De cómo Pedro Saputo se hizo médico. Sigue su viaje
IOS nos libre de tontos: amén. Porque tratar con ellos es lo mismo que entrar de noche y sin luz en una casa revuelta donde no se ha estado nunca. Pero también haberlas con hombres tan agudos es trabajo y pide cinco docenas de sentidos. Y si son antojadizos o bizcos de intención, no son ya hombres sino demonios. A bien que el nuestro no conocía el mal sino para guardarse. Ahora se le antojó hacerse médico; sí, señores, médico sin más ni más, médico, señor, como quien no dice nada.
Todas las profesiones hubiera él querido conocer ejerciéndolas por sí y de su cuenta; pero como es tan corta la vida del hombre, le pareció imposible. Fuera de que algunas tenían para él poco atractivo. Teníalo muy grande entre otras la de soldado; pero hubo de renunciar a este gusto por la obligación y cariño de su madre. De cura de almas no podía ordenarse y ejercer el oficio una temporada; porque el sacerdocio es un lazo más fuerte aún que el del matrimonio, y el que una vez se llega a ordenar, ordenado se queda para in eternum. Fraile, ya podía decir que lo había sido habiendo sido monja, y estado medio año en el Carmen de Huesca donde conoció muy bien el frailismo. De la profesión de letrado se contentaba con la ciencia. Lo que dijo don Severo, de irse con los gitanos, fue voz que él mismo soltó e hizo cundir para llenar el vacío de su eclipse en el convento. Aunque bien lo deseara; porque, ¿qué vida como la del gitano? Pero le arredraba el haber forzosamente de ser ladrón y engañador, de perder toda vergüenza y acomodarse a toda suciedad e inmundicia. Envidio la vida de esos filósofos judaicocínicos, decía; pero no tengo estómago para ello. Al cabo y como quiera que su curiosidad había de empezar o más bien seguir de algún modo y probar alguna nueva profesión, quiso iniciarse en la de médico.
Pasando de Valencia a Murcia oyó hablar de un médico famoso que había en una villa principal, que unos dicen era Alberique, otros Elche, otros Cullera; y dijo: buena ocasión; allá voy, y siento plaza de practicante. Dicho y hecho. Va y se presenta al Esculapio de aquella tierra, que le llamaban el só metche Omella (el señor médico Omella), y le dijo que había estudiado en la Sertoriana de Huesca y que iba de ciudad en ciudad, de reino en reino buscando un maestro que lo fuera digno de él; no por el talento que Dios le había dado, que no era más del necesario, sino por la aplicación con que pensaba estar colgado de sus palabras y llevar después la recomendación de su escuela; que su buena estrella le había hecho saber de su mucha sabiduría; y le rogaba le admitiese entre sus discípulos. Llámome, añadió, Juan de Jaca, soy aragonés, hijo de buenos padres y natural del lugar de Tretas, en la montaña.
Gustó al doctor el empaque y desparpajo de Pedro Saputo, y por vía de examen le preguntó en latín qué es calentura, qué es pulso, y qué es médico. Él, que por pasatiempo había leído algunos libros de medicina y tenía tan buena memoria, le respondió también en latín, hablando media larguísima lengua, en que revolvió, juntó, concordó, y casó a Hipócrates y Galeno con Raimundo Lulio y el Maestro de las sentencias; a Aristófanes, Varrón y Paracelso, con Plinio, Averroes, Nebrija y Pico de la Mirándula; añadiendo de suyo reflexiones tan propias y adecuadas, que ni Piquer después habló mejor de calenturas, ni Solano de Luque del pulso, cuando vinieron al mundo a enseñar a los médicos lo que no sabían. También subió a la luna y de allí más arriba, y nombró más planetas y constelaciones que conoció don Diego de Torres, y habló maravillas de la astrología médica y de la influencia de los astros en el cuerpo humano; puesto que fingió una fe que no tenía. La definición del médico la redujo a dos palabras, diciendo que es Lucifer de la salud (Lucifer quiere decir lucero). Pero después la extendió y la amplió dando más de veinte definiciones del médico a modo de letanía.
