Sale del convento
IVULGÓSE la voz que se iba Geminita, y hubo una consternación general en la comunidad. La coja, o sea la organista, dijo, que después que la había comenzado a desasnar (¡una coja desasnar a Pedro Saputo!) la echaban del convento para que fuese a otro a lucir su habilidad; añadiendo con su desenfado natural que más valdría se muriesen la mitad de las monjas y aun el mismo padre confesor, que no se fuese Geminita. Una vieja llamada sor Bonifacia, que había sido muy viva y conservaba aún la valentía de su verde edad, se presentó a la priora y le dijo: ¿qué hacéis, madre priora? ¿Cómo dejáis ir, si es que no la echáis, a esa preciosa muchacha, cuando la deberíamos conservar como una reliquia? Desde que está en el convento han cesado los odios y las discordias que antes había; porque en viéndola a ella a todas se nos amansaba el pecho y se templaba la saña. Bien sabéis que sor Venancia y sor Tolomea nos tenían afligidas con sus batallas, y que hace pocos días encontrándose en el claustro nuevo se arrifaron de modo que se hicieron pedazos los velos, y se asieron de las tocas, y se arrancaron, y pasaron a lo que yo me doy vergüenza de decir; y presentándose allí de improviso esa muchacha, o ángel o lo que sea, que iba a sus obligaciones, y parándose a mirallas como pidiéndoles el paso pacífico, cesó el combate como por encanto, y sin más que decilles con aquella su gracia tan atractiva, con aquel tono y voz que derrite las piedras. ¡Ay, señoras, que eso no lo creerían las gentes del siglo de personas tan virtuosas!, se aplacaron y separaron, y agora se hablan ya si no como amigas al menos como enemigas. Mirad por Dios que no echéis de casa a esa muchacha, porque haced cuenta que echáis del convento la paz y la alegría.
Y decía bien la madre Bonifacia, porque a lo menos este bien sí que se lo debía la comunidad; tal era el poder de sus palabras, y aun de su sola presencia. Así es que para todo la buscaban. Geminita lo ha dicho; Geminita lo ha hecho; Geminita es; Geminita entra; Geminita sale; Geminita sube; Geminita baja; Geminita va; Geminita viene. Y con razón todo, y más y mucho más que hicieran. Porque si se ofrecía cortar alguna prenda de ropa, aunque fuesen unos calzoncillos de fraile, llevaba mucha ventaja en facilidad y perfección a la misma sor Mercedes, que era la mejor tijera de la comunidad; si coser, dejaba muchos puntos atrás a sor Ángeles, que era también la mejor aguja del convento; si bordar, su primor hacía encoger a todas; si vestir alguna imagen, aquello era encantarse de verlo; si contar cuentos, para cada uno que sabían las más decidoras, sabía Geminita una docena. Y ¡qué graciosos!, pero al mismo tiempo muy decentes, como se supone. ¡Y no sentirían que se fuese!, lo sentían, y no hubo monja aquellos días que no la abrazase, que no la besase, que no le suplicase, que no le apretase la mano, si bien dicen que en muchas tanto era envidia como cariño.
A la coja, que un arrebato de espíritu y de una avenida de amor le dio un día una docena de besos, porque era de genio fogoso, no tuvo por conveniente decirla la causa por qué se iba pareciéndole peligroso descubrírsele porque era maliciosa, y sobre todo fácil y resoluta. Ni creyera tampoco en su transformación, en cuyo caso había que decirle la verdad o inventar una historia muy calificada que se pudiese admitir y no indujese sospechas contra ninguna monja o contra las novicias.
Por fin llegó el día; nada tenía ya que prevenir a las dos niñas; y para que no maliciasen la priora y sor Mercedes, no quiso las últimas noches dormir en el noviciado sino en una segunda celda que se comunicaba con la de la priora, intermedia con la de la amiga; pero pasando todos los ratos libres del día con sus carísimas novicias; ratos que le cercenaba mucho el recelo con que advirtió le querían tener siempre a su lado la una o la otra de aquellas dos tiernas amigas.
Dio una mañana las seis el reloj del pueblo; y mientras la comunidad estaba en el coro, salió vestido de mujer con su bulto del traje de hombre del brazo, llorando a breves minutos su ausencia todas las madres, especialmente las dos que tanto le querían y tanto se regalaron con él los últimos quince días, pues no fueron menos los que le detuvieron después de tener hecho el vestido. Las simplecillas novicias lloraban por de pronto, mas se consolaron luego con la esperanza de salir a la libertad del siglo. Quedó en fin viuda la comunidad; en los claustros reinaba el silencio; las paredes se cubrían de luto; el refectorio era desabrido, y el coro, molesto y enfadoso. Tuvieron consejo aquella noche las dos consabidas madres, suspiraron, lloraron, y propusieron si le mandarían volver; pero ya era tarde; habríase alongado mucho y no sabían la dirección que llevaba. Tornaron a suspirar, sintieron de nuevo la pena, y en su corazón pasaba mucho más de lo que manifestaban, llevándolas el sentimiento casi a desesperarse. Bien se nos está, dijo sor Mercedes; en nuestra mano estaba; ¡y lo dejamos ir! ¿Qué necesidad había mientras más no sucediese? Consolaos agora si podéis, morid en esta tristeza. Respondió a esto la priora con un gran suspiro y diciendo: Tenéis razón, pero ya no hay remedio. Y era verdad, porque él aún no había andado dos mil pasos cuando se quitó las faldas de mujer y se vistió su traje, riéndose por una parte de la inocencia de aquellas monjas, y sintiendo por otra la falta repentina de su acostumbrada voz y compañía, y del amor tan natural y dulce de dos angelicales novicias.