Capítulo IX

De cómo Pedro Saputo pintó la capilla de la Virgen de la Corona

lo he soñado o lo he visto; yo creo que es lo segundo. ¡Y en qué ocasión y cómo la vide! Aún me hierve la sangre y se me enciende el coraje de pensarlo. ¡Cobarde! Allí debí morir, allí debí acabar, que ésta fue su intención o su aturdimiento. Pero me salvó el ángel antiguo de Pedro Saputo porque sabía que andando el tiempo había de tener la inspiración de escribir su vida. Agradezco su protección, y cumplo el encargo de la Providencia.

Tienen los de Almudévar, a la parte del pueblo que mira a Zaragoza, un santuario y capilla de Nuestra Señora de la Corona en un pueyo o montecillo donde en otro tiempo estuvo el castillo de los moros. Y como la hubiesen renovado de su vetustad y ruinas quisieron también pintarla, buscando para la obra un pintor muy afamado de Huesca llamado Raimundo Artigas, hombre melancólico, estreñido de genio, bilioso de color, seco de carnes, largo de cuello y claro de barbas; el cual pidió trescientas libras jaquesas por su trabajo con la condición que él pondría los colores y el agua limpia.

Súpolo el niño Pedro Saputo y se alegró mucho porque quería saber de pintura, faltándole entre otras cosas ver la composición y mezcla de los colores, puesto que el dibujo había llegado al extremo de primor y facilidad. Fue al maestro Artigas y le dijo le tomase por su aprendiz y criado; y la primera vez no quiso. Porfió Pedro, rogó, suplicó, y viéndole siempre duro le dijo un poco despechado pero templadamente. —Mirad, pues, señor maestro Artigas, que queráis que no queráis yo he de ser vuestro discípulo; y si no, vuestro maestro. Miróle entonces el maestro Artigas: meneó la cabeza y respondió: —Yo os admito, niño Pedro, porque me es imposible otra cosa obligándome una fuerza secreta que no sé lo que es; pero entended que seréis mi discípulo mientras supiéredes menos que yo y nunca mi maestro aunque lleguéis a pintar mejor que Miguel Ángel, porque para eso han de pasar muchos años e yo soy ya viejo, que tengo sesenta y nueve, y a esa hora que me busquen en el mundo. Y todos se admiraron de que el maestro Artigas le hubiese respondido tan blandamente, porque era de condición muy áspera, de voluntad absoluta y de opinión fuerte y acerada.

Comenzaron, pues, a pintar; y lo primero que el maestro le enseñó fue a moler los colores; y Pedro le preguntaba muchas veces cómo se mezclaban y qué diferencia había de los que llevaban aceite a los que no llevaban, con otras cosas del arte. El maestro Artigas se importunaba, pero unas veces de buena gana, y otras de mala, satisfacía al discípulo; y alguna también se le quedaba mudo o le alargaba un pescozón por respuesta. Mas él no se aburría ni arredraba, sino que cada día procuraba servirle con más afición y tornaba a las preguntas.

