De los remedios contra el mal de viuda que reveló a una Pedro Saputo
H de la honra!, decía con voz rota una vieja pateando el suelo y meneando la cabeza. ¡Oh válgame Dios, si esto hubiera pasado en mi tiempo! ¡Las desolladas! Y, ¿qué era? Que vio una moza hablando con un mozo en la puerta de la calle a la luz del día, y a vista y tolerancia de sus padres y de todo el barrio; y en su tiempo, si habían de hablar con ellos, tenían que esconderlos por corrales, cuartos y sótanos, y abrirles de noche, y hacerlos saltar bardas, tejados y ventanas, mientras ellas los aguardaban tal vez en la cama, o salían a recibirlos descalzas, y de puntillas y mal rebujadas, y aun les daban la mano para ayudarles. Esto, sin embargo, para aquella envidiosa maldita vieja no era nada, y el hablar en la calle de día o a la puerta de casa (con honra y cortesía, como dicen ellas) era mucho y cosa de desesperarse el que lo veía. ¡Cuánto distan los setenta de los veinte!
Introdújose esta moda en los lugares que frecuentaba Pedro Saputo por una ocasión muy sencilla. Él no podía ni quería ir a todas las casas; y todas las mujeres, lo mismo viejas que jóvenes, solteras que casadas, querían verle de cerca y hablarle; y para esto, cuando le veían venir, se bajaban disimuladamente a la puerta de la calle, y al pasar él las saludaba, se solía parar alguna vez y hablaban un rato. Y de aquí pasó a ser uso y costumbre en Almudévar y Santolaria, y después en otros muchos, pasando de unos a otros la moda. Y era lo que no podían sufrir las viejas; ¡una cosa tan inocente!, ¡y más en las aldeas!, y lo que ellas hacían, que todo era casi infamia, sólo porque se guardaban de ser vistas, era lo bueno y lo sano. Y lo que es por hablar con Pedro Saputo no sólo bajaban a la puerta, sino que todo era buscar achaques con que ir a las casas donde estaba. ¡Era tan guapo! ¡Hablaba tan bien! ¡Tenía unos ojos! Pero entre las que lo fueron a ver merece especial mención una de Santolaria.
Estaba un día comiendo en casa de su tía, y se presentó una viuda cargada de bayetas, lagrimosa, ojerosa, encogida y suspirando; y después de limpiarse los ojos y sonándose las narices, y saludado que hubo a todos con grandes ímpetus de llanto, exclamó dando un muy hondo suspiro: —¡Ay, Eugenia, qué dichosa sois de tener en casa un hombre tan sabio! Mirad, aquí vengo sólo por desahogarme y que me diga algo para ver si me consuela un poco y descansa mi corazón, porque todo el santo día no hago sino llorar, y la noche más, y si me duermo algún ratico, sueño y me asusto; y estoy… estoy muy afligida, mucho, y muy desconsolada! Y diciendo esto rompió a llorar tan adrede que otra vez se anegó de lágrimas y mocos. Limpióse, abrió y cerró los ojos tres o cuatro veces, se tornó a limpiar y sonar, y dio un suspiro tan de abajo y relleno, que pareció se había reventado por el ombligo, o que se le escapaba el alma por la boca; y desde su silla en que sólo hincaba una esquina de nalga como de puro humilde o vergonzosa, miraba a Pedro Saputo esperando la respuesta y consejo que buscaba.
Él, naturalmente compasivo y más con las mujeres, le dijo: —El mejor médico de vuestro mal es el tiempo, no diciéndoos nada de la razón, porque tal vez se nos va de casa. No obstante, se puede hacer mucho con el auxilio de otros remedios. Hace dos meses… —Y once días justos, dijo. —Pues sí, continuó Pedro Saputo, dos meses y esos días que murió vuestro marido; y aunque podría deciros mucho sobre esta desgracia, no quiero sino ir al grano. Tenéis dos criados para el campo y una criada para casa, y por ahora no necesitáis más hombres ni más parientes a vuestro lado. Sólo que la criada la habéis de mudar porque es muy joven, y (aquí para entre nosotros) no podéis mirarla con buenos ojos, agora aún menos que cuando teníades marido; y debéis buscar una mujer de juicio. —Y me parece bien, dijo ella, porque aquella moza sólo piensa en devaneos y golondrinas. —Pues, ya lo decía yo, continuó Pedro Saputo; eso, lo primero. Después no habéis de llorar cada y cuando se os antoje; sino tener horas deputadas para ese oficio, que por agora serán dos cada día, una por la mañana y otra por la tarde, llorándola entera sin parar más que el tiempo de rezar un pater noster y una ave maría con requiem en medio y al fin de cada una. Y después del llanto de la mañana habéis de lavaros, peinaros, asear y atildar la cabeza y toda vuestra persona como día de fiesta y mirándoos al espejo. ¿Estáis en esto, buena Gertrudis? —Sí estoy, respondió ella; mas yo no sé por qué he de mirarme al espejo si no es para espantarme de verme tan desastrosa y horrífica. —Por eso mismo, dijo Pedro Saputo, os receto el ejercicio del espejo, porque así veréis el daño que estáis haciendo a vuestro rostro, el cual habéis destruido de modo que no os