De cómo Pedro Saputo aprendió la música
OLA, dirá aquí algún lector bonazo; aprisa vamos subiendo. Primero sastre, que es lo más llano que hay en la artesanía, viniendo a formar el lazo y comunicación entre los oficios masculinos y los femeninos, como le forman entre el reino animal y el vegetal los zoófitos o animales plantas. Después cardador pelaire, que es algo más; luego carpintero, que es mucho más; y no contemos con el dibujo, que pertenece ya al orden superior de las artes, bien que sin exclusión de sexo como esotras, le vamos ahora a adornar con el de la música, arte bajado del cielo y amor del corazón humano. ¿Adónde iremos a parar? ¡Eso se me pregunta! ¿Y para qué habría recibido nuestro niño filósofo tantas y tales dotes del creador, y el don soberano y rarísimo de saber emplearlas? Pues cata aquí lo que él hace y yo voy escribiendo con no menos admiración que tú, lector amigo, quien quiera que seas. Aprendió el dibujo, como has visto; ahora va a aprender música; y aún verás otras maravillas. Por algo le llamaron sabio. Si hubiera sido como yo o como tú, y perdona mi franqueza, nada de esto se escribiría, porque nada hubiera sucedido. Vamos a la historia: Había en Almudévar un eclesiástico, organista de la parroquia, llamado por mote mosén Vivangüés, y cuyo nombre verdadero ni se sabe ni lo necesitamos; el cual se llevaba algunas veces al niño Pedro a su casa para darle alguna golosina. Era hombre que en cuanto a músico tocaba medianamente bien el órgano, el clave y el salterio; y en cuanto a gramático husmeaba un tantico el latín del breviario; pero lo que es de la misa había preguntado tantas veces lo que significaba el canon y demás latines, que fuera de los introitos, las oraciones, las epístolas, y los evangelios había pocas cosas que no entendiese, y aun en éstas barruntaba tal vez con sentido. Por lo demás tenía buen corazón, era tan candoroso como un niño, y se creía el más hábil del capítulo que a la sazón era numeroso, exceptuando al señor cura, que dicen era licenciado por Huesca, y a quien por esto, respetaba él como más sabio. A todos los demás solía decir, los paso por debajo de la pierna. Y hay quien dice que si erraba el tiro era de poco trecho.
Llamábanle con el apodo que he dicho, porque cuando se echaba a pechos algún vaso de buen vino, que era con frecuencia, entre las lágrimas que le apuntaban de la fortaleza del vino y la voz medio cobrada del largo trago, decía respirando: ¡viva Angüés!, y acababa de respirar. Preguntáronle al principio, y después de muchas veces por gusto qué significaba aquello; y contaba esta graciosa, disparatada y original historia: «Es saber, señores, que entre los pueblos de Angüés, Casbas, e Ybieca hubo antiguamente otros dos que se llamaban Bascués, y Foces, cuyos habitantes eran los mayores bebedores del mundo, y sus términos el mejor viñedo de Aragón, y aun de España si se me antoja decillo. Estos dos pueblos murieron: quiero decir, que sea por guerra, sea por epidemia, sea por otra causa, quedaron sin habitantes, habiendo muerto hasta los sacristanes y los curas. Foces murió unos días antes y Bascués aguantó unos días más. Pero cuando ambos pueblos vieron que acababan sin remedio, hicieron testamento y dejaron su buen gusto a los pueblos de Angüés, Casbas y Ponzano, dos terceras partes al primero y una repartida a los otros dos. Por manera que el pueblo de Angüés tiene más voto él solo en materia de vinos, que Casbas y Ponzano juntos. Por eso yo cuando me bebo un buen vaso de buen vino, si el vaso es grande y el vino bueno, que lo trasiego siempre de un aliento, pienso en el buen gusto de aquel pueblo y digo ¡viva Angüés! Que es como si dijera: viva el gusto de Angüés, que es cabalmente el que agora encuentro yo en este vaso que acabo de colar. O de otro modo: voto a mí, qu'este vino es tan bueno como el mejor que aprueban los mojones herederos de Bascués y Foces. Sino que por abreviar lo digo todo en esa exclamación tan significativa. Y si no dijera esto, me parecería que el vino por bueno que fuese no me haría provecho». Y preguntando a los oyentes, ¿qué os parece, señores?, brotaba delicia del corazón y se esponjaba de gloria.
