Una carta anónima. Visita de un caballero
OR aquellos días recibió una carta sin fecha ni firma, con el sobre: «A Pedro Saputo, en Almudévar». Y dentro, Hace cuatro años. No se hiló, como dicen, los sesos discurriendo de quién sería; pensóselo al golpe. Y tomando la pluma, escribió otra contestando esta sola palabra: Paciencia. Y sin fecha ni firma así mismo que dirigió a don Severo Manuel de Estada, no dudando que el recuerdo era de Morfina.
Cuando el caballero vio esta carta perdía el juicio no pudiendo atinar (yo lo creo) lo que significaba ni de quién podría ser. Consultaba a su mujer, a su hijo, a la nuera, a la hija; enseñábala a sus amigos, a todo el mundo; y nadie acertaba (¿cómo era posible?), disimulando Morfina y haciendo que se admiraba lo mismo que todos. Y dijo al fin su padre: —Ahora sí que voy a Pedro Saputo, pues dicen que está en su lugar, que con su mucha sabiduría puede ser que dé en el hito. ¿Quién vendrá conmigo? Don Vicente se ofreció desde luego, y la nuera también, y Morfina dijo que si le estuviera bien ir allá, no le pediría a su padre otra gracia en su vida. Al oír esto su padre se alegró y casi le dio gusto; casi la llevó consigo. Pero dijo que primero iría solo, y que después se vería. Y así lo hizo.
Llegó a Almudévar, y dejada la mula en el mesón fue a casa de Pedro Saputo. Conocióle éste al momento; pero, sospechando el caso, le pareció callar mientras de él no fuese conocido; y le preguntó cómo se llamaba. Dijo don Severo su nombre y apellido; y entonces llamó él a su madre y le dijo: —Mandad la criada al mesón y que el criado de este caballero le haga traer la mula y el equipaje. Resistíalo don Severo, y él, muy resuelto, le dijo: o mi casa o fuera de mi casa. No es digna a la verdad de tan principal caballero, pero es más decente que el mesón, y sobre todo seréis servidos con buena voluntad. Resignóse don Severo, y no se atrevió a hablarle de la carta hasta después de mediodía.
Mostrósela por fin, y le preguntó si sabría decir qué podría ser, habiéndola recibido a secas por el correo. Tomó Pedro Saputo la carta, miróla, y discurriendo un poco (por disimular) dijo: —Esta carta es contestación a otra. —No puede ser, respondió don Severo, porque de todas las que he escrito he recibido contestación; y a más no he hablado a nadie en términos que me pudiera dar esta respuesta: ni mis hijos saben nada tampoco, ni mis amigos. —Pues contestación. —Perdonad, pero no lo puedo creer. —Que lo creáis o no, es otra cosa; pero es lo que os digo. Hay sueños, señor don Severo, que son realidades, y realidades que parecen sueños. Decidme, ¿tenéis almas en el purgatorio? —Alguna habrá quizá de tantas como fueron allá entre padres y abuelos. —Pues ved de sacarlas; y si son almas de este mundo, más, porque aquí se sabe y se ve lo que padecen, y allá es cosa de la fe y de la imaginación. ¡Tenéis parientes pobres! —Uno o dos. —Pues socorredlos. ¿Tenéis hijas casadas en casa de suegra? —No, señor. —¿Y solteras? —Una. —Pues casadla. —No quiere casarse. —Yo os digo que sí quiere. —Yo os digo que no. —Yo os digo que sí. —¿Me lo aseguráis? —0 soy el hombre más tonto y baladí del mundo. —Pues yo os juro que la case bien pronto quiera o no quiera. —Matadla más bien. —¿No me decís…? —A su gusto. —No quiere a nadie; no le gusta ningún hombre. —Imposible. —A fe de caballero. —¿Habéis ya tomado el corazón de vuestra hija en la mano, y mirado bien todos sus senos? ¿Habéis hecho la prueba de llevalla a un