conozco, siendo así que antes no había joven más linda en el lugar, aunque casada. Y si no os lo dije, fue por eso mismo, porque érades casada, cuyo estado respeto yo mucho. Mas agora, si me dais licencia, iré a veros alguna vez, aunque sólo sea para quitaros ese tedio de la vida. —Siempre que queráis, saltó ella muy despabilada. —Acepto vuestra cortesía, dijo Pedro Saputo; iré a veros, y quede esto así, ya que estamos conformes. Pero mirad que os encuentre como he dicho. —Eso no sé si podrá ser, contestó ella, acabando de sentarse en la silla. —Sí podrá ser, dijo él, y será, amable Gertrudis; porque en fin, aún estáis lejos de los cuarenta. —Treinta y dos años hice al marzo, respondió ella, sino que este golpe… —Dejad el golpe ya, dijo Pedro Saputo, y ved de restituir el color y la gracia a ese rostro que denostáis infelizmente, y la vivieza y la ternura a esos ojos hundidos y apagados. Pero no he acabado todavía. Mañana, sin más diferillo, enviad un criado a Huesca y que os traiga apio, rábanos y mostaza, y comed apio en ensalada para postre en la comida y cena, rábanos con sal para merendar, y la carne del puchero con mostaza que adobaréis muy bien, como supongo sabéis hacello. Avergonzóse aquí un poco la viuda y aun vino así como a ofenderse, teniéndolo por pulla; mas se reprimió y dijo: —Eso, si yo bien lo alcanzo, más parece remedio para una doncella opilada que para una viuda afligida. —No lo entendéis, Gertrudis, no lo entendéis, replicó Pedro Saputo. No digo que el remedio no convenga a quien decís, pero por eso no deja de ser muy propio y eficaz en nuestro caso. Hacedlo y os irá bien; en la inteligencia que si no lo hiciéredes, no adelantaréis nada en vuestra mejoría, ni yo podré ir a visitaros. Creedme, Gertrudis; el mal de viuda se va por la orina. Conque quedamos en lo dicho. Llorar primero una hora, después mucho peine y mucho espejo, y lo demás que os encargo. Y si dudáis de la virtud del remedio, yo iré pasado mañana por la tarde, y me diréis lo que quisiéredes; pero os lo prometo con la condición que habéis de poner por obra cuanto acabo de ordenaros para vuestro bien y el de vuestra casa y amigos, entre los cuales, si os dignáis admitirme, hermosa Gertrudis, me cuento yo desde este día. —Sí, señor, sí, señor, dijo ella; con el corazón y el alma.
Fuese con esto, y ¡oh poder de las palabras de un hombre sabio! Fuese con la mitad de la aflicción menos que había traído y conforme en hacer todo lo que le ordenó Pedro Saputo. De suerte que cuando éste fue a verla pasados los dos días ya era otra; porque iba muy aseada, sus paños muy bien prendidos, el habla suelta y natural, el semblante vivo, y los ojos afables y aun casi amorosos. Conoció Pedro Saputo que no lloraba llenas las dos horas, y le alivió el llanto reduciéndolo a un cuarto de hora por la mañana. Y aun le acabó de explicar lo que el primer día no le explicó del todo por haber testigos. Reparó también que la casa estaba muy barrida, limpios los muebles y todo en buen orden como en víspera de fiesta. Y en vez de tufo de cementerio se percibía un suave olor lejano de tomillo y espliego, que consolaba.
Continuó Pedro Saputo sus visitas diarias. A los cuatro días le alivió del todo el llanto, no permitiéndole llorar sino los domingos por la tarde. A los ocho días ya era la misma que antes y más, porque su rostro era todo un abril, restituido el color y la antigua viveza y alegría; a un niño de cinco años y a una niña de tres que tenía los besaba con el mismo amor que solía en otro tiempo; el luto se lo prendía con mucha prolijidad; y el corazón poseíale entero el nuevo médico de su mal, habiéndole confesado, precisamente el día octavo de su primera visita, que se tenía por dichosa de haber enviudado por conocer y tratar a un hombre como él, puesto que su anterior estado le privaba de esta gloria. Y en esto vino a parar su sentimiento, sus lágrimas y su desconsuelo.
Por lo demás, ya se sabe que las viudas han perdido el miedo a los hombres, no porque sean viudas, sino porque fueron casadas. Si me dicen que no todas son unas ni una es todas, responderé que es verdad, pero esto no venía al caso, porque ni yo las he vituperado, ni dejo de tenerles compasión, ni creo de ellas sino lo que se debe creer en buena razón y derecho.
Privaron a la viuda Gertrudis de no pocas visitas de Pedro Saputo los consultores de diferentes pueblos que venían a pedirle consejo, a proponerle dudas y conciliar pretensiones encontradas, a concluir pactos y concordias. En un día llegaron de Ayerbe, de Lanaja y Poliñino, Berbegal, Alquézar, valle de Nocito, valle de Sarrablo, Jaca, Biescas, Estadilla y San Esteban de Litera. Y llegó también el síndico de Almudévar a suplicarle que bajase para un asunto de importancia; y por servir a su pueblo se bajó inmediatamente.