De lo que le sucedió en Huesca
FANO, alegre, altivo, confiado y tan ligero de pies y de cuerpo caminaba nuestro hombre aventurero en demanda de nuevos confines y nuevas tierras, hombres, opiniones y costumbres, que no estampaba la huella en el polvo del camino, como si fuese por el aire o volase con su pensamiento. El sol de las siete de la mañana, a mediados del mes de marzo, purísima la atmósfera, claro el horizonte, quieto el viento y placentero el día, alegraba la húmeda tierra que vivificada ya de su calor amigo y apuntando la primavera, le hubiese ofrecido la naturaleza renovando su vida en la estación más apacible del año, si la campiña que atravesaba, desnuda, inamena y triste, presentara a un lado y otro a la vista más de algunas verdes llanadas de campos de trigo, y al frente la oscura sierra de Gratal formando falda a los lejanos y aún blancos Pirineos que parece reciban la bóveda del cielo para dejarla caer a la otra parte, que ya sabía era el reino de Francia. Llegado de un vuelo a las Canteras, vido abajo contrapuesta y comenzando desde el mismo valle la negra agorera selva de Pebredo extendiéndose en un dilatado término con sus carrascas del diluvio y habitada todavía de las primeras fieras que la poblaron. Atravesóla insensiblemente, descubrió los famosos llanos de Alcoraz, llegó a San Jorge, y dijo: Ya estoy en Huesca. Y no había dado aún la hora de las nueve.
Mucho antes se hallaba ya su pobre madre en casa de la madrina, a quien fue a decir con gran congoja: —¡Ya se ha ido! De que hicieron las dos un largo llanto, acompañándolas también la niña Rosa por imitación y algún sentimiento que a su modo alcanzaba, pues en fin tenía ya doce años, no era estúpida y quería mucho a su hermanito Pedro.
Él, entretanto, estaba ya en las avenidas de la ciudad, a donde topó con un fraile motilón del Carmen calzado, y trabando conversación con él, entendió que en su convento se trataba de pintar la capilla de la Virgen; pero que el maestro Artigas era muy judío, que les pedía quinientas libras y ellos le daban trescientas y cincuenta y no quería. —Yo, pues, respondió Pedro Saputo, veré esa capilla, y puede ser que busque un pintor para ella. —Si es de Zaragoza, dijo el motilón, excusada es la diligencia, porque si los pintamonas de Huesca piden tanto, ¿qué será los famosos pintores de Zaragoza? Y en esto llegaron a la ciudad y se encaminaron juntos al convento.
Vio Pedro Saputo la capilla, y subió a la celda del prior y le dijo que si el maestro Artigas no había de tener queja, él buscaría un pintor que acaso rebajaría algo de lo que aquél pedía. Respondió el prior que el maestro Artigas no podía hacer más que reseñar, porque esto de todos modos lo haría; pero que no tendría razón para quejarse, porque ya después de él habían tratado con otro pintor y tampoco no se habían ajustado. Que podía decir quién era el pintor que proponía: —Yo, respondió Pedro Saputo. —¿Vos, sí, vos habéis de decir quién es? —No digo eso, sino que soy yo el pintor que ha de pintar la capilla. —¡Vos! —Yo, sí, padre prior; yo mismo. —Hacedme la gracia, dijo entonces el prior con desdén, de ir a la Cruz de San Martín a comprar un boliche y andaros a jugar por esas calles, o recogiendo piedras y guijarros en vuestro herreruelo ir a apedrear los perros por las esquinas y plazas. —Pues en verdad, padre reverendo, contestó Pedro Saputo, que aunque os enojéis he de deciros que vuestras palabras desdicen de vuestra gravedad. ¿En qué libro habéis topado, en qué autor leído, en qué sabio oído en vuestra