Descúbrese a las monjas
L cabo de poco más de dos meses le pareció que el bozo del labio se le iba espesando a más andar, y dijo a sus dos enamoradas novicias, que era ya tiempo de pensar en lo que debían de hacer. Porque si ella (él) se quedaba hombre como llevaba trazas de serlo toda su vida, allí no podía estar; y si las madres lo sabían, habría gran tempestad de escándalo y aspavientos. —Pues si tú te vas, le respondieron, nos moriremos las dos de pena. —Callad, dijo él, que ya daré yo traza para que os vayáis también vosotras y nos veamos las tres fuera de esta prisión, y nos amemos y busquemos y tratemos a nuestra libertad y gusto. ¿Qué, no queréis volver a vuestras casas y al estado libre que teníades? —Sí, sí, dijeron las dos muy contentas; ¿pero cómo haremos? —Ya yo lo tengo pensado, dijo él, y os lo comunicaré a su tiempo. Agora entended que yo no puedo menos de manifestar a la madre priora lo que me pasa, y figuraos ya lo que resultará; no puede dejar de ser mi salida del convento. Pero antes quedará muy bien ordenado lo que toca a vosotras. Oían ellas esto y les saltaba el corazón de júbilo porque se habían abierto sus ojos y veían que aquel estado no les convenía.
Con mucho rubor al parecer y con algún miedo realmente fue él a la celda de la madre priora y le dijo (pidiéndole antes perdón y suplicándole no la maltratase), que según había advertido, hacía algunos días que se tornaba hombre; y que lo era ya casi entera y cumplidamente. La priora al oír tal disparate, que disparate y grande era para ella, se echó a reír, le miró a la cara, y después de un rato dijo: —Tú, Geminita, estás de la cabeza. ¿Qué te sucede, pobrecilla?, ¿qué es esto?, ¿tienes cariños de tu tierra?, ¿o estás en tu mala semana y eso te turba el juicio? No te aflijas; llamaré a sor Mercedes, que es mi íntima amiga, y te quiere también mucho, y veremos lo que se ha de hacer contigo. Agora vete al coro y reza nueve Padrenuestros y nueve Salves al santo del día, a nuestro beato patriarca y a la Virgen de tu devoción; y a las siete volverás y veremos. Con esto le tomó de la mano con bondad y le besó en la frente. Llamó a sor Mercedes, díjole lo que había, y se rió también mucho y lo tuvo por imaginación, quedando por último, en volver a la hora citada.
Fue, por supuesto, al coro Pedro Saputo y rezó lo que le mandó la priora, no para que los santos que invocaba le volviesen el juicio que no había perdido, sino para que, pues iba a salir de aquella seguridad y asilo, de aquella oscuridad y retiro, le librasen de los alguaciles de Huesca. Y llegó la hora entre tanto y se presentó en la celda de la priora donde le aguardaban las dos amigas. —Paréceme, señoras y madres mías, les dijo, que la oración de coro me ha acabado de convertir en hombre, no sólo porque lo soy ya perfecto en mi cuerpo, sino porque me siento unas fuerzas extraordinarias, y un gran deseo de manejar espadas y arcabuces, y de montar y correr caballos; y hasta el rostro se me ha mudado. Y diciendo esto braceaba y apretaba los puños, y ponía el semblante fuerte y levantado. Y aun para prueba, dijo, mirad y perdonad (y tomó a sor Mercedes y la jugó como a una muñeca, y luego a la priora, aunque más gruesa); y se admiraron las buenas monjas, y creyeron que efectivamente era ya hombre o lo iba a acabar de ser muy aprisa. La escena fue divertida, la risa grande, y después la admiración y el pasmo de aquellas dos benditas mujeres, sin poder resolverse del todo a creer lo que veían, ni tampoco dejar de creerlo. En conclusión acordaron no decir nada a la comunidad y dar ocho días de tiempo a Geminita para que se reconociese mejor y pudiera afirmar y ratificar lo que acababa de declararles. Inclinábalas mucho el esfuerzo de que hizo alarde, y aun el semblante que de golpe se les figuró más robusto y que tiraba a señas de hombre, cuando hasta aquel día les había parecido mujer. También se les representaba más alto de estatura, y su cuerpo más derecho y liso. Y estuvieron hablando bien dos horas, terminándose el consejo con la resolución (mientras él estaba ya jugando con sus novicias) de desechar toda prueba que ofendiese el pudor o repugnase a Geminita; aunque siendo todas mujeres (dijo la priora) no debería ser tanto el empacho.
