Capítulo III

Aventuras del camino de Barbastro

O iba por el camino real o trillado temiendo que el fraile hubiese muerto y le siguiesen, sino por sendas y campos a la husma del miedo que le guiaba; y dio con un labrador que ayudado de dos mozos hijos suyos estaba haciendo unos hoyos como fuesas y le preguntó para qué los hacían. Respondiéronle que para plantar una viña, y que en cada hoyo ponían dos sarmientos. Miró él un rato y dijo: —Buenos labradores, ¿no sería mejor en vez de esos hoyos abrir una zanja tan larga como la tira de la viña, y las haríades con más facilidad, y después de oreada y soleada poníades vuestros sarmientos atravesados y los enterrábades con la tierra ya curada que sacastes primero? Y dijo el más mozo de los hijos: —Yo creo, padre, que este muchacho tiene razón. Mas el padre contestó: —Ni tú ni él la tenéis; así me enseñó vuestro abuelo a plantar la viña, y así os enseño yo a vosotros. —Y ¿no dais otra razón, buen hombre?, le dijo Pedro Saputo. ¿Conque moro mi padre y moro he de morir yo? Pues en verdad que si nunca hiciéramos sino lo que hicieron nuestros padres y lo hicieron ya los antiguos, siempre el mundo estuviera en el primer día, y todas las cosas en la primera rudeza. Y decidme, ¿cuándo dará fruto esotra viña vuestra? —Ésa, respondió el labrador, se plantó el año pasado y aún tardará a dar fruto, porque agora crece y se arraiga, después se poda raso o degüella, para quitarle la pujanza inútil, y luego torna a echar y son ya los sarmientos que han de formar la cepa; y al cuarto año de plantada hace el primer fruto. Miró Pedro Saputo la viña inmediata, miró otras y volvió al labrador y le dijo: —Yo creo que ese dejar brotar libremente a la vid ha de quitalle fuerzas de su arraigo, y que sería mejor podalla según arte el primer año, o al menos limpialla muy bien, y podalla el segundo, con que debería dar ya algunos racimos. Porque… —No hay porqué ni por cuándo, le atajó diciendo el labrador; sois un rapaz que aún hedéis a la leche del ama, ¿y os venís dándome lecciones y queriendo persuadir modas nuevas? Andad, hi-de-puta, y seguid vuestro camino, si es que sabéis a dó ís, que por cierto no os he llamado. —Me voy, sí, me voy, respondió Pedro Saputo, porque así me cumple; pero dígoos, hombre falso, y romperé cien lanzas sobre ello, que la viña que no da fruto y bueno, aunque no muy abundante el segundo año, o no nació para viña o es hija de burro. —¿Lo habéis oído el insolente?, dijo el labrador a sus hijos; y los mozos arremetieron contra él levantando sus azadas. Él iba ya a probar otra vez la certeza de su brazo con un par de piedras contra los mozos, cuando, acordándose del fraile, quiso más bien remitirlo de pronto a los pies; mas hizo alto luego y revolvió contra el primero que venía, y tomándole de lado esquivó el golpe de la azada y le saltó encima y lo derribó en tierra, mientras llegó el otro e hizo con él lo mismo. Bregaban por levantarse, y él los zarandeaba como ratón al gato, hasta que por concluir dio un puño al mayor en el hombro y le tulló un brazo, y al menor de una coz le aplastó las narices haciéndole saltar un río de sangre; y dijo al padre que venía contra él muy furioso: —Veo canas en vuestra cabeza y no quiero poner las manos en vos, alma de corcho, que si no tenéis más dicha en otras cosas que en parir hijos valientes, catad qué gesto ponen. Bien cuitado habéis de ser en toda vuestra suerte. Limpiad los mocos a ese mozo que le ensucia la cara y la camisa, y a ese otro brizmadle si sabéis, que bien lo ha de menester, y dad memorias de mi parte al albéitar del lugar. Y con esto los dejó y pasó adelante.

Atravesando llanos, y bajando y subiendo barrancos profundísimos, pasando ríos y no tocando ningún pueblo, porque se desviaba de todos, vino la noche y no sabía dónde se encontraba, más de que con grande afán y perdido el tino en dos o tres horas de noche y fatiga, dio con un montecillo coronado de un edificio, que le vio mirando contra el cielo por ser mucha la oscuridad; y a su mano derecha a lo lejos oía algunas campanas. Este cabezo y este edificio, dijo, bien podría ser la ermita famosa de Nuestra Señora del Pueyo, y esas campanas que oigo serían de la ciudad de Barbastro. Y así era la verdad. Y haciendo alto y mirando a la ermita decía: ahí debe de haber por lo menos un capellán con su casera; pero es hora sospechosa, y primero responderán los muertos de los cementerios y se levantarán al juicio de Dios, que respondan esos solitarios ahora y me abran la puerta. La ciudad, según el eco de las campanas, no puede estar muy lejos y veo una faja blanca que debe ser el camino. Dormid en paz, guardadores del santuario; no quiero turbar vuestro descanso ni daros un susto sin provecho. Y diciendo así tomó el camino de la ciudad.