Este hombre, pues, era tan sencillo y tan bendito, se llevó un día a su casa al niño Pedro Saputo para darle unas avellanitas que le habían traído: y como el niño viese abierto el clave le rogó que tocase algo. Puede ser que no fuese clave, sino otro instrumento de teclas: poco importa. Diole gusto, y tocó una cosa tan alegre y espoleadora que Pedro no podía estar quieto, meneándose con todo el cuerpo y diciendo: ¡ea, ea! Paró el músico, y preguntó qué era aquello, y le respondió el capellán: —Esto es una cosa nueva; digo, que hace poco tiempo la han puesto en solfa los compositores; y es tan fecunda en caprichos, que en no saliéndose del tema puede uno tocar tres días seguidos y todo será siempre lo mismo y todo diferente. Es un baile que llaman el Gitano. —Sólo por saber eso, dijo Pedro, aprendería de solfa de buena gana. —¡Ay, niño, niño!, respondió el capellán; no sabes lo que te dices. ¡Aprender de solfa! —¿Pues qué, replicó el niño, tan difícil es? —Mucho, mucho, muchísimo y más que muchísimo, le respondió el mosén con grande ahínco y cerrados los ojos: ¿quieres que te lo diga? Mira: una vez los diablos estando de tertulia en el palacio de Lucifer, que todo el edificio es de llamas de azufre, disputando sobre la solfa y la gramática y defendiendo unos que era más difícil la una y otros que la otra, quisieron proballo dos diablos jóvenes muy presumidillos, y salieron al mundo, poniéndose, el uno a infantillo en casa de un maestro de capilla, y el otro a estudiante en una escuela de gramática. Pasaron tres meses, y el músico preguntó al gramático en qué iba, y respondió que de humo y tinieblas; pues yo, dijo el otro, aun humo no veo porque no veo nada. Allí me hacen una manopla que en las junturas de los dedos tiene escritos los nombres de la solfa, que parecen tomados de algunos de nosotros; y subiendo y bajando y corriendo las junturas; y luego con la misma obra en un papel que no dice nada, me van ya jorobando y rematando de paciencia. Porque a cada marro de la voz cae un bofetón, y llora si quieres llorar y llorando o riendo canta el día entero porque ése es tu oficio. —Yo, dijo el gramático, si no fuera por la rechifla que nos harían los compañeros de allá abajo, ya hubiese dado al traste con el estudio y en el fuego con los libros y sus musas y musos, que así los entiendo como tú eres el hijo de Dios más querido. No obstante, sigamos algún tiempo más si te parece, porque tan pronto sería mengua dejallo. Con efecto, siguieron y nada menos que seis meses, al cabo de los cuales se volvieron a juntar; y el músico dijo, que aunque los compañeros le soflamasen eternamente, estaba determinado de abandonar la empresa y volverse de aquel paso al infierno. —¿Sí?, respondió el gramático; pues no te irás solo, que también quiero acompañarte; y queden la solfa y la gramática para tormento de los hijos de los hombres, ya que si no es éste que vale por muchos no padecen ninguno igual a los nuestros. Y sin más deliberación cerraron los ojos al sol, dieron un estampido y se lanzaron de cabeza en los infiernos. Conque mira tú, hijo mío, Pedro, si te ibas a poner con la solfa en buena palabra de empeño, cuando los diablos siendo diablos no pudieron salir con ella.