Habían pedido los del concejo al maestro Artigas que primero pintase parras y pájaros y después lo que quisiese; y pintó en la faja del altar a la mano derecha un árbol con una parra y muchos pájaros en ella picando las uvas; y en la punta de un sarmiento que hacía salir por un lado pintó un cuervo. Díjole entonces Pedro: —Señor maestro Artigas, si me dais licencia diré una cosa que observo en esta pintura. Diósela, y dijo: —Ahí habéis pintado un cuervo en la parra, y los cuervos más van a los muladares que a las viñas. Asombróse el maestro Artigas por el atrevimiento del discípulo, y le mandó que callase y no saliese de su molimiento de los colores. Pasó un rato, y otra vez dijo Pedro Saputo: —Pues aun todavía si me dieseis licencia diría alguna otra cosa, señor, maestro mío. —No te la doy, respondió éste muy alzada la voz de punto. —Es una friolerilla, replicó el muchacho: quería decir a vuestra merced que el cuervo debe pesar tanto como una gallina o poco menos; y de razón había de hacer inclinar ese sarmiento suelto, y vuestra merced le ha pintado tan tieso como si fuese de acero o el cuervo estuviese fofo. Al oír esto fue tan grande la ira del maestro Artigas, que no pudiendo atinar con las palabras acudió al cacharro de los colores que tenía entre las manos y se lo tiró con mucha furia, rompiéndose en menudos pedazos contra el suelo porque el niño hurtó el cuerpo al tiro, y dijo: —No quiero pintar más, porque eres un labrador, un descarado, un insolente, un malsín, un grandísimo bellaco. Y se fue de aquel paso y llamó al pueblo, y ayuntado en la plaza dijo, que mientras tuviesen en el lugar al atrevido y vano de Pedro Saputo, no quería pintar la capilla. Entonces Pedro Saputo pidió licencia para hablar y contó lo que había pasado con su maestro; y le dieron la razón y lo aprobaron, y no quisieron que se fuese del lugar. —Pues me iré yo, respondió muy aborrascado el maestro Artigas. —Idos enhorabuena, gritaron todos; mas que no se pinte la capilla. Y Pedro Saputo levantando la voz desde una piedra dijo al pueblo: —Si el maestro Artigas se va y vosotros queréis yo pintaré la capilla. —¡Que la pinte, que la pinte!, gritó la multitud. Y el justicia y el concejo con los prohombres del pueblo encargaron la pintura a Pedro Saputo. Él entonces muy contento dijo: —Agora mirad, pueblo de Almudévar; yo pintaré la capilla de Nuestra Señora de la Corona, pero me habéis de dar lo mismo que dabais al maestro Artigas. Y se lo prometieron. Preguntóles qué querían que pintase, y no sabían qué decirle. Y tornó a preguntarles: —¿Queréis que pinte lo que veis o lo que no veis? Y respondieron todos: —Lo que no vemos. —Pues yo, dijo él, lo pintaré, y gustaros ha por mi cuenta.

Inmediatamente se fue a la capilla y borró lo que había pintado el maestro Artigas, que era aún poco y no muy en su lugar. Tres meses estuvo pintando, y concluyó la obra y dijo al pueblo en la plaza: —La pintura está acabada. Agora quiero que la ermita esté ocho días abierta para que vayan a verla todos los del lugar, grandes y chicos, sabios e ignorantes, y que si alguno encuentra defectos en la pintura me los diga para enmendallos. Y fueron todos a verla y nadie halló falta alguna, sino al contrario le alababan mucho y decían: —¿Cómo sabe hacer esto el hijo de la Pupila, que es un niño y nadie le ha enseñado? Pero le dijeron que no entendían las escenas que había pintado ni la intención de aquellos cuadros. Y él les dijo: —Oídme, hijos de Almudévar: yo os pregunté si había de pintar lo que veis o lo que no veis, y me respondisteis que pintase lo que no veis. Pues bien: según esa palabra, yo os he pintado en un lienzo dos cuadros; el uno es un olivar, y el otro una viña, que son cosas que para ver tenéis que ir a Huesca y al Semontano; pero lo que es en vuestro lugar no las veis por vuestra mucha desidia y cobardía. En el otro lienzo hay otros dos cuadros; el uno es una mujer de su casa muy aseada y cuidadosa, muy atenta, modesta y aplicada a su labor y a la inteligencia de las cosas del gobierno doméstico, rodeándola dos niños y una niña, hijos suyos muy graciosos, limpios y bien vestidos y criados; que también es cosa que no veis en vuestro lugar. En el otro hay una suegra y una nuera comiendo las dos en un plato muy concordes, amigas y bien animadas entre sí: cosa que tampoco no veis en el lugar. Por ahí alrededor y por el aire hay bosques, fieras y pájaros, nubes, y otras cosas según me iban ocurriendo, como quiera que importaba poco fuesen éstas u otras. Y arriba en la bóveda o cielo de la capilla he pintado a María Santísima con las manos cerradas porque no hay en este pueblo quien se las abra con oraciones devotas y humildes, y la obligue a abrirlas para dejar caer sobre vosotros las bendiciones de que las trae llenas.

Al oír esta explicación quedaron todos espantados de la sabiduría de las pinturas, y gritaron mucho rato con grande ardor y júbilo: —¡Es verdad!, ¡es verdad! ¡Viva Pedro Saputo! ¡Viva el hijo de la Pupila! ¡Viva la honra de Almudévar! Y le tomaron y le llevaron en hombros a su casa alabándole y diciendo cantares en su gloria y lo presentaron a su madre y le dijeron que era la mujer más dichosa del mundo. Ella le recibió llorando de gozo, y dio a todos las gracias por aquel favor que mostraban a su hijo.