Rebosábale el gozo al maestro al ver que un hombre tan consumado venía a ser discípulo, y se creyó el mismo Esculapio con bastón y gorra a la moderna. Al fin, sin perder la gravedad le dijo: recte, fili; in discipulum te coopto; et spero fore ut intra paucos menses par sis magistro, et mihi in schola succedere possis. Que quiere decir: «Muy bien, hijo; te admito por discípulo, y espero que dentro de pocos meses me iguales y puedas sucederme en la escuela».
Comenzó, pues, la práctica, y el maestro cada día más enamorado de él, distinguiéndolo mucho entre los discípulos, que eran de doce a quince. Recibiéronlos mal un día en una casa, y aun ultrajaron de palabra al maestro; y mostrándose muy sentido Pedro Saputo, le dijo aquél: —Gustosa la ciencia, hijo, pero odiosa la profesión. Lleva muchos disgustos consigo, desazones, sinsabores, corcovos, hipos e indigestiones; pero también alguna bendición y favor y sobre todo es muy socorrida. Por lo demás ya sabrás los secretos del arte. Pero no te arredres. Ya sabes que al hombre se le dijo: in sudore vultus tui (en el sudor de tu rostro); pues para el médico se muda en P la S, Afán y trabajo; malos días y peores noches es la condición del hombre en general; dos días de tristeza, y uno repartido entre la alegría y las distracciones del dolor; y esto cuando le va bien; pero el médico… En fin, ya sabrás, repito, los secretos de la profesión, el arte segundo del médico. Porque a ti solo, hijo, a ti solo quiero revelarlo.
Haría unos tres meses que practicaba cuando su maestro recibió una carta del concejo de Villajoyosa, en que le pedían un médico de su escuela; y si no le tenía cumplido o de su satisfacción a mano, le enviase uno de sus discípulos más adelantados. Parecióle llamar a todos, leyóles la carta, y les propuso que supuesto no había ninguno cumplido de práctica, designasen el que con más confianza podría mandar, ya que entre sí debían conocerse. Todos al oír esto se volvieron a mirar a Pedro Saputo y dijo el maestro: —Entiendo, señores, entiendo; también yo me inclinaba a Juan de Jaca; pero con vuestro testimonio se asegura más el mío. Irá Juan de Jaca, y depelará y fugará los morbos que afligen la población, y cortará la tabe que la inficiona. (Porque en aquélla se padecían unas calenturillas pútridas que decían que se pegaban un poco a la ropa, y aun a la carne). Pero sabe, Juan de Jaca, mi muy dilecto discípulo, que Villajoyosa es teatro de prueba para un médico. Muchos marinos, como puerto de mar; calor en la sangre, afrodisis en los alimentos, pubertad precoz, amores tempranos, pasiones tirantes y vejez anticipada. Sangría, vomitorios y purgas a los jóvenes; vomitorios, purgas y sangría a las personas de media edad; purgas, sangría y vomitorios a los viejos; luego sudoríficos a todos, tinturas analépticas y dieta amorescente. Pero sobre todo ten presente que la sangre es el mayor enemigo del hombre; después entra el amor. Por eso en esa villa hay lo que hay, como llevo dicho. Y buenos que los tengas, y a los que te consulten, dieta y separatio tori absoluta desde san Miguel de Mayo a san Miguel de Septiembre. Esto, ya se ve, no lo harán, se extenuarán, caerán, morirán; pero el médico ya se salió por su puerta. Muérase en hora buena el que morirse quiera. ¿Pagó las visitas?, pues requiescat in pace. Dirán, hablarán: requiescat in pace. El médico lo ha muerto; requiescat in pace. Fuera de que, hijo mío, todos según el poeta, sedem properamus ad unam (caminamos al otro mundo). Y hecho debidamente nuestro oficio, que el enfermo se muera del mal o de la medicina, el tímpano de los coribantes (que es tocar la zambomba y hacer ruido). Si se te ofrece algún caso fuerte, audaces fortuna juvat (a los osados ayuda la fortuna): sangre y más sangre, que, como dije, es nuestro mayor enemigo; y después, suceda lo que suceda, el tímpano susodicho, y si el enfermo muere, requiescat in pace.
