Capítulo XI

La cueva de Santolaria

ENÍA Pedro Saputo una tía, hermana de su abuelo materno y de poca más edad que su madre, en el pueblo de Santolaria la Mayor, adonde fue a parar de Barbastro y a donde desde niño solía ir los veranos a pasar algunas temporadas. Queríale mucho su tía y toda su familia, que era numerosa y no tan pobre que no le pudiesen agasajar a su gusto. En el pueblo idolatraban en él y no acababan de sentir que no fuese de allí diciendo cada vez que le veían que era lástima que hubiese nacido en Almudévar.

Gustaba mucho del cielo de Santolaria, y solía decir que sólo faltaba a aquel pueblo una calzada o refalda que formase rellano hasta su mitad o tercera parte del lugar para criarse allí los mejores entendimientos y las más gloriosas imaginaciones del mundo. Porque el mirar siempre dónde se ponen los pies, decía que hace los ingenios botos y las almas raquíticas, apocadas y terrenas.

Íbase muchas veces a derecha e izquierda de la sierra, otras al norte y por el centro a recorrer aquellas atalayas, aquellas quebradas, senos y barrancos, ya con la flauta, ya con la escopeta, y siempre con el lapicero y algún libro, aunque rara vez le abría, porque le arrebataban la imaginación aquellas magníficas, sublimes y silenciosas soledades. Allí era poeta, era pintor, era filósofo. Tan pronto se le veía en la corona de un alto peñasco inaccesible, como al pie de aquellas eternas impotentes murallas y torreones, calculando libremente los siglos de su fundación y elevándose a la contemplación de la eternidad y del poder y grandeza del criador que todo lo sacó de la nada.

En uno de estos filosóficos paseos a aquellos palacios y alcázares de la naturaleza, se sentó al pie de una peña a tomar el fresco, y dejándose caer supino reparó a poco más de un estado de elevación en una boca o agujero que cerraban casi del todo unas yerbas nacidas en la misma peña. Sintió en su corazón un deseo vehemente de subir a él y ver lo que era y aun meterse dentro si cabía; y recogiendo piedras hizo un poyo desde el cual limpió la entrada de yerbas y se encaramó y metió la cabeza, porque el boquete era más capaz de lo que parecía. Íbase aquella entrada ensanchando al paso que adelantaba por ella, que era muy poco a poco y temblando, porque se acababa la luz de la boca y la cueva tenía traza de ser profunda. Volvíase a mirar atrás cada tres o cuatro pasos; y mientras a lo lejos pudo ver alguna claridad de la luz de la puerta, fue entrando por aquella región oscura y pavorosa y reconociendo aquel vientre oculto de la peña. El suelo en unas partes era arenoso, en otras pedregoso, en otras limpio y seco; la concavidad, en general, de cuatro a cinco pies de altura, y de seis a siete por lo más, y un poco menos ancha donde no había recodos. Pisó a un lado una cosa dura, tentó con la mano y era un martillo de hierro sin mango, el que tuvo por hallazgo de gran precio y por indicio de haber entrado otros antes que él; y aun pensó de lo que se dice en España, que no hay cueva retirada que no se crea fue albergue de los moros y depósito de sus riquezas cuando iban perdiendo la tierra y no desconfiaban de cobrarla con mejor fortuna, escondiéndose entre tanto en ellas muchas familias y viviendo ocultas, engañando con disfraz de cristianos si salían a tomar lengua de lo que pasaba y a proveerse de lo necesario. Pedro Saputo dejó allí el martillo por señal de donde había llegado, y con ánimo de volver otro día más temprano, pues era ya la tarde, se salió de la cueva y tomó la vuelta del pueblo.

Madrugó al día siguiente; llevóse recado de encender, una linterna de cristales y otra de papel, dos bujías, un blandón de dos a tres palmos, un cuchillo de monte y un arcabuz, y espoleando la mula y apeándose en el mal camino, llegó al sitio en menos de dos horas. Mejoró el poyo, tiró dentro los instrumentos, se entró como un gato, y dejando una bujía donde se acababa la claridad de la puerta y una linterna un poco más adentro fue con el blandón en la mano mirando y penetrando la cueva. Llegó al martillo, y a pocos pasos más se encontró en una sala que para allí podía decirse espaciosa, pues tenía unos diez pasos de ancha en un diámetro y como siete pies de alta; y siguiendo a la derecha un boquerón y nuevo seno en que se continuaba más estrecho que el de entrada, dio con un cadáver tendido boca abajo, aunque vuelta la cara a un lado y los brazos anchos, sin más ropa que la camisa y un corpiño a la antigua; todo él entero y tan perfecto que fuera de color negruzco y pasado parecía que acababa de morir o que estaba durmiendo. Cogióle tal horror a su vista, que se le erizaron los cabellos y le pesaba de haber entrado. Tocólo empero con el pie y se deshizo en polvo toda una pierna. Le dejó así, y puesto ya en aquel paso y siendo lo mismo para el miedo volver atrás que ir adelante, quiso acabar el reconocimiento.