Propuso asimismo la priora consultar al padre confesor; y a sor Mercedes, que era más avisada y cuerda, no le pareció bien por muchas razones y otros tantos motivos que expuso largamente, resumiéndose en que por su parte ni se consultaría a nadie, ni se atropellaría a la muchacha, ni quería tener escrúpulos; y se conformó la priora.
En aquellos ocho días tuvieron las dos monjas muchos coloquios, y siempre quedaban en lo mismo, ocultándose empero la una a la otra, a pesar de su intimidad, que las dos miraban a Geminita con otros ojos que la habían mirado hasta entonces, y que la querían también más y con otro gusto.
No tuvo él a sus carísimas novicias mucho tiempo suspensas, sino que por si pasados los ocho días se veía obligado a salir del convento, les previno y dijo: —Ya veis, queridas mías, que este estado y esta vida no os conviene; engañadas vinisteis, o ignorantes más bien y sin saber lo que os hacíais. Y pues me decís que os moriríades las dos en pocos días si aquí os quedásedes, voy a daros la traza, que habéis de inventar y seguir para saliros y volver a vuestras casas. La una se fingirá enferma y la otra muy triste. La madre priora habrá de escribir a los padres de la enferma; vendrán, le pediréis que os saquen unos días, y ya no volvéis. El modo como habéis de hacer esto… —No hay para qué cansarse, dijo denodada Juanita; ya te hemos entendido; yo soy la enferma y Paulina la triste. A los dos meses que tú hayas ido, que ya faltará poco para nuestra profesión, se hace el embeleco, y te prometo que saldrá bien, quiera que no quiera. ¿Yo quedarme aquí? Primero me tiraré de la ventana más alta. —Y yo, respondió Paulina, me asiré de tus faldas y caeremos juntas. —Para fingirte enferma, continuaba Pedro Saputo… —¡Que das en ser porfiado!, le interrumpió Juanita. He dicho y repito que está calado. Con dejar de verte y derrengarme un poco de ánimo enfermaré yo tan de veras, que puede ser que después me cueste medio año de convalecer; y si quiero un año. Pero, ¿nos das palabra de venir a vernos? —Sí, respondió Pedro Saputo; y vosotras, ¿me la dais a mí de quererme siempre como agora? —Sí, y más aún, le dijeron las dos. Y quedaron en esto.
Pasados los ocho días se volvió a presentar a las madres, y confirmó y ratificó lo que les había dicho, asegurándoles que sin remedio era hombre, y hombre del todo, y sólo hombre; que le repugnaban los oficios de mujer, y se afrentaba ya del traje y persona de mujer, que en su consecuencia conocía que no podía estar más en el convento; que lo sentía mucho, pero que ya veían que Dios en sus inexcrutables e inapelables juicios había dispuesto otra cosa. ¡Oh, quién lo dijera!, se enternecieron aquellas dos sensibilísimas y apreciabilísimas señoras. Y él que lo advirtió, continuó diciendo: —Yo hasta ahora he merecido de la bondad de algunas madres, de vuesas mercedes especialmente, algunas muestras de cariño que quizá ya no me atreveré a devolver como antes; y es otra prueba más de mi entera transformación, pues la veo y siento en la amistad de unas personas a quien tanto favor y quizá amor he merecido. A esto nada contestaban ellas, miraban solamente, y les parecía que Geminita hablaba más doctamente, y como si desde que era hombre tuviera infuso el saber y la autoridad. La priora, por fin, le dijo: —Pues bien, cuando quieras, cuando te parezca determinarás tu salida del convento; en la inteligencia que nosotras no te echaremos; a tu prudencia y voluntad lo dejamos. —Yo, les contestó, no me iría nunca; no, señoras; que muchas lágrimas veo habrá de costarme. —También a nosotras, dijo la priora; y desde agora te pedimos nos des nuevas de ti, sucédate lo que te suceda. Y mientras estés en el convento sé prudente y no digas nada a nadie; sobre todo a las novicias.
Acordado esto y mordiéndose Pedro Saputo los labios sobre lo que había en otra parte, les pidió que le facilitasen ropa, cualquiera que fuese, para hacerse un vestido de hombre. Vendrás mañana, le dijeron, y la tendrás prevenida. Con efecto acudieron a algunas túnicas y mantitos de santo, porque no tenían otra cosa a mano, y para gorra una tuniquilla de terciopelo morado de un niño Jesús Nazareno, guarnecida con galones de oro; y en tres días se hizo todo el traje. Nada dijo a las novicias, sino que la noche que lo tuvo concluido, se lo puso y reuniéndolas de antemano en la celda de Paulina se les presentó vestido de hombre y con una airosa pluma en la gorra que se acomodó de una de pavo real que tenía la priora. Cuando ellas le vieron, pensaron volverse locas de amor, y en media hora no acabaron de mirarle, ni en una, ni dos, ni en toda la noche, de hacer extremos y regalarse con él y regalarle el corazón y el alma.