Suspenso y embelesado estaba Pedro Saputo oyendo referir al capellán un caso tan estupendo; y vuelto en sí preguntó al clérigo si había aprendido la solfa. Respondió que sí: —¿No ves que soy organista? Doce años entre infante y capillero estuve en la catedral de Huesca, y siempre estudiando solfa. —Pero al fin y a la postre vuesa merced la aprendió, y en menos años, porque dice que fue capillero y entonces ya la sabía. —Sí, respondió mosén Órganos. —¿Y la gramática?, preguntó el niño. —También, respondió el buen hombre, sabiendo que mentía: ¿no ves que soy sacerdote? —Pues en ese caso, concluyó el niño Pedro, vuesa merced tiene más ingenio y es más sabido que dos diablos juntos. Rióse el capellán, no sin algún tanto colorado de vergüenza, porque le pareció que había algo de ironía o malicia en la consecuencia del niño. Éste quiso ver la manopla o mano de la solfa, y vio que los nombres que había en las junturas (y aun fue menester que se los declarase el músico) era: A-la-mi-re, B-fa-b-mi, C-sol-fa-ut, D-la-sol-re, E-la-mi, F-fa-ut, G-sol-re-Ut. —Bien tenía razón, que parecen nombres de diablos, dijo Pedro, porque de algunos de ellos a Belcebub no hay mucha distancia. Pero, ¿para qué se aprende eso en la mano? ¿Ha de escribirse la solfa en la mano o cantarse mirando a ella? A estas preguntas no supo responder el del ingenio y agudeza de dos diablos, y se acabó la plática por falta de palabras, o de jugo en ellas, que es lo mismo; y el niño Pedro, que no podía tener la atención baldía un momento, le dijo adiós y tomó la escalera.
Tomó la escalera; mas al salir a la calle oyó el violín arriba. Paróse; el capellán se divertía en hacer el diapasón ya por todos sus puntos (bien que esto quiere decir diapasón), ya por terceras, quintas; ya en el tono mayor, ya en el menor: hirió el oído de Pedro; escucha, percibe, siente en sí y admite aquella ley y verdad primordial de la música, aquella verdad general, aquella proposición elemental de puntos o sonidos que así la satisfacía; y vuelve a subir y ruega al capellán que le enseñe aquello en el instrumento. —No, dijo el músico; en el violín no puede ser ni en otro instrumento alguno; primero lo has de aprender con la boca y en la solfa, y para eso hay que acudir a la mano o manopla, como hoy la hemos llamado. —No, señor, replicó el niño; ya no quiero aprenderlo con la boca, sino con el violín, porque así lo aprenderé de una vez, y no que de ese otro modo habrá que hacer nuevo aprendizaje. Sobre todo, lo que es la manopla, ni verla. Eso es lo que yo quiero y no otra cosa; y no me voy de vuestra casa hasta que no me la hayáis enseñado, siquiera me cueste una semana. El capellán se reía y le daba compasión de ver el error del muchacho que sin la mano y algunos meses y aun años de solfeo quería lanzarse al manejo de los instrumentos; imposible tan grande para él como el que dejase de ser verdad lo que había leído aquel día en el evangelio de la misa, fuese lo que fuese, puesto que no lo había entendido. Pero habíalas con otro más fuerte; apretó tanto el niño, que hubo de enseñarle a poner los dedos en las cuerdas y herirlas con el arco, haciéndole gruñir el diapasón por espacio de una hora. Volvió por la tarde y estuvo hasta el anochecer dándole al diapasón y a las terceras y quintas. Y lo mismo hizo dos días seguidos; y preguntando al capellán lo que le parecía esencial y habiendo entendido lo que creyó bastaba por entonces se llevó el instrumento a casa.
Cerraba las ventanas de su cuarto para que no saliese el eco; y pasada una semana en que cada día empleaba de seis a siete horas en el manejo del instrumento, dibujando algún rato por descanso, fue a casa del organista y tocó por lección bastante bien y muy afinado, todo lo que el vulgo solía cantar en aquel tiempo. Y dijo el clérigo admirado: —Sin duda, Perico, dentro de ti llevas de familiar algún demonio más hábil que los dos que salieron a estudiar la solfa y la gramática y se aburrieron. —Decidme, dijo Pedro Saputo, qué significan esos puntos con rabos y cruces que tenéis en esos cuadernos y llamáis solfa y música. Explicóselo el hombre. Él tomó apuntación por escrito de lo más importante, pidió que con el violín le diese una lección práctica, y entendido lo que era se llevó un cuaderno de primeras lecciones y pasó otros ocho días estudiando y dándole al instrumento. Pidió nuevas explicaciones, pasó hasta veinticinco o treinta días ejercitándose con grande aplicación y cuidado, al fin de los cuales se tomó dos meses más de violín prometiendo volverlo y entregarlo al maestro. Y cumplió su palabra, diciendo el bueno del capellán al verle tocar: —Me desengaño; cuatro años si no fueron cinco me costó a mí eso y cuesta a todos; no veremos sino milagros: pusiéronse a tocar los dos una sonata, y el uno con el violín y el otro con el clave o lo que fuese, y no había más que oír.