A unos seis pasos más dentro y encima de una colcha o camilla en tierra topó otro cadáver, pero de mujer, no menos entero y bien conservado, medio rebujado con una manta o cosa que lo parecía, del cual con la luz del blandón brillaban como fuego las ricas piedras de un collar que traía puesto y de los pendientes, y el oro de una cadena preciosísima que con una joya de gran valor le caía en tierra por un lado. Llenóse nuevamente de horror; las piernas le flaqueaban y el alma se le perdía en el cuerpo. Quisiera tomar aquellas prendas y no se atrevía. Al fin para cobrar el ánimo y vencer cara a cara el miedo se sentó entre los dos cadáveres, y mirando ya al uno, ya al otro se puso a discurrir lo que aquello podría haber sido: cuando repara en unos instrumentos de guerra que había al lado del primer cadáver contra la pared, y algunos caídos en el suelo. Fue a examinarlos y eran dos alfanges, dos espadas, tres cuchillos, una daga, un peto, un morrión, y por allí esparcidos algunos pedernales, trozos de acero, dos o tres limas, dos pares de tenazas cortas, tres botellas de vidrio, algunos tarros, una alcuza y otros utensilios; un salero, dos o tres cucharas de plata, otras tantas de palo, reliquias de pan o al menos que lo parecía, carbón y un hogar con ceniza, huesos y otras cosas que no se conocía lo que eran, todo en un rincón o ángulo que formaba la peña. Había también algunas ropas que al tocarlas se resolvían en polvo, si no es la seda de alguna y los bordados.

Un poco más cobrado y sereno con el examen de estos objetos, fue siguiendo aquel negro horroroso claustro hasta unos doce pasos más allá de los cadáveres, donde se acababa. Y como advirtiese que en el remate estaba mucha parte de él hecha a pico, y que terminaba como en una tronera, examinó ésta y vio que lo era con efecto; esto es una ventanilla o respiradero que se cerraba con una piedra muy ajustada, la cual, quitada con poca dificultad, vio la luz del sol y los montes y peñas de enfrente, puesto que no tuviese de diámetro más de cinco o seis pulgadas. Mas como entrase algo de viento y peligrasen las luces la cerró y dio por terminado el registro de la cueva.

Llegó hasta los cadáveres, y mirándolos dijo: ésta es mujer y aquél, hombre; sin duda fue un bandolero y ella su mujer o su querida, que se albergaba en esta cueva y murieron sin auxilio humano; o fueron dos amantes que aquí se escondieron con toda esta prevención de armas y provisiones que, al parecer, no consumieron, al menos por última vez, muriendo quizá ahogados del humo, como se parece por su separación y actitud y por estas señales de lumbre. Seáis quien queráis, jóvenes desgraciados, el mundo os olvidó muy pronto, pues ni aun tradición ha quedado de vuestra desaparición ni de vuestra existencia, si no érades de países más lejanos. Descansad en paz, y no llevéis a mal que yo recoja estas joyas que os adornaban y trujisteis con vosotros para gala y honor de vuestras personas, y también sin duda para auxilio y reparo de la suerte. Y diciendo así despabiló la luz, y en un hueco natural que había en la peña a modo de armario vio una arquilla que, dándole con el cuchillo un par de golpes, saltó en astillas menudas y lo más de ella en polvo, y dejó ver en su seno el tesoro de aquellos infelices, ahora suyo por derecho de ocupación o de natural herencia. Al verle dijo: no he perdido el viaje: aunque sin esto le diera por bien empleado. Porque eran monedas de oro y plata en abundancia unas y otras y más las primeras, y brillaban muchas piedras engastadas en collares de oro, arracadas, brincos, joyas, adornos de la cabeza, ajorcas y un puño de espada sembrado a carreras de diamantes y perlas finísimas y la roseta, de brillantes. Sacó el tesoro; y mirándolo y calculando su valor, aunque por lo que hace a las monedas lo juzgó por el peso y comparación con las actuales, pues las más recientes no bajaban de ciento a ciento cincuenta años de antigüedad; le pareció que todo junto y lo que la mujer traía encima podría valer de nueve a diez mil escudos. Y volviéndose a los cadáveres dijo: No os conozco las señas, no son claras, pero sí sospechosas, porque es mucha riqueza para dos simples amantes. Decid: ¿de dónde los hubisteis? ¿Quiénes sois? Levantaos y responded. ¿Sólo el amor os trajo e hizo vivir en esta sepultura? ¿Fueron vuestras manos inocentes de todo otro delito? El silencio que seguía a estas preguntas y la quietud eterna de los cadáveres le horrorizó de nuevo y volvía a levantarse el miedo en el corazón; conque recogió el tesoro, con más lo que traía puesto la mujer, que al quitárselo se deshizo la cabeza y parte del pecho, y toda una mano donde llevaba dos o tres anillos riquísimos, y se salió llevándose un alfange, una espada y un cuchillo. Y para que otro que fuese tan curioso como él encontrase algún premio de su valor, dejó en el armario del cofrecillo algunas monedas, un dengue, unos pendientes y un collarcito de no mucho valor, de modo que todo junto y las armas que quedaban le pareció que vendría a valer de unos trescientos a trescientos cincuenta escudos. Llegó a la boca de la cueva, descargóse, y llegado abajo se sentó, respiró y descansó no pudiendo levantarse, de cortado, en un buen rato. Deshizo el poyo después y derrumbó y esparció las piedras a fin de que no quedase rastro ni sospecha de su visita a la cueva, y que si alguno había de subir a ella fuese por su espontánea curiosidad y no siguiendo el ejemplo de que dieran indicios aquellas piedras.

