo la espada de S. M. y os conjuro con ella y os mando a por almas de alquiler si hay en la corte quien las alquile, porque vais a quedar sin la vuestra. —¿Hase visto, dijo uno de ellos, un loco más gracioso? Llevémosle a S. M. que, por san Jorge, ha de gustar mucho de oílle. Y le pusieron en medio de todos y le entraron en la cámara de S. M.

Llegado a la presencia del rey con el oficio o pliego en la mano y la cesta en la otra, le pidió licencia para presentarle un oficio escrito del concepto de su lugar, y S. M. le admitió con agrado, y leído que le hubo dijo: —¿Conque me traes tres higos? —Sí, señor, aquí están en esta cesta. Y se la entregó a S. M. Abrióla el rey, y no viendo más de un higo dijo: —Aquí sólo hay un higo. —Pues uno, respondió Saputo. —Pero el oficio reza tres, dijo el rey. —Pues tres, respondió el bribón. —Hombre, dijo el rey; el oficio dice que me mandas tres higos y aquí sólo veo uno. —Eso, señor rey, consiste (dijo Pedro Saputo) en que ahí por ahí antes de llegar me he comido yo los otros dos. —¡Te los has comido! ¿Y cómo has hecho?, preguntó el rey. —Así, respondió Pedro Saputo, y tomándole al rey el higo de la mano se lo comió con mucha gracia y desenvoltura. Los cortesanos que lo vieron celebraron mucho la agudeza, dijeron que chiste como aquél no se había visto; y aun S. M. se alegró y lo celebró también, y favoreció a Pedro Saputo. Así lo había él esperado y no se engañó, conociendo la puerilidad e indignidad de la corte desde el otro viaje. Mandóle el rey que no saliese del palacio sin su orden, y a los cortesanos y caballeros de su casa que le atendiesen y regalasen.

Un día le dijo el rey: —Supuesto que has visto ya mi mesa, ¿te parece si habrá algún príncipe en el mundo que sin traer nada de fuera de sus estados la tenga tan regalada? Y contestó: —Me parece que no, porque no hay ningún reino en el mundo que produzca tanta variedad de cosas y tan excelentes para el regalo de la vida. Pero faltan muchas, señor, en la mesa de V. M., e yo siendo lo que son las tengo cuando quiero mucho más exquisitas, o las como, que es lo mismo. Porque Vuestra Majestad no come el pan de Huesca ni de Andorra. —No. —Pues yo, sí. V. M. no come el carnero de Monegros. —No. —Pues yo, sí. V. M. no come las truchas del Cinca ni del río de Troncedo. —No. —Pues yo, sí. V. M. no come los nabos montañeses y de Mainar, ni el cardo ni la escarola de Alcañiz. —No. —Pues yo sí. V. M. no come el queso de Tronchón, el aceite de Fornos, las uvas de Ráfales, las cerezas de Monzón y Torre del Conde, los higos de Maella, ni las granadas de Fraga. —No. —Pues yo sí. V. M. no come la aceituna negra y curada de la Tierra Baja. —No. —Pues yo sí. V. M. no bebe el agua del Gállego o del Cinca. —No. —Pues yo, sí. —¿Que tan buena es?, pregunto el rey. —Es tan buena, señor, respondió, que además de ser muy ligera, fácil y suave, pura como la luz, delgadísima y la más limpia que corre sobre la faz de la tierra, no padecen de gota ni apoplejías los que la beben; en especial de sus corrientes. —No me has nombrado ningún vino, le dijo el rey. —Señor, no faltan muy especiales, pero por ahora son mejores los de las provincias de Andalucía, que si mis paisanos los aragoneses no tuviesen el talento de hacer de buenas uvas mal vino, mandara V. M. traer del campo de Cariñena y otros, y la hombrearían con los mejores. —Me alegro, le dijo el rey, de que mi reino de Aragón sea un paraíso de la tierra por sus frutos naturales. Algunos ya yo los había oído nombrar, otros ya vienen a mi mesa y aun de los que tú no has nombrado; y otros habían llegado a mi noticia. Pero, en efecto, yo creo que andas un tanto cuanto exagerado en el punto de excelencia. —Señor, replicó él, en Aragón todo está a un nivel, la excelencia de los frutos de la tierra, y la nobleza de los corazones de sus naturales para amar a su rey, y la lealtad de sus pechos para defender su corona. Esta conclusión dejó al rey muy pagado, y más que habló Pedro Saputo con grande ahínco y firmeza, como hombre que sabía lo que decía.

Todos los días solía llamarle el rey a su cámara y holgaba mucho de su discreción y dichos agudos; aunque no tardó en conocer que Pedro Saputo era hombre para más que para hacer reír como un bufón sin asiento ni meollo. Hasta le llamó alguna vez cuando deliberaba con el ministro, y le llegó a pedir su parecer en gravísimos negocios del estado. Por fin se atrevió Pedro Saputo a declarar a S. M. que la comisión y regalo de los higos, como el papel de bobo que estaba haciendo, había sido achaque para introducirse, y todo para tener ocasión de decir a S. M. lo que había observado en el reino.

Las damas de palacio le querían mucho, y jugaban y reían con él por simple y sin malicia, y él se dejaba reír y jugar, y sacaba todo el partido que podía, que no era poco de todos modos. Pero algunas traslucieron muy pronto que su simplicidad era fingida, y le trataban de otra manera y le favorecían más, y se entendían con él para burlarse de algunos caballeros que se tenían por discretos.

Cansóse empero de estar en la corte y de ver constantemente al rey engañado por sus ministros y consejeros; y no atreviéndose a pelear solo una batalla tan recia como la que habría que dar a tantos y tales enemigos del rey y del reino, dijo un día a S. M.: —Señor, si V. M. me da licencia, yo desearía volver a Aragón, porque tengo que cumplir este año un voto a la Virgen del Pilar, y se acercan las fiestas. Sintiólo el rey, porque se había agradado de su buen entendimiento, y quisiera tenerle siempre a su lado. Con todo le respondió: —No te privaré de cumplir tu buena obra; y sabe que tengo envidia a los aragoneses que tan de cerca pueden visitar a aquella señora y madre de todos. Ve, pues, a tu tierra. Pero cuando estés para partir, entrarás, que has de llevar unas letras mías y un encargo de palabra a aquel mi virrey y capitán general. —Señor, dijo Pedro Saputo; yo ya me iría mañana, si V. M. no me ha menester más tiempo en la corte. —Iraste, pues, mañana, respondió el rey; y entiende que si quieres volver, siempre te veré con gusto y si algo me pides no te lo negará tu rey.

Con efecto, le despacharon aquel mismo día; él besó la mano del rey, se despidió de sus amigas y amigos, y cargado de regalos de ellas, salió de la corte y tomó el camino de Zaragoza.