Acabada esta famosa lección, le abrazó tiernamente, y escribió y le entregó la carta de autoridad y persona. Él, comprándose una mula, partió para Villajoyosa montando en ella, con que se acreditó mucho, pues ya antes de ejercer la profesión cabalgaba en mula, que en aquel tiempo era distintivo y como señal de excelencia entre los doctores. Y cierto, desde que dejaron la mula va la profesión por tierra y no se ven sino mediquines. Llevaba también su gran gorra negra, un gabán pajizo con forro morado, y un alto bastón con puño de plata en el cual figuraba una culebra rollada al palo como símbolo de la medicina. Porque Esculapio, que era el dios de los médicos y de los boticarios entre los gentiles, vino de la Grecia a Roma transformado en culebra a petición y honor del senado que envió a buscar los tres embajadores con un hermoso buque de la república.
Llegó, presentó sus letras de yo soy; y como en ellas su maestro le pusiera encima de los cuernos de la luna y le hiciese frisar con las estrellas, no repararon en su poca edad. Ni repararon tampoco las calenturas ni la tabe o lo que fuese, pues aunque recetaba a tientas, dé donde diere, sea que acertó, sea que el contagio declinaba, en quince días se quedó sin enfermos, curados todos felizmente con los vomitorios, las sangrías y los sudoríficos; y excepto cualque docena de ellos, seis monjas, dos capellanes, ocho marinos, tres buhoneros y algún otro, que al todo no llegan a ciento; con otros tantos frailes y un Argos de tía importuna que le enfadaba celando una sobrinita que por su mucha belleza decía él se había escapado del Olimpo y bajado a la tierra. Murió la dicha tía porque llegó su hora, y se supone; pero es cierto que Pedro Saputo (casi tiemblo al decirlo) tuvo gran tentación de ayudarle. ¡Ah!, la ocasión puede mucho. Dios haga santo a mi médico.
No obstante, como discurría y sabía hacer aplicaciones por analogía y consecuencia, aún se llegó a formar un como sistema, en virtud del cual y reformando la doctrina de su maestro y de los prácticos que entonces se seguían, curó entre otros a un epiléptico (mal del corazón), un gotoso y un maniático; al primero con un parche de cerato fuerte y revulsivo a la boca del estómago; al segundo con friegas secas las mañanas antes de levantarse, por el espinazo y todas las junturas de los miembros; y al tercero con sangrías (Dios nos libre), purgas y música, esto es, haciéndole aprender la música y la poesía. Las muchachas enfermaban sólo por el gusto de que él las visitase. Y hasta hubo dos que se fingieron picadas de la tarántula; él les conoció el mal, ellas se lo confesaron, y obró el milagro de su curación con gran crédito y no menos provecho, habiendo sido muy bien pagado por los padres.
Iba, pues, asombrosamente en su práctica; su maestro le escribía continuas enhorabuenas; todos le miraban como un oráculo, y los marinos de Villajoyosa llevaban su fama a las cuatro partes del mundo. Pero él consigo mismo; ¡qué comedia cuando volvía a visitar y se metía en su cuarto! Allí era el encogerse de hombros y soltar la carcajada, el dar puños en la mesa, el hacer pasmos y no acabar de admirarse y reírse de lo que veía y tocaba, que era la tontería de las gentes y las pesetas que ganaba, con los muchos ricos regalos que le hacían, como que si está un año puede poner coche. Que es Villajoyosa pueblo entonado y sus naturales generosos y agradecidos. Además salía a los lugares circunvecinos y se traía muy buen oro y ricas preseas. Pero se le acabó la nueva conciencia, y a los cuatro meses de ejercicio le dio de mano por una ocasión que acaso habrán tenido otros muchos y no le habrán imitado.