Al día siguiente propuso y pareció bien a la priora, que por la noche, después de cenar, se vestiría en su celda para que le viesen ella y sor Mercedes. Reuniéronse con efecto, y él para causarle mayor las rogó que le peinasen y tocasen a lo hombre y caballero, que lo hicieron ellas de bonísima gana. Entróse en la alcoba, vistióse, púsose la gorra un poquito inclinada a un lado, y con una gracia y bizarría capaz de marear a una santa pintada, sale y se para fuera de las cortinas mirando afable y risueño a las monjas, las cuales al verle creyeron que era una visión del cielo. Tan galano estaba, tanta era su hermosura, tal su aire y gallardía. Mirádolas que hubo un poco, y sonriéndose con una ternura que derritiera la nieve, y preñándosele los ojos de lágrimas corrió a la priora con los brazos abiertos, y luego a sor Mercedes, y ellas le recibieron con el mayor regalo que pudieron porque ni la una ni la otra sabían lo que les pasaba; y sólo les parecía que ni Geminita era Geminita, sino el ángel del amor, ni ellas sor Fulana y sor Zutana, sino otras dos mujeres a quienes un fuego súbito interior que jamás sintieran les estaba deshaciendo el corazón y turbaba la razón y los sentidos.
Al día siguiente le llamó sor Mercedes a su celda, y cerrando la puerta dijo: —Desde el primer día que nos hablaste de lo que dices te sucedía, he estado pensando cómo podía ser; y al fin, Geminita, me doy a entender, y creo que estoy persuadida, y no me hará nadie creer otra cosa, que tan hombre eras cuando viniste al convento, como agora, porque esa transformación sería un milagro muy grande, y tan jocoso como grande, y no le había de hacer Dios así por pasatiempo y juego. Pero sea lo que quiera, no te estrecharé a que me descubras el misterio de tu persona y de tu venida a esta casa, porque misterio es y no pequeño por más que lo disimules. Ni tú eres tan ignorante como te finges, ni tan sencillo como aparentas, ni te llamas Geminita, ni veo en ti sino un profundo secreto que harás bien de no revelar a nadie porque así estarás más seguro. Así como yo nada he dicho de esta sospecha a la madre superiora, porque es algo aprensiva y podría romper por donde no vendría al caso. Tu mirada, en medio de tu advertido continente y serenidad, me dice que es verdad todo lo que estoy diciendo. Pero te has cansado de vivir con nosotras y quieres irte; o has satisfecho ya tu curiosidad y tu gusto. Vete en hora buena, aunque por mí te juro que no te irías; y si me fuese posible también te seguiría. Porque vine muy engañada, y engañada vestí este hábito, y más que engañada profesé y abracé un estado que si no me hace tan infeliz como a otras, porque no tengo la imprudencia de dar coces contra el aguijón, y me conformo con el dicho del vulgo y de la resignación animosa, que dicen a lo hecho, pecho; con todo confieso que me hace vivir sin vida. En adelante empero, no sé cómo me irá, porque tu presencia y bellísima figura no se borrará de la memoria fácilmente; no, joven apreciable. ¡Y te vas! ¡Te vas ahora que te hemos conocido!, ¡y sin saber quién eres!, ¡sin saber quién es el que en una edad tan de niño tanta discreción ha tenido viviendo entre nosotras, tal desenvoltura ha ejecutado, tanto amor y encanto ha esparcido en esta casa…! Disimula y no extrañes estas lágrimas… ¡te quiero, joven amable! Sí, ¡ay!, te quiero… sólo te pido… que hables por fin… y… que me consueles…! Y diciendo esto y llorando se echó en sus brazos.
Otro día la priora, aunque con algún rodeo y menos franqueza, le vino a decir lo mismo, y también dejó correr una lágrima y se le escaparon algunos suspiros; todos más templadamente ya por su carácter, ya por su edad, pues contaba cuarenta y cinco años, cuando sor Mercedes tenía sólo treinta y uno, y aunque de espíritu levantado era más delicada y amante.
No sabían estar sin él aquellos días que indefinidamente permanecía en el convento; y él por gratitud y por afecto, porque era imposible dejar de corresponder a tantos favores, las contemplaba lo más sensiblemente que podía.