Capítulo VI

Pedro Saputo en el convento

O tomó el hábito de monja, como quieren decir algunos y cree el vulgo ignorante, que hasta han llegado a afirmar que profesó y vivió tres años en el monasterio. Todo es falso, todo inventación y donaire de hombres desatentados y burlones. ¿Y para qué? Para concluir con un cuento absurdo, infame y asqueroso que da náuseas y vergüenza. Nada de indecente, nada de negro ni de mulato pasó en aquel convento; de gracioso y amable, sí, mucho, porque no cabía otra cosa en la edad y miramiento de Pedro Saputo, ni en la amabilidad y virtud de aquellas señoras.

Admito, pues, dentro de rejas, que entonces no eran tan quisquillosas ni tan fuertes ni espesas como después se hicieron en todos los conventos como precaución necesaria contra la fragilidad humana que dentro se refugia, y diciéndoles que se llamaba Geminita, le destinaron por de pronto de ayudanta a la cocina, haciéndole sotacocinera. Duro le fue, repugnante y afrentoso; pero a dicha, de ahí a tres o cuatro días le preguntó la madre priora si sabía coser, y dijo que un poco a la moda y gusto de las gentes del siglo; y por prueba le dio a coser dos pares de calzoncillos de un reverendo exguardián que malas lenguas decían había sido y era en el día el amor más amartelado de una hermana de la priora, casada en el pueblo y ya viuda a la sazón; lo cual, como ve el lector, maldita la cosa que tocaban a la bienaventurada monja.

A poco rato conoció la priora que Geminita cosía con más primor que las más reputadas entre ellas, y mostró la labor a otras monjas, pareciendo tan bien a todas, que por acuerdo unánime o más bien por aclamación le sacaron de la cocina y declararon la doncella de labor de la comunidad, tratándole con mucho cariño, y procurando las más de ellas mostrársele muy suyas, mereciéndolo todo su modestia, su afabilidad y buena gracia.

Prendáronse de él muy especialmente dos novicias que había casi de su misma edad. La una porque de chiquita cayéndose de bruces en el fuego del hogar se volcó encima una olla de agua hirviendo y se había quemado el cuello y todo un pecho, creyeron sus padres que sería inútil para el mundo y la inclinaron desde luego a monja, dejándose ella inclinar y llevar al fin, si querer si no querer, más de decir que sí muy inocentemente a todo lo que le proponían. Y la otra, vecina y amiga suya, la siguió pocos días después sólo por hacer lo mismo; y llevaban entonces de seis a siete meses de hábito.

Estas dos muchachas, pues, le manifestaron mas cariño por ser de su misma edad, puesto que la mayor, que era la quemada, tenía dieciséis años y meses; y la otra no más de esos meses menos. Para vivir y hablarse y tratarse más libremente rogaron a la maestra de novicias que pidiese a la madre priora la gracia de dejar dormir a Geminita en el noviciado, la maestra era de suyo indulgente, y habló aquel mismo día a la priora, la cual por contentar a todas cuatro concedió con su deseo, sucediendo esto a las dos semanas cabales que él estaba en el convento.

Con el mayor cuidado iba él en todo para no descubrirse; hablaba poco y siempre con oportunidad y agudeza, pero sencillamente y como si fuese cosa natural y sin advertencia. De suerte que sólo con sus palabras y buen modo se había de meter en el corazón y en los tuétanos de todas ellas; y así sucedía, hasta abrazarlo y darle de besos jóvenes y viejas cuando le oían hablar con tanta discreción y sabiduría. Por supuesto, él se dejaba abrazar y besar, por no dar sospecha, pero no solía volver estas caricias sino rara vez. Como que se le quejaban amorosamente de su esquivez e insensibilidad. Las que más se quejaban eran las dos novicias, porque también eran las que mas cariños le hacían. Llamábanse ellas la una Juanita, y la otra Paulina. La Juanita era la del pecho quemado.

Había tenido Paulina mucho miedo a los muertos y a los duendes, y aún le duraba; como que la maestra de novicias les permitía alguna vez dormir juntas, cosa que no se usaba ni aprobaba la regla. Alargaron esta libertad luego que estuvo allí Geminita, y alguna vez dormían las tres juntas, dejando él correr siempre la ignorancia de aquellas muchachas.

Al cabo se hubo de descubrir diciéndoles un día, que estaba muy triste porque a su parecer se volvía hombre. Riéronse aquellas inocentes niñas; él insistió en que era verdad, y ellas en reírse y no hacer caso. Pero como por eso no dejaban de llamarle como antes, lo hubieron de creer, pero sin sospechar el engaño y teniéndolo solamente por un caso muy raro y casi milagroso. Porque dudar que entró mujer en el convento ni aun ocurrirles podía. Conque pasaron cerca de dos meses de esta manera con la mayor sencillez y naturalidad del mundo, y sin el menor escrúpulo ni reparo.

