Aventuras de Barbastro
LEGÓ a la ciudad cerca de las once de la noche; y oyendo una rondalla fue para allá y se agregó a la turba. Pasada una calle se prepararon a cantar delante de una casa a una muchacha que por el nombre que repetían en las letras se llamaba Lorenza. Vio Pedro Saputo que uno de los de la ronda mientras los otros cantaban se acercó y encaramó a una reja no muy alta, hizo st!, tres veces, y se entreabrió la ventana. Púsose a escuchar disimuladamente, y oyó que el mozo decía: —Mirad, Lorenza, que no lloréis, pues otra vez te juro que no ha sido más que un raspazo con algo de sangre. Ya se ve, ha puesto el pie en la maldita piedra que era como una bola redonda y ha dado con la cabeza en la pared de la iglesia. El Gafed y Resuello han ido con él, y a mí me han encargado que te lo dijese. Conque luego le tendrás aquí. No te acuestes. Adiós. Y se bajó. Fuese la ronda, y Pedro Saputo por divertirse y pasar el tiempo, que no sabía qué hacerse aquella noche, se ciñó un lienzo a la cabeza y volvió de ahí un rato a la reja, hizo la seña, abrieron la ventana, se encaramó y la moza al verle: ¡ay, Conched Mío!, dijo muy alborozada; ya pensaba que no te vería. ¿Conque no es cosa de cuidado? Y diciendo esto tomaba las manos y se las apretaba. Él le dijo: un poco me duele la cabeza, pero por verte… Es decir, que esta noche, dijo ella con sentimiento, ya no entrarás por el corral. —No, respondió él; y harto me pesa. —Paciencia, contestó ella dando un suspiro, y van cuatro noches. Cómo ha de ser; ya nos desquitaremos. Agora vete a casa, no te dañe el frío de la noche; toma este pastel de magras y este pastel de longaniza. Adiós, querido; vete, y mañana no salgas de casa. —No saldré, dijo él; adiós, alma mía. Y se bajó de la reja y se apartó con el viento, no fuese que la trampa llevase allí a Conched más pronto de lo que era menester y aconteciese una barbarie.
Y vínole bien el agasajo, porque más al caso le hacían las magras y la longaniza que los suspiros y las caricias de la moza; como que en todo el día no había comido más de un par de huevos que tomó en un molino; y comiendo y cenando a un tiempo se andaba de calle en calle. Vino al fin a parar al río, y dijo: todo me va bien. Ahora que tenía sed con este gustillo de las magras, que aunque tiernas y regaladas están un tantillo sabrosas, cata que me encuentro en el río. Pero no podía bajar al agua, y viendo un puente se metió por él y al otro lado un chorro perenne de agua. Esto es una fuente, dijo: y acercándose y bajando con mucho tiento unas gradas, porque no se veía más que una bolsa de avaro, llegó al chorro que oía y bebió muy a su sabor. Sentóse en una grada, dio cabo de las magras y se tomó con la longaniza; volvió a beber, se tornó a dormir y comiendo los últimos bocados se quedó dormido.
Antes del día y con el día, porque la gente de Barbastro es hacendosa, bullía por las calles y por encima y a espalda de la fuente, y Pedro Saputo no despertaba; hasta que llegó una muchacha por agua. Él, un poco sobresaltado, pero disimulando, le preguntó si conocía algún maestro sastre que le pudiera tomar para mancebo; y respondió la moza: —En nuestra casa ha de coser hoy el nuestro, que por eso he yo madrugado un poco más de lo ordinario. Si queréis venir, allí podréis hablalle. Aceptó Pedro Saputo y siguió a su graciosa guía.
Llegaron a la casa, que estaba en el barrio, y dicho al padre y a la madre lo que había pasado, y añadiendo Saputo lo que le pareció mentir, y satisfaciendo a las preguntas impertinentes, aunque sencillas que le hicieron, les mandó el sastre un recado diciendo que perdonasen, que por aquel día no podía ir, porque su mujer tenía flujo. —No importa, dijo él; yo cortaré y coseré los vestidos. Y cuanto antes mejor, señoras huéspedas mías; venga esa tela o paño o lo que sea, y sepa yo a quién he de tomar la medida. Lo que me falta son tijeras y las demás herramientas del oficio; pero las supliré con lo que haya en casa; porque en este mundo sólo hay dos cosas que no se pueden suplir, que son, el pan, y la buena mujer. Hizo después sentar a su lado a la muchacha para enseñarla, con que el padre se fue muy pagado y a la madre se le ablandaba el corazón de gusto. Y pasóse el día sin novedad que digna de contar sea, más de que él conoció que la muchacha se le aficionaba clara y determinadamente, y él sin saber por qué, gustaba también de tenerla cerca y mirarla; que aunque labradora, tenía mucha gracia en todo y hablaba y sentía con gran amabilidad. Pues fea, pudiéralo ser su madre, que ella no era sino muy linda, y una rosa del amor al abrir el capullo.
Anochecido casi o entre sol y candil, hora en que los tales jornaleros se suelen tomar un rato de asueto para vaciar la vejiga de lo que contiene y el vientre de flatos, díjoles que con su buena licencia se saldría un poco a la calle a orearse. Y se salió, pero con ánimo y propósito de no volver, porque no podía sosegar en la quietud del oficio que todavía le parecía poco disfraz, sobresaltándose todo el día cuando oía llamar, no fuesen los corchetes que iban a prenderle.
