Capítulo XIV

Pedro Saputo vuelve a ver a sus amigas

RISTE y pensativo caminaba después de aquella dolorosa separación, y no acertaba a andar ni sabía a dónde quería ir. Pero su corazón le llevaba hacia la aldea de sus novicias, en la cual entró el segundo día, procurando llegar tarde y fingiéndose cojo, lo uno para descansar libremente aquella noche, lo otro para tener pretexto y causa de detenerse un día o más si conviniese. Metióse en la primera casa que encontró abierta, cenó y se acostó quejándose del cansancio y de la cojera.

Por la mañana cuando se estaba quitando los postizos bigotes y lavando entraron los padres de las dos muchachas, y al verle ocupado en su aseo le saludaron no más y se salieron a la cocina. Lavado, mudado y aseado que estuvo, salió muy alegre haciendo siempre el cojo, le tomaron y se le llevaron a casa de Paulina donde se disponía la comida; y porque la cojera era grande según andaba, le dejaron allí y se fueron cada uno a sus querencias. Pudo hablar un poco a solas con Paulina, y le dijo: —¿Entendisteis mi papel? —No, señor, respondió ella. —Bien, pues, dije yo, que ya me habéis olvidado. ¡Fementidas! ¡Ingratas! Miróle entonces ella, y como ya no llevaba los bigotes y la perilla que era lo que más le hacía parecer otro, lo iba reconociendo, y se le mudaba el color, y acertaba ya, cuando le decía él: —Sí, soy yo; ¡el mismo!, ¡no te engañas!; vuestro compañero y amante del noviciado. Abre ella entonces más los ojos, le conoce, y sin poderse contener se arroja a él con brazos abiertos. —Ve, le dijo, y da la noticia a Juanita. Pero sed prudentes. Se deshacía ella de amor, y agitada y anhelosa fue a decírselo a Juanita. Llamóla aparte y apretándole la mano le dijo: ¡Ay, amiga, que el estudiante del billete era Geminita, y es él que está ahora en mi casa y no le conocimos! Juanita creyó que su amiga había perdido la cabeza o deliraba; pero fue allá y hubo de desengañarse, y creer lo que vieron sus ojos y sintió su corazón al verle y oír aquella voz tan acostumbrada.

Cuatro días duró la cojera, y no duró más porque temió se sospechase o caer en algún descuido. Comió un día en cada casa de las dos y con los instrumentos que había en el lugar se divertían algunos ratos, logrando otros para sus amores con aquellas amabilísimas niñas.

En el día que se fue le brindaron con mula, y dijo que un estudiante no puede ir a caballo sino de su pueblo a la ciudad donde tiene sus estudios, y que él todavía no había llegado a Navarra. Porque habiéndole creído todos navarro dejó correr esta opinión, que más bien le favorecía que le perjudicaba.

Siguió su camino, y llegó al pueblo de Morfina, en el cual entró aún más tarde, pues eran ya las ocho, y en un tiempo que no pasa de las siete el crepúsculo; y se fue al mesón, acostándose enseguida, y encargando a la mesonera que viniese quien viniese no le llamase. Por la mañana supo que habían ido a verle algunas personas, don Vicente entre ellas; y se vistió y aseó muy prolijamente para lo cual se previno haciendo lavar la ropa en otra aldea donde se detuvo un día. Salió de casa en dirección de la de don Severo; y antes de llegar dio con don Vicente que venía a buscarle, y que le riñó mucho de su parte y de la de los señores padres porque les había hecho el desaire y ofensa de irse a la posada pública. Excusóse él fácilmente y concluyó diciendo que iba a hacelles una visita y pasaba de largo en comiendo. —En cenando y durmiendo esta noche, respondió don Vicente, y aún no sé yo si será lo mismo mañana, pasaréis de largo, amigo mío; porque esta noche, a puerta cerrada, y sólo una persona de fuera de casa, habéis de tocar el violín lo mismo que tocasteis el otro día, de que todavía estamos elevados. —No tengo instrumento. —No faltará. Mi hermana dice que más quiere oír aquello que verse reina de España; porque es aficionada a la música y la saborea mucho si es buena.

Llegaron en esto a la casa. ¡Qué recibimiento! ¡Qué afecto! ¡Qué amor le mostraron todos! ¡Con qué naturalidad y confianza le hablaba Morfina! A tiro de ballesta se conocía que la criada le había dicho lo que oyó a su padre y dijo a Pedro Saputo. Comió allí, pasearon por la tarde, y en la velada no habiéndose avisado sino a la persona que dijo don Vicente, que era su dama, tocó Pedro Saputo lo mismo que la otra vez, y aun con más primor y reflexión, cuanto era él más feliz con las nuevas de sus amores.