El mayor peligro que corrió su disfraz constantemente fue el que olvidado del papel que hacía descubriese que sabía leer, y andaba sobre esto muy advertido, no tomando nunca ningún libro en las manos por más que los veía en todas las mesas, bien que reducidos a breviarios, diurnos y devociones cristianas; y si alguna vez abría alguno lo miraba un rato y decía: esto es o…, y ésta, ele, y nombraba tres o cuatro letras, siempre las mismas, de lo que se reían mucho las novicias y las otras monjas. Y nadie se acordaba de su familia ni se trató de escribir a su pueblo.

Aún hizo otra inocentada. La organista era una coja, que fuera de esta falta y la de un diente, era bastante graciosa y la más lista y atrevida de la comunidad; pobre de su casa, y a quien admitieron por el oficio. Pasando un día Geminita por su celda entró y vio que ocultaba muy aprisa un papel sucio, y le dijo: —Perdonad sor Nazaria; pero ese papel, si está escrito yo no he de leerle, y escrito o no, ha de untar todo lo que toque según he visto. —Mas que unte, respondió la monja; le meto aquí cerca del corazón porque es de una persona a quien tengo aposentada en medio de mis entrañas; y te lo descubro porque eres discreta. Oye lo que contiene: «Dulcísima y graciosísima paloma mía: me hacen ir a predicar tres sermones, y tardaré dos siglos a volver, que dos siglos y más serán para mi enfermo corazón dos semanas que estaré sin ver tus ojos amorosos, sin oír tu voz encantadora, sin contemplar tu rostro hechicero, sin darte y recibir aquellos aspirados abrazos de ti y de mí solos entendidos. Si puedo, iré a despedirme; pero por si acaso escríbeme esta tarde, y aplica al papel una docena de besos como yo los doy a éste para que tú los recojas. ¡Prenda mía! ¡Dueño mío! Tu imagen, que siempre tengo presente, será mi ídolo en esta ausencia, así como tú, ausente y presente, eres mi vida y mi alma. Tuyo N.» —Tierno y enamorado está el sujeto, dijo Geminita; pero su papel merecía otro cuidado, que no dirán sino que habéis limpiado con él la lámpara o envuelto una morcilla asada. —Es, dijo la monja, que me lo ha enviado dentro de un pichón cocido y relleno. También yo le mando los míos en dulces, en bizcochos, en lo que puedo. —Y, ¿qué sacáis, decidme, le preguntó, de esos amores no pudiendo ver sino de lejos y siempre reja en medio, ni trataros sino por escrito? ¿Qué gusto pueden tener unos besos que vienen envueltos con todo un pichón guisado, oliendo a especias y tan pringosos? —No lo entiendes, respondió la monja; si no fuera esto nos moriríamos todas de bostezos y encharcamiento. Porque has de saber que fuera de algunas de gusto muy soberbio, como la priora y sor Mercedes, todas tenemos cada una su cada uno, y tratamos cuál con un fraile, cuál con un beneficiado, cuál con otro que se le previene, y así, hija mía, tenemos ocupado el corazón y entretenido el pensamiento. Y si esos hombres pudieran entrar… Y no es difícil, porque ya yo sé cómo y por dónde; pero el mío es fraile y se sabría, que si no… Pues, como decía, si pudiesen entrar, todas nos perderíamos, porque todo iría a barrisco. Nuestro amor es más violento que fuera en la libertad del siglo. Yo me acuerdo que quise bien a un joven antes de venir, porque vine ya de veinte años y hace nueve que estoy, y aquel amor en ninguna desesperación me ponía, como éste me pone a veces, y como yo conozco que les sucede a otras con los suyos. Porque aquí lo que es al exterior, mucha humildad y mansedumbre, mucha paz y tranquilidad; pero interiormente y a solas son las batallas y furores, y el arder de las entrañas, y el consumirse el fuego, y el estallido y rumor de las llamas que envuelven y abrasan todo. Aun la madre priora ha tenido sus quebraderos de cabeza, y quizá los tiene en el día, pero lo disimula mucho o por la edad no siente ya con braveza. Y sor Mercedes, si no los tiene, es porque dice que el que ha de gustalle y merecer su amor ha de ser muy superlativo, y después muy prudente para saber sufrir y callar, y no andar haciendo el enamorado y el suspiroso, y menos diciendo niñerías trasminándose por todas las junturas. Cada una tenemos nuestro gusto y nuestras aprensiones.