Dando vueltas por las calles un famoso entierro que se encaminaba a la catedral, y con la gente le siguió y se metió en la iglesia. Tocaron muchas sinfonías al muerto, que era una doncella de hasta dieciocho o veinte años de edad, hija de una casa principal, llena de dijes muy preciosos y un vestido de mucha riqueza, con un velo suelto galoneado de oro, y en la cabeza una diadema de valor muy subido según brillaban las piedras. Duraron bien hasta las diez las sinfonías y el canto, y luego cesaron y metieron la muerta en una capilla, la rodearon de luces y se fue todo el mundo, menos Pedro Saputo, que dijo entre sí: ¿Yo adónde he de ir? Aquí podré pasar la noche, y no hay cuidado que me busquen los frailes; mañana amanecerá Dios y veremos lo que conviene hacer. Y diciendo esto se acomodó en un arca o banco de otra capilla enfrente de la muerta, encomendó a Dios su cuerpo y alma, y se dispuso a dormir si el sueño no le hiciese novillos, pues le sentía venir aprisa.
Durmióse pronto con efecto, que tenía necesidad desde la noche pasada; pero sin duda el sueño era tan ligero como dura la tabla en que descansaba, pues oyó a deshora un rechino que le hizo levantar la cabeza. Era el ronquido de una puerta. Y luego vio entrar (porque la luz y resplandor de las hachas que ardían en honor de la difunta llenaba la iglesia) dos hombres y dirigirse a la capilla de la depositada. Llegan, y el uno de ellos, que era un mozo de unos veinticuatro a veintiséis años de edad, principia a despojarla de sus dijes y diadema, y al mismo tiempo le iba poniendo otros que él traía muy parecidos a aquéllos. De que infirió que los de la muerta eran finos y los que le ponían falsos y de sola vista. Concluyéronla de despojar, y dando el joven al otro un bolsillo le dijo: hasta aquí a partir, lo demás es sólo mío: ahí tienes los treinta escudos del pacto y vete a la sacristía. Fuese en efecto, y el mozo se llegó a la muerta y la abrazó y dio muchos besos, y parecía ir más allá, cuando Pedro Saputo no pudiéndolo sufrir, y escandalizado, tomó del altar de su capilla un candelero mediano de bronce y embistiéndole con toda su fuerza acertó al mozo en el hombro y en el pecho, de que cayó en el suelo dando un grito espantoso. Acudió el sacristán o ayudante, violo desmayado, se asusta, corre a por agua, se la echa al rostro, vuelve el mozo en sí, le levanta, y sin color y cerrando los ojos de horror y tan muerto como la difunta se lo llevaba el otro medio andando medio arrastrando; cuando tomando Pedro Saputo otro candelero y haciendo antes caracol con las manos y vuelto contra la madera del altar, dio un rugido tan bravo que pareció que caían las columnas de la iglesia atronándose toda y amenazando sus altas bóvedas; y luego disparando el candelero con todo su brío, dio al sacristán en la espalda y le hizo caer en tierra con el mozo que ya casi expiraba. Faltóle también a él el ánimo entonces, y parecía que los dos iban a quedar allí muertos de horror y susto. No hablaban empero; y después de esforzarse mucho rato y de sacar entre bascas y mortales congojas trasudores fríos una respiración agonizante, pudieron llegar a la puerta por donde entraron, y la cerraron, y se oyeron luego otras más interiores. Y todo sosegado y vuelto a quedar en un silencio majestuoso y solemne, se envolvió Pedro Saputo con los manteles del altar de su capilla, por si alguien le pudiese ver, fuese como fuese, y pasó a la de la depositada. Miróle al rostro, y parecía con su serenidad y apacibilidad que le daba las gracias de tan buen oficio y defensa como le debía. Y pisando con los pies alguna cosa, vio que eran las prendas que habían quitado a la muerta. Recogiólas todas, y poniéndolas con gran respeto en el pecho y componiendo muy bien el velo y el vestido, le puso en las manos un papelcito doblado que decía, escribiéndolo con lápiz que traía consigo:
«Esta noche entre las doce y la una dos hombres infames y descomulgados han cambiado los dijes y adornos de esta doncella y se llevaban los que traía puestos. Pasar querían a ultrajalla; mas otro muerto que invisiblemente la guardaba hala defendido del ultraje y profanación que iba a padecer, y recogido las prendas robadas. Si se quiere saber quiénes son los desalmados que tan gran maldad acometieron, véase quién de los sirvientes de esta iglesia está gravemente contuso de la espalda, y él es uno de ellos y sabe del otro». Hecho esto y al retirarse vio una cosa blanca en el suelo, alzóla y se halló que era el bolsillo de los treinta escudos que el perdido del joven había dado al sacristán y se había éste dejado caer sin cuidar de recogerle. Míos son, dijo; porque aunque los haga vocear al pregonero, seguro es que no vendrá su dueño a pedillos. Y con esto se retiró a su capilla, volviendo los candeleros a su lugar, y se recostó en el arca.
Mas de la escena que había visto le comenzó a nacer en el ánimo tan grande horror, que se le levantaron los pelos de la cabeza, y se le iba la fuerza de los miembros y la vida del corazón. Al fin, pensado en la obra tan caritativa, y tan heroica y santa que había hecho se fue sosegando y aguardó el día.
Púsose luego a pensar en su estado, y después de verse mil veces en poder de los alguaciles de Huesca y de escapárseles otras tantas por casualidad, y a malas penas, todo en su imaginación, determinó hacer la más atrevida y graciosa travesura que hombre jamás ha imaginado, como se verá en el capítulo siguiente.