convento, y obligalla a vestirse de monja? —No quiere tal cosa; ni tiene vocación al claustro. —Pues es que tiene a otro estado; al matrimonio. Y sobre todo ello pongo mi honor, mi nombre y aun la vida. —Estoy confuso. ¿Qué he de hacer en llegando a mi casa? —Nada, sacar almas del purgatorio. —Venid vos a ayudarme. ¿Qué, no os tomaríades la molestia de venir y me pintaríades una sala? —Con mucho gusto. —Pues ya respiro, ya descanso, ya me iré contento. Pero mirad no os engañéis, porque mi hija, y perdonad que os la alabe tanto, es muy entendida, muy discreta, y muy reservada. Dícenla muy hermosa, y creo que lo es si no me engañan los ojos de padre, y por eso digo lo que parece a todos; pero en esotro la puedo juzgar con menos pasión; y os digo que los secretos de su pecho no los penetra ni el rayo más sutil y puro del sol; y bien podría ser que nos dejase burlados. —Es más sutil el pensamiento del hombre y el conocimiento del corazón humano. Yo os prometo que a los pocos días que la trate hemos de saber si es alma triste del purgatorio, o alma bienaventurada de la gloria. Y lo que es de la carta haré tales pruebas, que no os quedará la menor duda de lo que he dicho. Yo pintaré y observaré; vos callaréis, y todo irá bien y nos desengañaremos.
Muy satisfecho quedó don Severo de las razones de Pedro Saputo, y más de su promesa. A los dos días se disponía a irse y le dijo aquél: —Los antiguos, señor don Severo, cuando recibían algún huésped, le obsequiaban, agasajaban y regalaban tres días sin preguntalle de su persona; pasados los cuales y no antes le preguntaban quién era, cómo se llamaba, de dónde venía y adónde iba. Hase dejado esta costumbre y fórmula por la grande prisa que tenemos de saber quién es el huésped que nos viene, y tal vez por la mayor de despedille de casa. Yo me acomodo al nuevo uso en lo primero, y dejo lo segundo para los ruines. Si no echáis de menos la comodidad y regalo de vuestra casa, os ruego que os detengáis los tres días de la ley por vos y por mí, y uno más por el alma del purgatorio que me ha proporcionado la satisfacción de hospedar en mi casa a un tan principal y amable caballero. Y pues los antiguos daban también al huésped al tiempo de despedille lo que llamaban dones de hospedaje, que eran alguna ropa muy preciosa, alguna espada, escudo de armas, o bien algún caballo, y nada de esto necesitáis ni hay ahora la misma razón que entonces para esta costumbre, mirad lo que hay en mi casa que no esté en la vuestra, y si algo topáis de vuestro gusto, llevadlo en prenda de nuestra amistad. ¿Sois aficionado a los libros? ¿Soislo a cuadros? Ahí tenéis libros, y ahí tenéis cuadros. —¿Y si tomo lo que no debería? —Eso no puede ser, porque para vos ninguno hay exceptuado, con vos ninguno me reservo. Ya don Severo había pasado algunos ratos leyendo La consolación de Boecio traducida y añadida por Pedro Saputo, aunque manuscrita; y la apartó como libro que quería llevarse. Miró los cuadros, y se paraba muchas veces delante de su retrato y el de su madre hechos ambos en aquel año; y dijo: —Si estos dos retratos vuestros no fuesen tan parte de vuestro corazón… —Lo son y muy grande, respondió Pedro Saputo; pero por lo mismo os los ofrezco… —¡Ah!, dijo don Severo; yo les tendré lámpara en mi casa. Dióle Pedro Saputo las gracias por el favor, y le entregó los cuadros y el libro diciendo: —A otro en el mundo no los daría; pero don Severo Manuel de Estada tiene privilegio en casa de Pedro Saputo.