—Yo creía, dijo Pedro Saputo haciendo el simple, que las monjas eran todas santas. —Y lo somos, respondió ella; pero hechizas y de botarga: de las verdaderas pasó ya el tiempo. Mira: dicen que el mundo, el demonio y la carne son los enemigos del alma; pues yo te aseguro que en ninguna parte se la llevan tan de calle como en los claustros. Es cierto que el mundo no se nos ofrece por plazas y palacios, no nos deslumbra con su pompa y vanas apariencias; ni se parece en el estado y vida que seguimos; pero viene a nuestras rejas y se nos entra por ellas con todas sus inmundicias, y nos mancha aún más que a los mismos que le componen. Aquí se pregunta y averigua cuanto pasa en el lugar, y lo que gastan aquél y aquélla, y de dónde y cómo; y lo que habla y trata y se descuida la doncella, y lo que engaña la casada, y se desenfada la viuda; sabiendo por días y aun por horas la vida del clérigo, del facultativo, del caballero, del villano, de todos en una palabra, grandes, medianos, y chicos; y lo pensamos, y lo revolvemos y murmuramos, y ya la envidia, ya el juicio temerario, ya la más refinada malicia nos consume, nos contenta y da venganza. Pues entre nosotras (y aquí entra el demonio), palomitas sin hiel, tórtolas arrulladoras de la soledad, ¡ay, qué tela, dijo el sastre!; ¡ay, qué inocente, dijo el novio!; todo es motejarnos, criticarnos, calumniarnos, desollarnos; todo soberbia, pasiones, chismes, odio, bandos, riñas, celos, despiques, envidias, reconcomios; y a vueltas de esta ficción e hipocresía, llamando al mundo perdido y relajado, y haciendo que damos gracias a Dios por habernos librado de sus peligros.

—El demonio de la vanidad, que si otra cosa no topase pegará a una verruga, nos tiene más rendidas y esclavillas que a las mujeres más tontas y profanas del siglo. Nunca nos llaman al locutorio, que no nos pasemos revistas y demos tres manos en el espejo, para que el velo caiga así, vuele asá, juegue de esta manera, descanse de la otra; y que la toca, y la correa y la cadena y el escapulario digan algo al que nos mira, como si por mucho que nos atildemos podemos dejar de ser mujeres visiones y bellezas de carnerario, ni más ni menos que los frailes dejar de heder a sobaquina.

—Pues en cuanto a la carne, ya te he dicho lo que nos sucede, porque tan mal inclinada está aquí, y alguna vez tan avezada, como allí fuera, y siempre más irritada, o al menos más fácil y rebelde, bien que menos libre y satisfecha. Mas yo, Geminita, miro todas estas cosas como oreo de abanico y te digo y aseguro que si diez veces naciera, diez veces me pondría a monja, dado que fuese para pasar aquí el infierno y allá el purgatorio; o al revés, y me salían las hogazas hostias. No saben, no, las gentes del mundo lo que pasa en los claustros, ni lo podrían entender sin vello ni esperimentallo. ¡Oh, qué diferente lo juzgan y lo creen todos, como lo creía yo misma, que me imaginaba aquí la inocencia y la vida del paraíso!

—Muy engañada, pues, vivía yo, respondió Pedro Saputo; y aunque en los días que hace que estoy he visto algo, pero no tanto como todo eso. —Porque sois muy niña y no tenéis malicia, dijo la coja; creced, creced, creced, mudad ese hábito en el nuestro, haced la cruz y nudo gordiano de los votos, y entonces veréis y me lo diréis si queréis decir la verdad. Mira, pues, qué punto éste de la verdad. Aquí, Geminita, se miente más que en una feria, más que en la tienda de un mercader sin conciencia; y la que trata verdad, segura tiene encima la burla y el desprecio de todas. Y cuidado de fiarte de alguna, porque no se sabe lo que es la lealtad, y de la caridad sólo se conoce el nombre.

—Con todo, replicó Pedro Saputo, a mi parecer habéis ponderado un poco muchos defectos harto ligeros, levantando montes en el llano. Yo no los miro con vidrios de aumento ni del color de las pasiones; y veo caridad, indulgencia y buen espíritu, y no encuentro esa discordia del infierno que todo según decís lo lleva a punta de lengua y dardo de víbora. Porque, ¿qué son algunos desvíos, alguna contienda, algunas contradiccioncillas? Entre hermanos se ven, y aun entre padre e hijos, y no por eso dejan de ser lo que son, y luego se les olvida y vuelven a tratarse y confiarse como si nada hubiera pasado.

—Mas dejando todo esto, si os parece, ¿no queríades enseñarme a leer y tocar el órgano? —Si la madre priora quiere y te deja, respondió la monja, por mí con mucho gusto. Pídele la gracia; sí, sí, pídesela y seremos buenas amigas. Con efecto, habló a la priora y le otorgó la gracia, discurriendo que si a la muchacha la podían sacar un poco letrada y organista, se quedara de segunda y la profesarían de monja de obediencia. Y dio principio a su estudio aprendiendo la paleta de la Jesús y tecleando continuamente en un instrumento que tenía la coja en su celda. Quiso ésta enseñarle también la solfa, y él dijo que lo que importaba eran las letras y las teclas, que eso vendría más adelante; y en ocho días hizo que aprendía y conocía todas las letras de la primera línea de la paleta hasta la H, de que estaba muy vana la coja. Y unos ratos cosiendo, otros tecleando, y sirviendo también a la priora y a alguna otra monja de las de copete, y traveseando algún rato con las novicias, se daba muy buena vida.