Mas la mañana siguiente le dio don Severo un mal rato. Preguntóle a secas si había oído hablar de Pedro Saputo; respondió él que un poco, pero que no podía dar noticias del sujeto. —Pues amigo, dijo don Severo, llegué ayer del Semontano y me hablaron de ese portento. Es un muchacho que dicen no tiene más de doce a catorce años, natural de Almudévar, y a su edad es el mayor sabio que se conoce: como que eso mismo quiere decir Saputo. Es también pintor, músico, pero famoso, quizá tanto como vos, don Paquito; un filósofo consumado, tan profundo en sus respuestas, que temen de ponérsele a tiro los hombres de más barbas de la tierra. Él sabe todos los oficios. En doce días aprendió a leer y escribir él mismo; en un rato a pintar, en otro a tocar todos los instrumentos; y es tan tratable y bien hablado que a todos encanta. No tiene padre, porque es hijo de una pupila que era pobre y él le ha hecho ya rica ganando todos los dineros que quiere. A lo mejor dicen que desaparece de la casa y vuelve lleno de oro que gana por ahí con su habilidad, o que le da alguna persona que en secreto le favorece por encargo de su padre, que dicen si es o no un gran señor de la corte que pasó por allí, o de un príncipe que iba disfrazado. Ello es, don Paquito, que no se habla de otra cosa; id a donde queráis, todos os hablan de él, todos preguntan y lo celebran. Y lo más gracioso es que nadie le ve nunca sino las temporadas que está en su lugar, como si trajese consigo el anillo de Giges, que hacía invisible. A esto dicen que unas veces se disfraza de nación, y se muda el rostro; otras creen que se va con los gitanos. Al oír esto no pudo contenerse Pedro Saputo, se echó a reír y dijo: —Raro humor sería el de ese muchacho. —Sí, señor, muy raro, dijo don Severo, ya se ve, un hombre tan extraordinario por fuerza lo ha de ser en todo. Hasta la madre dicen que sin saber cómo se ha vuelto una verdadera señora, como si hubiese nacido en alta cuna, sólo por la nueva educación que le ha dado su hijo. ¿Estáis en el golpe? La nueva educación que le ha dado su hijo; y que con esto no es engreída ni soberbia sino muy llana, aunque todos la quieren y respetan mucho. No sé, amigo don Paquito, cómo de Almudévar ha podido salir un elemento como éste. Porque habéis de saber (y perdóneme la ausencia) que es un lugarón feo de vista y más feo aún de tacto; y la gente de él pasa por… Vamos, no son de los más agudos. Yo estoy determinado de ir cuando sepa de cierto que está, porque ir en vano me pesaría en verdad el viaje. —Haréis bien, dijo Pedro Saputo; aunque yo creo que todo no es vero lo que suena el pandero y que la fama aumenta mucho o quizá lo pone todo. De un muchacho de mi tierra me contaban también maravillas y él cuando lo supo, se reía y dijo: pues si yo soy hombre grande, ¿qué serán los demás? Y tomando el violín se puso a tocar y distrajo a don Severo de su manía.

Al amor nadie le engaña; el amor todo lo sospecha, todo lo piensa, todo lo adivina. Mientras don Severo se volvía lenguas celebrando a Pedro Saputo, por lo que de él había oído, estaba Morfina mirándole enamorada y reuniendo y ponderando cuanto había visto a su amante y oído de él a los estudiantes, y decía en sí misma: o no hay tal Pedro Saputo o es éste; porque es tan hermoso como dicen, y tan sabio, y tan gran músico, y tan amable y tan diferente de los hombres que se usan. Y pensando esto le miraba y le saltaba el corazón, y se le encendía el rostro, y se moría de deseo de verse a solas y decirle, tú eres. Él la observaba, y sospechó lo que estaba imaginando, y logrando un momento de libertad le dijo: —Sí, Morfina, has adivinado, yo soy; pero cállalo; y si ahora que sabes quién soy no te pesa de haberme conocido… Quedó ella suspensa un rato, pero luego prorrumpió y dijo con calor y muy arrojada: —Morir primero que amar ni mirar a otro hombre. Ya no hay remedio; está echada la suerte; tuya, tuya soy. Mi pasión y mi razón lo quieren. Te vi, te conocí, y no puedo menos de amarte, y me costara la vida si no me hubieses correspondido. Porque tú solo (después de mis padres) estás para mí en el mundo. No tenía hombres para mí hasta ahora, no los tendré en adelante. Pero ¡ay!, no me engañes, porque me moriré; no me digas que me quieres si no me quieres tanto como dices y tanto como yo creo. Perdona, amante mío, este desahogo, esta franqueza y más aún la libertad que doy a tu amor y se toma mi cariño. No acabara la elocuente apasionada Morfina, si la voz de su padre que subía no la volviera en sí de aquel rapto amoroso. Él la seguró de cuanto pudiera desear; y después de comer se despidió y se fue acompañado de don Vicente, que le dejó luego para ir a un campo donde tenía algunos jornaleros.