Capítulo XII

Camina a su fin la vida de la tuna

UCHO podemos sentir, lector amante, que en aquel tiempo no se usasen los taquígrafos, ésos que escriben tan aprisa como se habla, para que alguno hubiese escrito los sermones de nuestros dos predicadores, pues así llegaran a nosotros y podríamos juzgar del gusto de aquellas gentes, y si tenían razón o no de reír tanto; porque en unos tiempos tienen gracia unas cosas y en otros otras. Bien que dichas por Pedro Saputo, ¿cuál no la tendría? Yo sólo por la tradición de casa de Morfina he podido averiguar, que en el primer sermón tocó entre otros estos gravísimos puntos: si una mujer coja puede ser graciosa, si puede parecer bien una tuerta; y si una jibosa puede tener buen genio; y cuál de las tres, siendo iguales en lo demás, puede envidiar su suerte a las otras. En el segundo sermón dicen que habló de los pensamientos de la mujer en los estados de cuñada, de nuera y de suegra; cuyo asunto me parece que no pudo desempeñar bien por ser tan muchacho, y requerir más edad y más experiencia. Pero como me lo han vendido lo vendo; el lector crea lo que quiera; y sigamos.

No llenaron aún la mitad del plan que habían formado, porque sus habilidades eran tantas, y tanto su comedimiento y buena crianza, que no visitaban lugar que para irse no hubiesen de reñir, o por lo menos andar de mala cara con los huéspedes, y tal vez con el vulgo. Soplábales con esto el viento muy favorable y el estado prosperaba. Y como se acercase el tiempo de los estudios, trataron de tomar la vuelta de su universidad, pasando si había lugar por casa de sus padres a quienes deseaban y querían ver antes de perderse de nuevo en la confusión de las escuelas.

Tuvieron consejo para acordar lo que debían hacer, y deliberaron volver caras al mediodía y no entretenerse. Propúsose la cuestión si visitarían el pueblo de don Severo; y aunque rodeaban algunas leguas acordaron ir, y formaron incontinente el itinerario, muy al gusto de Pedro Saputo que, sin embargo, dejó la resolución a los compañeros, no reservándose más que el determinar el día y punto de la separación. Examinaron el tesoro, y estaba más rico de lo que pensaban, como que se repartieron a ciento treinta y seis libras jaquesas cada uno, habiendo encontrado personas aún más liberales que don Severo. Díjoles Pedro Saputo que aunque no era de casa rica, no necesitaba aquella miseria, y que así el más necesitado la tomase. No lo entendéis, le contestó uno de ellos; ese dinero es el más cariñoso que tendréis en vuestra vida. Llevadle, que yo sé ha de ser el último que gastéis, y que es capaz de mudaros en avaro por el apego que tendrá a la casa y a vuestro bolsillo. Rióse Pedro Saputo; y concluyendo que no deberían procurar, hasta llegar a su tierra, sino sacar muy de paso el gasto diario, picaron larga la vuelta de mediodía.

Aquel mismo día por la mañana les dijo Pedro Saputo en el camino que no quería dejarlos sin probarse en el violín y la vihuela; en cuyos instrumentos veía que llevaba mucha ventaja a los estudiantes. Habíales mejorado grandemente la orquesta desde un principio enseñando al de la pandera a hacer los platillos, el bajo continuo, los fuertes y los pianos, y otras cosas más a tiempo y con más propiedad que él las hacía. También a los del violín y de la vihuela dio muy buenas lecciones; pero no había querido tocar nunca porque no hacía falta su habilidad especial, ni les diera más utilidad que era a lo que se iba. Y tomando el violín, y desviándose un poco del camino a un barranco, mostró a sus admirados compañeros un primor que jamás vieron en otro; y no se los mostró menor en la vihuela.