Continuó Pedro estudiando más y más la solfa y su instrumento, y al cabo de algunos meses le dijo el organista: —Eres, Pedro, el mejor arco de la tierra, porque le tienes muy fino, alto, sonoro, valiente, expresivo y firme. Puedes ir a tocar a la misma capilla de Toledo.
El capellán, además, tocaba, aunque poco y mal, la vihuela y la flauta, y quiso Pedro que le enseñase también estos instrumentos. —Hijo, le respondió; lo que es enseñarte no me atrevo, porque sé muy poco de ellos. Pero mira, la prima de la vihuela suelta o al aire es mi mayor en la llave de G-sol-re-ut; busca los demás puntos, armonías y posturas y los tonos, que ya lo hallarás; y el punto más bajo de la flauta es re por la misma llave. Y aunque ves que sólo tiene seis agujeros y el que tapa la llave que es re sostenido, pero dando cierto espíritu al aliento o soplo para los agudos y graves, y tapando éste o aquél, o dos o más, a un tiempo, se hacen dos octavas, y aun dos y media el que sabe. Anda con Dios y hazme ver otro milagro.
Fuese el muchacho con los instrumentos; y a los quince días avisaron al cura, al justicia, a la madrina, y a su niña mayor y algunas otras personas del pueblo (nunca al hidalgo de la esquina), y los dos músicos dieron un concierto que apareció a aquella gente la capilla del Vaticano, o por lo menos la de la Catedral de Huesca, que era la que todos habían oído. El cura, lleno de gozo, rogó al organista que prestase los instrumentos al niño Pedro hasta que él hiciese traer los mejores que se encontrasen. Con efecto, escribió a Barcelona y Zaragoza, y vinieron dos de cada clase, muy buenos. Para entrenarlos hubo otra reunión más numerosa en casa de la madrina, donde se dio otro concierto; y ella, que era espléndida y quería entrañablemente a su ahijado, se lució mucho agasajando a los convidados con un gran refresco. Tocaron después entre otras cosas el canario, baile que entonces se usaba mucho; y el gitano, que comenzaba a usarse; cuyos bailes, de variedad en variedad y de nombre en nombre, han venido a ser y llamarse en nuestro tiempo, el primero la jota y el segundo el fandango.
Pasada la velada y al despedirse, para sorprenderles con más efecto, sacó la madrina puestos en una tabla dos bustos pequeños y blancos representando las dos mismas personas cuyos retratos hizo primero al lápiz; y dijo —Esto ha hecho mi hijo Pedro. Eran muy semejantes, vivían, hablaban, si tuvieran ojos y colores. Todo fue pasmos, todo enhorabuenas a la madre de Pedro; la cual no hacía sino llorar, y la madrina lo mismo y el cura y otras personas. ¿En qué parará este niño?, decían. Y llenos de asombro se fueron bendiciendo a Dios y deseando vivir para ver al hombre que aquellas muestras anunciaban y prometían. Y cierto que tantas habilidades juntas en un niño de trece años, y de aquel modo aprendidas, bien merecían aquella admiración y aquellos extremos; sobre todo en quien pensase que era hijo de una pupila infeliz, y nacido solo y sin protección a la luz del mundo.
Los retratos o bustos eran de yeso, y él les había dado un simple baño de cal con agua de cola porque aún no sabía hacer lo que llaman estuco.