Fuese, en fin, don Severo, llegó a su casa, y acudieron la mujer y los hijos a preguntarle como si viniera de una peregrinación al otro hemisferio. Él les dijo: —Siento, Mariquita, siento, hijos míos, no haberos llevado a todos. ¡Ay, qué hombre! ¡Ay, qué hombre tan sabio y tan amable! Mucho dice la fama, pero es mucho más de lo que se dice. Cuatro días me ha hecho estar, pero en su casa, en su misma casa, porque es muy generoso, y al parecer rico. ¡Qué bien que he estado! Es el hombre más natural que he conocido: muy caballero, eso sí, pero al mismo tiempo tan llano y amable, que se pega al corazón como un hierro a otro en la fragua. ¡Qué agasajo! ¡Qué servicio tan fino y sencillo! ¡Qué facilidad en todo! Aquello, hijos, es vivir encantado. ¿Pues, y su madre? Su madre es toda una señora. No dirá nadie, no, que ha sido pobre y tenido oficio tan humilde como el de lavandera. —Pero de la carta, preguntó don Vicente, ¿qué os ha dicho? —De la carta, respondió, ha dicho muchas cosas (Morfina muy atenta); pero como vendrá luego… —¿Aquí?, preguntó el hijo. —Aquí, aquí, a esta nuestra casa, respondió don Severo. Y ya podéis disponeros todos a recibille como un amigo, pero también como un hombre tan sabio, y no hagáis necedades o extravagancias porque sus ojos penetran hasta el alma, y sabe lo que uno está pensando cuando le mira. —¿Conque vendrá?, volvió a preguntar don Vicente. —Sí, hijos, sí, ya lo he dicho: y pintará la sala del estrado. —Me alegro, me alegro, dijo don Vicente dando fuertes palmadas; le conoceremos, le conoceremos. —Antes le podéis conocer, dijo su padre, pues le pedí y me dio su retrato y el de su madre, que son éstos. Lo mismo fue sacar los retratos, que los cuatro se amontonaron sobre ellos y no los podían mirar a gusto. Colgólos, en fin, don Vicente en dos clavos altos y así los miraron de espacio. Más luego dijo don Vicente: —¿Sabéis padre, que Pedro Saputo, así al parecer, tiene alguna semejanza con aquel estudiante navarro que llamaban don Paquito? —Calla ignorante, le contestó su padre; ¿qué tiene que ver don Paquito ni todos los Paquitos del mundo con ese retrato? Don Paquito era un estudiante, agudo sí, y vivaracho; pero un quidam, un nadie, comparado con Pedro Saputo. En fin, ya lo veréis y os desengañaréis; entre tanto no digáis disparates. Morfina en todas escenas gozaba mucho, y se admiraba de lo que podía la aprensión en su padre, pues siendo uno mismo don Paquito y Pedro Saputo, ni le conoció allá ni echaba de ver la semejanza, o más bien la identidad en el retrato. Y por hacer otra prueba, dijo: —Pues también a mí me parece de este retrato lo mismo que a Vicente. ¿No veis, padre, que tiene los ojos y todo el aire de don Paquito? —Los ojos y el aire de mi quinta bruja de abuela, sí que tiene, respondió su padre enojado, porros que sois todos. No me nombréis más a don Paquito; porque es comparar la noche al día, un tizón al sol, un pigmeo a un gigante. Pues, digo, ¡si le oyésedes tocar el violín! Don Paquito rascaba las cuerdas; pero aquello es oír a los mismos ángeles del cielo. —Válgaos padre, dijo don Vicente, que ha de venir aquí, sino mañana montaba a caballo y me iba a velle. Y mira tú señorísima hermana mía, que no seas con él tan seca e impenetrable como has sido con todos los que han venido a verte. —Yo te doy palabra, respondió ella, de no serlo con él, sino al contrario, muy blanda y penetrable, por explicarme a tu modo. ¿Qué había de decir un hombre tan sabio si me viese grave, indiferente y reservada? —Pues veremos, dijo su hermano, cómo lo cumples. —Por cumplido, contestó ella. Y en verdad que lo decía de corazón, como puede suponer el lector, que sabe el misterio de su amor con Pedro Saputo, y el secreto de la carta.