Llamáronle para un arriero de Carcagente que al pasar con su recua un riachuelo que hay cerca de Villajoyosa, crecido con las lluvias de la tarde anterior, dio un paso en falso su jumento y se cayó con la carga. Eran las diez de la mañana en el mes de julio; hacía mucho calor, y el arriero cubierto de un mar de sudor tuvo que lanzarse al agua, y sacó de ella con el burro una enfermedad que le llevaba por la posta. Visitóle nuestro médico, y dijo entre sí: ésta es la ocasión de probar el remedio de Quinto Curcio. Lo mismo sucedió a Alejandro, y su médico le propinó un brebaje con que le hizo dormir tres días, y luego romper en sudor copioso que le dejó libre y en ocho días estuvo bueno. A hacer, pues, el remedio. Y en efecto puso manos a la obra. Mas como el amigo Quinto Curcio no dice de qué se componía, se echó Pedro Saputo a adivinar, y al fin le pareció que debía de mezclar los narcóticos y los sudoríficos; y así lo hizo. Pero cargó demasiado la mano de los primeros; y sí que durmió el enfermo dos días, pero después en vez de romper en el sudor copioso y favorable que esperaba, rompió en las bascas de la muerte, o más bien en quedar frío en la cama, pues ni aun bascas tuvo el pobrecillo. Y aún decía la gente: ¡qué médico! Tres días le ha alargado la vida; otro se lo hubiese dejado morir de voleo.
Poco satisfecho Pedro Saputo de sí mismo, y pidiendo la venia al concejo fue a verse con su maestro. Contóle el caso, y le respondió: no desapruebo lo hecho, pero otra vez, y perdona eximio Juan de Jaca, esperimentum fac in anima vili (Haz la prueba en persona que poco valga). —Pues ¿qué ánima más vil podía haber hallado?, dijo Pedro Saputo. —Muy engañado estás, hijo, le respondió el maestro; aunque la culpa es mía que no te previne. Ánima vil es un fraile, un beneficiado, una monja; y lo más y eso en caso de necesidad, una doncella vieja; una casada estéril, una viuda sin hijos, pero no un pobre arriero, y más padre de familia. En aquéllas, particularmente en monjas y frailes, se hacen esas pruebas, que no pueden doler a nadie y hacen más falta en el otro mundo que en éste. Vuelve a tu partido, y de aquí a un mes o dos, porque ahora estoy ocupado, mira de dejarte ver más de espacio, para revelarte los arcanes de la profesión y la composición de la persona del médico. Besó Pedro Saputo las manos a su maestro y se despidió de sus condiscípulos. Pero espantado de su temeridad y remordido de la conciencia, no quiso volver a Villajoyosa, sino que picó para Murcia, donde vendió la mula y tornó a su oficio de pintor aventurero.
Sintieron mucho su desaparición en Villajoyosa, y más las doncellitas, creyéndose todas huérfanas y abandonadas de la providencia. ¡Cuántas lo lloraron! ¡Cuántas lo soñaban de día y lo suspiraban de noche! ¡Cómo se torcían las manos invocando su nombre desesperadas! ¡Qué amargura! Decían: ¡Juan de Jaca de mi alma! Y es de advertir que desde entonces saben las muchachas de Villajoyosa pronunciar la jota como nosotros, habiéndose esforzado en esta gutural para llamarle bien y no ofenderle convirtiendo su apellido en una palabra fea y malsonante.
Pasó después a Murcia y de allí a Granada. Su curiosidad se cebó sin término en las memorias de la gran ciudad de los árabes, de la gran ciudad de los Reyes Católicos, de la ciudad de los Vegas, Mendozas y Gonzalos: de la Troya, en fin, de la Europa moderna. Visitó después la de Santafé y de allí fue a Sevilla, en donde se detuvo un año por la misma causa que en Valencia. Subió a Córdoba y saludó la madre de las ciencias en los nuevos siglos allá cuando las demás naciones de Europa eran aún semirracionales y se alimentaban (o poco menos) con las bellotas de la primitiva ignorancia.