Cargó su mula, montó, y porque aún no era mediodía, fue por montes y peñascales y costeando sierras y pasando profundidades espantosas, a visitar la famosa cueva llamada la Tova, no porque esperase encontrar en ella algo de valor, sino por disimular su viaje y hacer creer por las muestras de las armas que no podía ni quería ocultar, y de algunas monedas que pensaba enseñar, que en la Tova había grandes tesoros como decía y creía el vulgo, y como dice y cree aún en nuestro tiempo.

Con efecto, estuvo en ella, entró un poco adentro, vio que necesitaba más aparejos y acaso compañía; y como la curiosidad de aquel día había quedado satisfecha en la cueva de los dos amantes, se sentó a la puerta, se comió un pan y unas magras de tocino que llevaba, y dándole ya el sol muy de llano y de espaldas en el camino se volvió a Santolaria adonde llegó cerca de las nueve de la noche.

Con lo que veían que trajo Pedro Saputo (que eran las armas no más y algunas monedas a modo de medallas, porque el tesoro lo guardó muy callado), creció la fama por la montaña y pie de la sierra, y dura aún en el día, que en la Tova hay mucha riqueza escondida; si bien él hablaba siempre de esto con misterio ocultando la verdad y dejando pensar a cada uno lo que quisiese.

Rogándole después muchas veces conocidos y no conocidos que fuese con ellos a la Tova, y respondía que él para ir a sacar tesoros no quería compañía por no partir con nadie; y que el que fuese cobarde no debía de ir adonde se necesitaba corazón y no lengua. Hablábales de calaveras, de encantados, de simas y boquerones. —Imaginaos, decía, lagos negros, con sapos y culebras que levantan la cabeza una vara encima del agua, y dando silbidos y sacudiendo la cresta os van siguiendo a la orilla y amenazando. Aquí toparéis con un muerto que parece vivo, o con un vivo que parece muerto; allá os salen dos viejas con barbas y mantos blancos; más allá dais con un hombre o una mujer convertidos en estatuas de medio abajo; a otro lado tropezáis con una comunidad de frailes de la Merced; a lo mejor oís suspiros y quejas que no se entienden y os paran la sangre en las venas; ya sobreviene una bandada de aves con rostros humanos dando bufidos temerosos y que de un aletazo os aturdirán y derribarán en tierra sin sentido. Pues ¿qué, cuando de repente se oye a lo lejos una gritería como de un ejército que aclama a su general, a un príncipe? Miráis allá adonde por supuesto no veis nada, y sentís a vuestra espalda una carcajada que os aturde y deja corrido. ¿Quién es el guapo que tanto valor tiene y no se cae muerto cien veces?

Con estos y otros disparates que se le antojaba decir ponía más miedo a todos, y no se sabe que nadie haya reconocido aún del todo aquella cueva que aseguran que es vastísima y muy profunda. Muchos, sí, hablan de ella y aun de hacerse ricos sin más que llegar y meter ambas las dos manos hasta los codos; pero conversación: los tinajones de oro y plata aún se están allí como el primer día. Porque si va alguno, entra pocos pasos, le da diarrea y se vuelve a salir dejándola toda por registrar, o al menos las partes más recónditas, que es precisamente donde han de estar los tesoros.