Capítulo X

Extraordinaria aplicación de Pedro Saputo

OTES los padres, zotes los maestros, zotes los vecinos y zote el siglo, más valdría no nacer, o no estudiar nada y vivir solo o irse a los montes si uno supiese que allí había de topar una compañera de trato confortante y recreativo. Dichoso de Pedro Saputo, que aunque dio con muchos zotes supo librarse de ellos y hacerles la higa. Yo, fuera de mi padre… No quiero decir lo demás. Sobre que tengo amigos y amigas del alma que así estoy en mandarlos para zotes, como en creer hombres de pro a los faramallas, charlatanes, embaidores e hipócritas que se nos venden por Licurgos suscitados de la providencia para remediar la España y reformar el mundo.

Había nuestro niño pintor oído hablar al maestro Artigas de autores y libros del arte, y le suplicó al señor cura le hiciese traer cuantos de ellos se encontrasen; y en dos o tres meses tuvo los más de los que entonces se conocían. Púsose a estudiarlos con mucha afición y no menos constancia, y por las mañanas y las veladas pasaba casi todo el tiempo en ello, sin olvidar al mismo tiempo y de ahí a unos días los otros ejercicios, alternando luego el trabajo por horas y aun por días según el rumor o la disposición, porque tenía por máxima el no violentarse nunca ni cansarse en un ejercicio. Conque estudiaba, dibujaba, pintaba, esculpía, torneaba, repasaba la solfa, y tocaba los varios instrumentos que sabía. A su madre le dijo que no fuese más a lavar ropas ajenas, sino que buenamente sirviese en casa a las personas de más estado del pueblo en lo que le pareciese; y que aun esto le daba el corazón que duraría poco tiempo, y entre tanto se fuese tratando con alguna más estimación y decencia.

Por capricho pintó en una tabla un nido de golondrinas en el acto de llegar la madre con el cebo, ya comenzando a echar pluma los pequeñuelos, y la enclavó por la noche desde una ventana en un madero de los que formaban el alero del tejado, que no era alto; y por la mañana muy tempranito lo estaban apedreando los muchachos de la calle desatinándose porque no podían siquiera hacer huir a la madre, y llamándola maldita porque había hecho allí el nido sin verlo ellos. Sintiólo Pedro Saputo, y salió y quitó la tabla, quedando los muchachos corridos por una parte, y por otra riéndose de sí mismos. Corrió la voz y vinieron a ver la pintura infinitas personas; mas él les dijo que no podía verse de cerca, sino en el alero y desde la calle; y así la tornó a poner en su lugar, y todo el pueblo venía a ver aquel prodigio de un niño de catorce años. Que si no se perdiera en su muerte, quizá hubiera sido otro Yalisso, el cual fue un perro pintado en un cuadro con tal perfección, que parecía le representaba rabioso, y costó guerras por haberlo, y al fin, después de muchos tiempos, fue traído del Asia a Roma y dedicado por Augusto César en el Capitolio.

Pintó en aquel año dos salas, una de un beneficiado rico, y otra del hidalgo padre de Eulalia, el cual, para acabar de borrar la memoria de las palabras que dijo a la madre de Pedro Saputo, le hacía más favor que nadie en el lugar. Y en verdad, aunque el niño era tan generoso, no podía olvidar del todo las dos últimas expresiones que usó contra él y su madre; y eso que no comprendía aún toda la malicia que encerraban. Murió desgraciadamente el hidalgo cuando estaba pintando el último lienzo de su sala, que la concluyó no obstante; pero añadió en lo alto dos ángeles en ademán de tender sobre el cuadro un velo blanco de crespón con orla negra. Y puso aún allí otro primor; y fue que en aquellos ángeles hizo el retrato de Eulalia y el suyo saliendo tan bien, que parecía les hubiesen cortado las cabezas y pegándolas a los cuerpos desnudos de los ángeles.

Como ya seguía las reglas del arte y sabía componerlas con la naturaleza, y ésta y aquéllas con su gusto, advirtió entonces muchos defectos en las pinturas de la capilla de la Corona; y pidió licencia para poner un rótulo que declaraban quién las había hecho y la edad que tenía. Pero la obra mejor, la obra de más mérito, y lo dijo él cuando ya no podía equivocarse, fue siempre el nido de golondrinas, el cual le quisieron comprar algunos, habiendo quien le mandó por él hasta cuarenta escudos de oro, que para los conocedores que podía haber en un pueblo como Almudévar, es mucho sin duda. Perdióse, como he dicho, en su muerte, así como otras cosas de mucho primor y valor que había en su casa.

Entre los libros de pintura vinieron también dos en latín y uno en italiano, y dijo: pues yo estas lenguas he de aprendellas. Y con efecto se puso a estudiar la latina, y en una semana aprendió los nominativos y las conjugaciones, porque su memoria era asombrosa. Mas no le permitieron seguir este estudio las dos obras de pintura que tuvo en el pueblo.

Su buena madre recordaba ahora muchas veces la profecía de la gitana, pero callaba por no decir el engaño con que la habían seducido, exponiéndose además a no ser creída, puesto que su honestidad y mucho juicio la abonasen para cuanto quisiese decir en su defensa. Mas después de bien pensado lo dejaba, y resumía todas sus reflexiones en estas cristianas palabras: Dios me perdone aquel yerro y no me dé todo el bien en esta vida.