vida, que no hubo jamás en el mundo hombre de mi edad que pintar no pudiese una capilla de frailes? Si hubiérades preguntado cómo me llamo, si ya supiérades quién soy, si os hubiésedes informado qué tengo o no tengo hecho en mi arte, entonces pudiérades hablar como os viniese en talante, y tales menosprecios, juro por las órdenes que tenéis, que no los pudiera esperar de cualquiera otro hombre más prudente. Así que, podéis encomendar y dar vuestra obra a quien quisiéredes, que a lo que veo no somos hechos para en uno. Quedaos con Dios y con la vuestra capilla, que a mí no me cumple tratar con hombres de tan mala razón y conveniencia. Y diciendo y haciendo, volvió la espalda al prior y tomaba la puerta. Mas el prior, que en sus palabras había echado de ver su mucha discreción y prudencia, le llamó y salió a detenerle, y entrando otra vez con él le dijo con voz más atenta que no extrañase le hubiese hablado de aquella manera, puesto que los muchachos de su edad más solían ser a propósito para andar en tales entretenimientos, que en obras de tanta empresa y capacidad. Pero que si tenía confianza de salir bien de ellas, se sirviese decir quién era y tratarían. Porque el fraile había ya sospechado quién fuese, teniendo de él noticia por la fama de su nombre. Entonces respondió el mozo: —Yo me llamo Pedro Saputo; soy… —Basta, basta, basta, hijo mío, dijo con grande exclamación el prior al oír su nombre. Y levantándose le abrazó con mucha voluntad, y le hizo sentar a su lado, y por fin le dijo: —Mirad, Pedro Saputo; ya que Dios ha sido servido de traeros a esta santa casa, yo lo haré de modo con vos que no os pese de haber venido. Por de contado os marco por vuestra una celda bien arreada de todo buen servicio; os señalo asiento en el refectorio con los padres más graves; y os daré las quinientas libras jaquesas que pedía el maestro Artigas. Yo sé que habéis pintado la ermita de la Corona en vuestro lugar, y últimamente dos salas; y personas inteligentes que os han visto me han certificado que habéis derramado en ellas más primores, que ha pintado en su vida el adocenado del maestro Artigas. Y si no me importunaran por él algunos frailes y dos caballeros de la ciudad que le favorecen, ya os quería escribir que viniésedes a hacer nuestra obra. Haréisla, por fin, e yo me complazco. A vos el arte de la pintura, este arte divina que entienden pocos y alcanzan más pocos todavía, os lo ha enseñado la misma naturaleza, y por esto, hijo mío, sois tan aventajado. No os pido más sino que no engriáis, porque tanto más humildes debemos ser cuanto mayores y más excelentes son los dones que recibimos de Dios nuestro Señor, y las mercedes que su gran misericordia y bondad infinita nos hace de pura gracia. No olvidéis que humilla a los soberbios, a los vanos y arrogantes, y exalta a los humildes. Una enfermedad puede quitaros el juicio, una caída estropearos y dejaros inútil para vuestro arte y para toda obra de provecho, y dándoos larga vida obligaros a mendigar de puerta en puerta el sustento, siendo muy infeliz y despreciado, en vez de la gloria y de las riquezas que podéis esperar alcanzar con vuestra mucha habilidad y talento; habilidad y talento que yo del modo que puedo bendigo, y con el corazón puesto en aquel abismo de bondad y omnipotencia del Señor, le ruego encamine a su mayor honra y gloria, así como al provecho tuyo y descanso de las personas a quien tengas obligación y correspondencia. Ahora iréis a descansar hasta la hora de comer, y luego os iréis aviando para vuestra obra.