De allí pasó a Castilla, siendo la primera ciudad que visitó la imperial Toledo, y vio que apenas podía sostener la grandeza de su nombre. De Toledo fue a Salamanca, la Atenas de España, y se admiró del ruido de las escuelas, del número de ellas y de estudiantes, y entrando a examinar la doctrina vio que no correspondía a la opinión ni al afán y concurso de los estudios. Pasó a Valladolid; vio su catedral; y cansado de curiosidades se dirigió a la corte que a la sazón estaba en Madrid, un villorrio en otro tiempo, y ahora una de las más hermosas poblaciones de Europa, aunque sin memorias antiguas, sin glorias de los siglos pasados. No se quiso cansar mucho en examinarla porque sabía lo que era; y por otra parte el olor que salía de los palacios y oficinas le encalabrinó la cabeza y obligó a salir de allí cuanto antes sin ver más que algunas cosas que siempre ha tenido buenas; y tomó el camino de Burgos. Esta antigua corte de Castilla, esta primera capital de la antigua Castilla, dijo al llegar, no hiede como la otra. Ése es el palacio, con gusto lo vería todo; ésa la catedral, hermosa, magnífica, digna de su famosa antigüedad. Pero estaba desabrido, su corazón se dolía de una ausencia tan larga, y pensando en su madre, estrechó el círculo de su viaje y cortó derecho tomando la vuelta de Aragón para Zaragoza.
Las alas del pensamiento le puso el deseo en los pies desde el momento que determinó volverse a su tierra. Aún no acababa de salir de Burgos, por decirlo así, ya estaba en Calatayud y llegó a La Almunia. Fue al mesón, y apenas hacía media hora que había llegado le vinieron a buscar un hombre y una mujer preguntando si era médico. —Sí, les dijo, entiendo algo de medicina, ¿qué se ofrece? —Mirad, dijeron; el médico del pueblo fue a Ricla a una consulta, y jugando en una casa riñó con el albéitar sobre una jugada, y el albéitar a él le quitó la nariz de un bocado; y él al albéitar le hizo saltar un ojo, y allá están los dos en poder de su mal y de otros cirujanos. Un tío nuestro, ya muy anciano, cayó anoche por la escalera; no se hizo ningún daño; sólo se quedó dormido o atontecido; le acostamos, y ésta es la hora que no se ha despertado; y dicen que así durmiendo y respirando se puede ir a la otra banda y quedarnos a copas de la herencia si no hace testamento o deshace el que tiene hecho. Entendió Pedro Saputo lo que era; fue allá y vio un hombre de unos setenta años de edad tendido en la cama, el color natural, un poco encendido, y como en un sueño muy descansado; habíanle ya aplicado candelillas, hierro candente, pellizcándole mil veces, y nada, dormir que dormirás. Pulsóse y dijo: —Este hombre debió sangrarse luego de la caída; pero se le aplicará otro remedio. Tráiganme un poco de pólvora, sobre un par de onzas. Se la trajeron, y puesta en una escudilla con algo de humedad, comenzó a revolverla y amasarla, y luego hizo con ella dos frailecitos o muñecas, y mandando salir a todos de la alcoba, excepto dos hombres que eran los que más deseo mostraban de la salud del enfermo, les hace poner a éste boca abajo y de un lado; y cuando le tuvo así, le aplica un frailecito al ano y le pega fuego. Arde la pólvora, chispea, se agarra, consúmese, y el enfermo dormido y más dormido. Aplícale el otro, e hizo más estrago, pues comenzó a fluirle sangre en tal abundancia, que se formaba un charco en la cama. Y a poco rato comenzó a menear los pies, luego quejarse y dar algún grito, y en fin volver del todo a la vida. Pedro Saputo dejó salir mucha sangre, y cuando le pareció bastante, mandó que le lavasen con aceite y aguardiente batido y le aplicasen después hilas empapadas en lo mismo hasta otro día que les dijo lo que habían de hacer para curar la llaga. Diéronle un doblón, fuese por la mañana y quedó en el país el prodigioso remedio para siempre. Hay quien dice que no fue esto en La Almunia, sino en el Frasno, y otros que en Épila. Poco importa; yo de La Almunia lo hallé escrito.