Al oscurecer llegaron al lugar de Morfina; y al pasar los primeros pasajes oyeron ruido de espadas. —Vamos allá, dijo Pedro Saputo. Fueron y toparon con dos caballeros soldados que reñían y con tal furor, que no reparaban en los que tenían ya al lado. Tomó Pedro Saputo a un compañero el bastón, porque dos de ellos gustaban de esta compañía; y acercándose a los combatientes dijo: —Señores, por el honor del hábito que traen les ruego que suspendan la pelea un momento. Suspendiéronla a sus palabras, y más al verse allí cinco hombres tan aparecidos; y continuó: Vuesas mercedes riñen muy mal en el orden, pues su valentía los ha llevado a pelear como las fieras, quiero decir, de noche, sin testigos de su valor, ni jueces de justicia. Yo soy hombre de letras, pero entiendo las leyes del duelo; y por las circunstancias que he dicho declaro ilegal y nulo este campo. Creedme, señores, el honor de caballeros os prohíbe continuar y os manda condenar lo hecho. Mas si no quisiéredes envainar, el que se muestre resistente, alce otra vez la espalda, venga la otra y conmigo tiene la riña; él peleará por su ferocidad, y yo en defensa de la ley y de la justicia. —Yo no puedo ceder porque soy el retado. —Cedo por ahora, dijo el otro, por respeto a este señor licenciado, y porque sus palabras me han convencido. Mañana nos veremos. —Ruégoos, pues, a los dos, dijo Pedro Saputo, seáis servidos de entrar con nosotros en este pueblo.

Entráronse dócilmente con ellos, y de paso contaron aquellos rivales que la riña era por quién había de servir a una hermosura que a ninguno de los dos quería, pues si al uno le hacía desaire, al otro no le daba nunca la cara mostrándose importunada de sus obsequios. Rióse entonces Pedro Saputo y dijo: —Pues señores, si tampoco el vencedor había de ser admitido, ¿a qué es la riña? —Es, dijo uno de ellos, a que cada uno queremos ir a su casa y que no vaya el otro; porque es tal la belleza de la doncella, que a cada uno ofende que la miren otros ojos ni la oigan hablar otros oídos. Es, señor licenciado, para que lo sepáis, un sol mil veces más hermoso que el del cielo; una luna mil veces más serena que ésa que se levanta; una estrella que oscurece a todas las demás; un ángel de soberanía y de gloria, cual no se vio jamás en la tierra, cual es imposible forme otro la naturaleza. Rióse también Pedro Saputo de estas alabanzas, y del tono y fuerza con que las decía el soldado, y no dudó que aquel sol, aquella luna, aquella estrella, aquel ángel era Morfina. Pero calló, porque entraban ya en el pueblo, y los soldados se fueron a su alojamiento y los estudiantes a la posada pública.

Había allí una bandera o compañía de soldados hacía ocho días, y ya por esto, ya porque de todos modos no querían hacer parada de su orquesta, entraron muy silenciosos. Pero los conocieron, y antes de cenar tenían un motín en la calle, y recibieron un recado de don Severo, que no le quitasen la satisfacción de llevárselos a su casa. No conocieron a Saputo hasta que habló, porque estaba tostado por el sol, más delgado y alto, y más hombre también, con bigotes y perilla, que al uso de los estudiantes más extremados se había puesto, en el soliticio de la expedición, de la cola de un gatazo negro. Aun la ropa era otra, que por causa del calor se hizo un vestido más ligero y también mucho más airoso. Dudó la misma Morfina que tan bien retratado le tenía en el corazón y tan presente en su memoria. Por contemplación, en fin uno de otro, don Severo y el huésped, se convino que los dos que habían venido allí cenarían en casa del primero, y los otros en la del segundo, y dormirían todos en donde durmieron la vez pasada.

¡Qué satisfacción para Morfina! ¡Qué gloria para Pedro Saputo! Hallábase entonces en casa un hermano de ella mayor de edad, y se alegró mucho de ver a los estudiantes de quien tanto había oído y estaba ausente cuando pasaron a principio del estío. Inmediatamente habló de baile; mas Pedro Saputo acordándose de los soldados le dijo que por cierta causa que por entonces era secreta, aunque de fuera de casa, no podría haber baile sino tan solamente velada de música. Y al pueblo se le hizo entender que no se abriría la puerta, admitiéndose únicamente las personas convidadas o que pareciese. Presentáronse entre ellas, uno detrás de otro, los dos caballeros soldados de la riña. Y ¡cuál fue su sorpresa cuando vieron a Morfina muy amable y particular con el licenciado de su duelo! ¡Y al ver a don Severo tratarle con familiaridad y confianza! Avergonzáronse, callaron, respetaron lo que veían y no entendían, y se hicieron entre sí amigos declarando a Pedro Saputo que estaba determinada la competencia con retirarse los dos de donde tan buen lugar ocupaban otros seguramente más dignos: sobre que debían irse dentro de tres días.

