Capítulo I

Nacimiento de Pedro Saputo

ENDITO sea Dios, que al fin el gran Pedro Saputo ha encontrado quien recogiese sus hechos, los ordenase convenientemente, y separando lo falso de lo verdadero levantase con la historia acrisolada y pura de su vida la digna estatua que debíamos a su talento y a sus virtudes! ¿Qué me dará el mundo por este servicio, por esta deuda común que pago, no tocándome a mí más que a cualquier otro vecino? Pero ¡maldito sea el interés!, no quiero otra recompensa que saber, como lo sé desde ahora, que este libro se leerá con gusto por viejos y jóvenes, por sabios y por ignorantes, en las ciudades y en las aldeas. ¡Oh, cuántos buenos ratos en las veladas de invierno pasarán con él calentándose a la lumbre o al brasero! Pues no quiero más recompensa, como digo; esto, y esto sólo es lo que me he propuesto. Y pues lo doy por conseguido, nada más se me ofrece advertir, ni prevenir a mis lectores.

En la villa de Almudévar, tres leguas de la famosa ciudad de Huesca, en la carretera de Zaragoza, nació Pedro Saputo de una virgen o doncella que vivía sola porque había quedado de quince años sin padre ni madre, y era pobre, no teniendo más bienes que una casita en la calle del Horno de afuera, y manteniéndose con el oficio de lavandera y el de cocinera de todas las bodas y de las grandes fiestas del lugar; en su juventud cantaba con mucha gracia porque tenía una voz extremada y tocaba el pandero como una gitana. Con estas habilidades nunca le faltaba lo necesario, y algún regalo y buen pasatiempo. Iba muy aseada; no envidiaba nada a pobres ni a ricos; todos la querían bien, y ella no quería mal a nadie.

Para mayor noticia de la persona diremos que era lista, redonda de cara, no fea, aunque tampoco bonita, delgada caminando a gruesa, desembozada de palabras; pecho franco y abierto, discreta lo que le bastaba, honrada de casta, recatada con buena fama en el pueblo, y al todo muy afable. Con cuyas prendas y virtudes entender se deja que tendría muchos pretendientes, y los tuvo, en efecto, no menos en línea recta que en la línea torcida, y de todos sabores y apariencias; pero no se daba por entendida de la mala intención de algunos, y tomando las palabras siempre a la derecha, a todos respondía lo mismo y los despedía sin ofenderlos diciendo que no quería casarse ni tener amores. Y eso que la recuestaron mozos muy engreídos y valientes, y algunos con ajuar y pegujar, que lo hubiera pasado como una hidalga. Y era que cuando comenzaba a ser moza le dijo una gitana que si se casaba lloraría muchas lágrimas, haciéndole una profecía en verso que decía:

Si casas habrás esposo,

Lágrimas pena y dolor;

Concierta sola tu amor

y el fruto será glorioso.

No alcanzaba el sentido de la profecía sino así por mayor, pero entendió muy bien y se le hincó hondamente como púa en el alma lo de lágrimas y penas, y era bastante para que temiese: conque cerró los oídos a toda proposición de matrimonio por más que andando el tiempo llegó a cumplir los veinte años de edad, que en aquel siglo casi era afrenta, puesto que después y en el nuestro no sea más que recelos de soledad y pensamientos de poco sueño.

Empero cuando menos se cataban en el lugar amaneció de seis meses, que por su gran opinión de honesta lo vieran y no lo creyeran si ella no lo dijese; pero lo decía y lo afirmaba con tanta naturalidad y llaneza que con esto y lo que veían hubieron de creerlo. Cuando llegó el tiempo dio a luz un niño muy robusto y hermoso, y preguntándole de quién era, dijo: Por ahora mío y de Dios, cuyos somos todos. Y de aquí no la pudieron sacar. Un poco se amostazó el justicia y también el señor cura porque no decía quién era el padre del niño; pero ella se mantuvo en lo dicho y hubieron de tascar el freno de su curiosidad burlada en este secreto.

Cuando llegaron a bautizar el niño, porque nunca un caso como aquel se había visto en el lugar y parecía milagro (que los tiempos dicen que eran otros que los que corren ahora, aunque yo no lo creo), ninguno se ofrecía a ser su padrino; y el justicia y el síndico ayuntaron concejo general del pueblo y dijeron: «Honrados vecinos de Almudévar: por la voz que ha corrido debéis saber que la honesta hija pupila de Antonio y Juana del Horno de afuera ha parido casualmente un niño, y no tiene quién lo saque de pila. Echemos suertes si os parece, y de los tres nombres primeros que salgan se elegirá uno a votos libres de todos». —¡Bien, bien!, gritó la multitud. Y echaron suertes, y salieron dos hombres y una mujer; y pasando a votación, todos menos seis votaron porque fuese madrina la mujer, y que los dos hombres y el síndico la acompañasen. Era una doncella, y no faltó quien murmuró de la suerte diciendo que las doncellas no debían haberse puesto en cántaro por serlo la madre del niño y no estar bien que la visitasen. Pero al que esto dijo, que era un ricacho con vanidad de hidalgo, le miraron de mal de ojo y aun le aborrecieron todo aquel día. Fue, pues, madrina la doncella, y lo sacó de pila con mucho contento; y como era de una casa acomodada hubo gran bateo, que lo dieron los acompañantes y el padre de la misma madrina. Pusiéronle por nombre Pedro, y no se habló en muchos días de otra cosa en el lugar. Cuando la madre sacó al niño públicamente parecía una conda en la formalidad y satisfacción que mostraba y en los dijes y mantillas que le ponía; y las gentes la querían aún más que de denantes. Parábanla todos a mirar al niño, y sin saber por qué se alegraban; y aun muchas mujeres, especialmente doncellas, casi le tenían envidia.