Entró en esto un Lector, hombre de aquellos que sin llamarlos van a todas partes y se arriman a todos y aplican el oído a todos los agujeros, y lo quieren todo saber y mangonear, que se bullen del aire, y aún del olfato y de su misma movilidad, el cual habiendo oído algo del sujeto que estaba en la celda del prior, se metió por farol y compadre. Preguntó entonces Pedro Saputo qué era lo que había de pintar en la capilla para ir formando la idea (dijo), revolvella y perfeccionalla. Tomando la palabra el Lector respondió y dijo (saliéndose el prior de la celda a dar orden que preparasen la que destinaba a Pedro Saputo): —Ya sé yo lo que quiere el padre prior. Mirad: habéis de pintar lo primero el infierno, y en boca o entrada a la parte de afuera a Nuestra Señora del Carmen desviando del boquerón unos cuantos devotos que van a parar allí, aguardándolos muchos diablos, y con la mano de su Majestad de María Santísima les señalará otro camino, que será el del purgatorio, y ellos le tomarán muy contentos. Después habéis de pintar el purgatorio y a Nuestra Señora del Carmen sacando de él a todos sus devotos con el escapulario. Después habéis de pintar el cielo, y a la misma Señora muy gloriosa rodeada de infinitos devotos suyos; y más alto que todos y más cerca de su torno a N. P. S. Elías con muchos de muchísimos frailes a su sombra. Y luego, por las esquinas o donde os parezca pintad cualquier docena de milagros, los más inauditos que pudierais imaginar. —Pero esos milagros, dijo Pedro Saputo, habreísmelos de referir, o mostrarme el libro donde constan, porque yo no sé ninguno. —Tampoco yo no sé ninguno en particular, respondió el Lector, no hay libro de ellos que yo sepa, aunque he oído que se está escribiendo. Por eso he dicho que los habéis de imaginar vos mismo. —¿Y han de ser muchos?, respondió Saputo. —En esa materia, dijo el Lector, habéis de tener entendido que nunca podréis pecar por carta de más; cuantos más fueren y más estupendos, más alabanza redundará al pintor y más crédito a la orden carmelitana. —Pues a fe, dijo Pedro Saputo, que no quedéis descontentos la comunidad ni la orden, porque voy a pintaros allí tales milagros, que no entre hombre con vista en la capilla, que no se espante. —Pues eso necesitamos y no otra cosa, concluyó el Lector, porque así se inflama la caridad de los fieles y carga el pueblo al convento.
Un poco sospechosa le pareció a Pedro Saputo la religión, o más bien la filosofía del Lector; pero como nada iba sobre su conciencia, hizo su cuenta y la echó de liberal y mano llena diciendo, su alma en su palma. Y al día siguiente comenzó a preparar las paredes de la capilla y a arrearse de brochas, pinceles y colores.
Pintó una semana, y el prior y todos los frailes no se hartaban de mirar la pintura, de alabar al pintor discípulo de la naturaleza, como le llamaban. También del pueblo iban a verle muchos curiosos (nunca el maestro Artigas), distinguiéndose por cotidianos y aficionados —¿quién lo diría?— un canónigo y un peinero, de los cuales, decía Pedro Saputo, que el uno entendía algo porque había visto mucho, y que si el otro en vez de hacer peines se hubiese dedicado de joven a otra cosa, pudiera ser su compañero; y le quería mucho y se hicieron amigos.
Pintó dos semanas; y al tercer lunes hubo de dejar la obra y salir de la ciudad con más prisa que había entrado. Había en el convento un fraile de los que llaman de misa y olla, porque de rudos no saben aprender otra cosa que decir misa y acudir al refectorio; y el cual todos los días iba a la capilla a dar un mal rato a Pedro Saputo haciéndole siempre las mismas preguntas, que eran: —¿Cómo se llama el pintor? ¿De qué lugar es el pintor? ¿Cómo se llaman los padres del pintor? Ya el mozo se había quejado al padre prior y rogándole que no dejase ir al fraile a la capilla; y el prior, hombre sin malicia, le respondió que como era un fraile de poco entendimiento no había para qué hacer caso de sus necedades. Pero a Pedro Saputo le enojaba tanto, que aquel día, así como le vio entrar, se le subió el calor al rostro, y de desazón echó a perder la cabeza de un ángel que estaba pintando. Comenzó el fraile a preguntarle con soflama lo mismo que siempre, cómo se llama el pintor de nuestra santa capilla. Y Pedro Saputo, reventado de ira, le respondió: —Hoy el pintor se llama Pedro Guijarro, Pedro Cacharros; y diciendo esto le tiró con gran saña un guijarro tamaño como el puño que tenía a mano, le dio en el pecho y le derribó en el suelo, y siguiendo con las brochas y los cacharros de los colores, saltó del andamio, y por si el fraile tramontaba, que no se meneaba ni quejaba más de con un resuello ahogado y ronco, sin despedirse de nadie puso pies en polvorosa. Quiero decir, que dio de codos al convento huyendo con tal ligereza, que en dos minutos ya dejaba atrás el Pueyo de don Sancho (ahora cabezo de los mártires o cementerio), y en no muchos más ya subía y pasaba el estrecho de Quinto y perdía de vista la ciudad y su Hoya. Llámase cuesta o estrecho de Quinto la subida del río Flumen a los cerros y sardas donde luego comienza ya el Semontano.