Al pasar del cenador al estrado, y llegados a la puerta, hizo Pedro Saputo a don Severo una seña; y quedándose allí con sus compañeros que ya habían venido, los fue arrojando uno por uno como barrones o muñecos más de la mitad de la sala. Acción que vieron ya los oficiales y los más de los convidados, y todos quedaron mudos de asombro. El hermano de Morfina hizo extremos de admiración, y dijo con calor: —Pues señor, lo he visto y no lo creo, y al que por sólo esta vez lo osare afirmar, le diré que miente. Riéronse todos mucho; don Severo se complacía, Morfina se regalaba, y su madre exclamaba: —Jesús, ese mozo será de acero templado. Entonces Pedro Saputo volvió a la puerta con sus compañeros, y arrimados en pie a las sillas caballeros y señoras alrededor de la sala, volvió a arrojarles del mismo modo, pero mucho más trecho; y como el tuno que fue el último se bornase con mucha gracia y extravagancia, hubo un muy alto palmoteo. —Ahora ya lo creo, dijo don Vicente; pero sin duda estos señores licenciados tienen alas secretas; cogedme a ver a mí, don Paquito, que no sé volar sino tendido en el suelo. Cogióle, y al librarle para el empuje, viéndose llevar como un copo, dijo: ¡basta, basta!, me doy por satisfecho. Y volviéndose a mirar, le tocó y palpó los brazos por si eran de la materia que dijo su madre.

Pasado este sabrosísimo rato se ordenó la reunión convenientemente, y hecho silencio, tomó Pedro Saputo el violín descansando antes un poco para calmar la agitación del esfuerzo que había hecho, y prevenida Morfina desde antes de cenar, que en su obsequio y por ella tocaría aquel día el violín por primera vez en toda la expedición, y que todo lo que tocara se dirigía a su amor, o más bien, que sería la historia de sus amores, distinguiendo las partes principales, como la vista la primera vez, su plática la noche que se entendieron, la despedida, el sentimiento en que ella quedó y él se fue, y la alegría de la nueva visita. ¡Oh, cómo entendió ella el lenguaje de aquella música tan expresiva! Sin pensar y transportada lloró de pena al oír la despedida, y volvió al mismo sentimiento cuando expresó el dolor con que le vio trasponer y se retiró ella a su cuarto. Los demás de la sala sentían también, y algún rato parecía reunión de muertos del silencio y arrobamiento con que escuchaban. Tomó después la vihuela, y tocó asimismo algunas sonatas que él se había inventado. Mas luego, y dando lugar a que se desahogase el aplauso y admiración que excitó su no vista habilidad, tomaron los instrumentos sus compañeros, él les abandonó la orquesta, se puso en rueda y se pasó la velada.

Querían los estudiantes despedirse aquella noche, mas no admitió don Severo la despedida, y mucho menos don Vicente, y se dieron las buenas noches hasta mañana.

Aún no pensaban ellos en salir de casa, aún casi en levantarse por la mañanita, ya estaba allí don Vicente, y les rogó y suplicó tan ahincadamente que no se fuesen aquel día, que hubieron de condescender. Ni les pesó a ninguno de ellos, y menos a Pedro Saputo, como se supone. Con este motivo se desayunaron ligeramente, porque el huésped no quiso ceder el obsequio de la comida. Y para la noche dispusieron un baile en casa de don Severo por dar gusto a don Vicente, que lo quiso para obsequiar a una joven a quien servía.

Quien ganó en todo esto fue Pedro Saputo, pues tuvo ocasión de hablar a Morfina y acabar de ganársela si algo faltaba, cenó a su lado, bailó con ella y nada le quedó que desear para su satisfacción. Y más que le dijo una criada que había oído decir a su señor hablando con su señora: —Si este mozo fuese bien nacido como parece, aunque tenga poco, le habíamos de dar la hija; porque, ¿has reparado que ella le mira con buenos ojos? Bajo y recatado habló esto don Severo, no creyó que nadie le pudiese oír; pero le oyó el demonio de la criada, a quien las albricias valieron dos escudos de plata. ¡Con buenos ojos, decía! Algo más era; sí, algo más, patriota don Severo.

Por fin se despidieron ya en el mismo baile, y madrugando la mañana siguiente se fueron de aquel pueblo en donde a cada uno les parecía que estaba entre los suyos o en una isla encantada.