A pocos pasos y entre una grande espesura de árboles que del todo hacían oscuro el sitio de un lado a otro del camino, oyó murmurar, y luego topó con un hombre que le preguntó sobresaltado: —¿Quién va?, ¿sois cosa de este mundo o del otro? —De éste y del otro, respondió Pedro Saputo; y vos, ¿quién sois? —Yo, dijo el hombre con voz trémula, soy un penitente, y todas las noches salgo de la ciudad a las nueve, y a pies descalzos y rezando el rosario vengo a la ermita, rezo a la puerta de rodillas siete credos y tres salves, y me vuelvo a casa. De nueve días me faltan tres, sin hoy porque es el sexto. —¿Y qué pecado habéis cometido, le preguntó Pedro Saputo, para hacer tan extraña penitencia? Y respondió el hombre: —Un domingo que fue mucha gente al Pueyo me anduve yo un rato por esas caídas del monte con algunas mozas y seduje a una de ellas. —Pues, amigo, dijo Pedro Saputo, si todos los que seducen doncellas en los santuarios o van a ellos a gozar sus amores, según tengo oído y predican por ahí los frailes, hubiesen de hacer la penitencia que vos, paréceme a mí que todas las ermitas del mundo habían de ser más visitadas de noche que de día. —Es que yo, dijo el penitente, le di palabra, y agora ha salido de cinco y no quiero casarme con ella sino con otra. —¡Hola!, dijo Pedro Saputo; ésa ya es más apostema. Pero habéis de entender, mozo engañado, que con vuestra penitencia no satisfacéis a la moza, porque ella creyendo en la palabra que le distes se entregó a tu voluntad, y la habéis burlado. La deuda de vuestra palabra siempre está viva; aquella deuda siempre es la misma; el derecho es de ella y sólo de ella, y si no cede, vuestra persona toda no es vuestra sino suya. ¿Qué hacéis con vuestros paseos nocturnos en la ermita, y con vuestros credos y salves? Aunque viniérades toda vuestra vida, cuanto más nueve noches, no enmendaríades la mala obra que le hicisteis ni le volveréis la honra que le habéis quitado, ni redimiríades la obligación que tenéis con ella. No vais bien, mozo, no vais bien; y el confesor que os ha impuesto esa penitencia es un ignorante que os lleva a la perdición con ese engaño que queréis hacer a Dios y habéis hecho al mundo y a la muchacha. Yo os lo digo y creedme: si queréis vivir en paz de vuestra alma, y no ser desgraciado en este mundo y condenado en el otro, cumplid primero la penitencia, ya que os la han impuesto, y después la palabra a aquella simple inocente moza. Demás que yo sé que ella os quiere, y con todo porque la engañaste, cada día pide a Dios que os castigue. ¡Y os castigará!… ¡Y ahora mismo! ¡Aquí mismo por mi mano!… si no os arrepentís inmediatamente y vais mañana a pedille perdón y ofrecelle vuestra mano. ¿Lo entendéis?… Dijo estas palabras con gran fuerza y severidad; y el mozo estaba ya tan bascoso, que al oírlas cayó en tierra de rodillas y dijo temblando y llorando: —Lo haré, señor ángel, lo haré; ¡no me matéis!, ¡no me matéis, por Dios! —¡Sí que lo haré! —¡Ay, Señor!, ¡dejadme ir a pedir perdón a la Virgen Santísima!… —Id en hora buena, dijo Pedro Saputo con la misma severidad; pero tened entendido que si no cumplís, si mañana mismo no vais a casa de la moza, y quedáis conforme, os quitaré la vida de repente con una espada invisible que traigo conmigo. Porque, ¡villano! —¡Señor, señor!, gritó el mozo medio muerto. —Andad, malaventurado; seguid vuestro camino, y mañana nos veremos aquí o en otra parte. Y diciendo esto le tomó del brazo y de una sacudida le levantó y echó camino adelante con tal furia, que al infeliz le pareció que el remate sería abrírsele la tierra a los pies y caer en el más profundo abismo del infierno. Anduvo diez o doce pasos cayendo y no cayendo y exclamando: —Virgen Santísima, ¡perdón!, ¡perdón!, y muriéndose de horror y de miedo de que de vuelo se le llevasen los demonios. La oscuridad los separó en tanto, y llegando el mozo a la puerta de la capilla hizo muchos actos de contrición y estuvo dos horas allí con la boca seca pidiendo misericordia a Dios y a María Santísima. Y al día siguiente por la mañana fue a ver a la de los cinco, le dijo que ya quería casarse con ella, y con efecto llevó adelante el negocio con tanta actividad que antes del mes estaban casados, y muy contento él de poder ir al cielo con una mujer que bien mirada valía tanto como la otra, fuera de haberla conocido, que no da o quita poco.