Capítulo XII

Las asociaciones emocionales de los primitivos

Después de haber visto que gran número de elementos tradicionales intervienen en el raciocinio del hombre primitivo así como en el del civilizado, estamos mejor preparados para entender algunas de las diferencias típicas más especiales en sus formas de pensar.

Una característica de la vida primitiva que atrajo desde hace mucho tiempo la atención de los investigadores es la aparición de estrechas asociaciones entre actividades mentales que a nosotros nos parecen enteramente desemejantes. En la vida primitiva, la religión y la ciencia; la música, la poesía y la danza; el mito y la historia; la moda y la ética, aparecen inextricablemente entrelazados. Podemos también expresar esta observación general diciendo que el hombre primitivo contempla a cada acción no sólo como adaptada a su principal objeto y cada pensamiento relacionado con su fin primordial, como nosotros los percibiríamos, sino que los asocia con otras ideas, a menudo de carácter religioso o al menos simbólico. Así les confiere una significación mayor de la que a nuestro juicio merecen. Cada tabú es un ejemplo de tales asociaciones de actos aparentemente triviales con ideas tan sagradas que una desviación del modo de obrar acostumbrado despierta violentísimas emociones de aborrecimiento. La interpretación de los adornos como talismanes, el simbolismo del arte decorativo, son otros ejemplos de asociación de aspectos de la conducta que, en conjunto, son ajenos a nuestro modo de pensar.

Para establecer con precisión el punto de vista desde el cual estos fenómenos parecen ajustarse a una formación ordenada, investigaremos sí todo vestigio de formas similares de pensamiento ha desaparecido de nuestra civilización.

En nuestra vida intensa, dedicada a actividades que exigen el máximo de aplicación de nuestra capacidad de raciocinio y una represión de la vida emocional, nos hemos acostumbrado al concepto frío y realista de nuestras acciones, de los incentivos que nos mueven a ellas, y de sus consecuencias. No es necesario, sin embargo, ir muy lejos para encontrar mentalidades de distinta disposición. Si algunos de nosotros que nos agitamos en medio de la corriente de nuestra vida de ritmo febril no miramos más allá de nuestros motivos y fines racionales, otros que se mantienen en tranquila contemplación reconocen en ella un mundo ideal que han construido en su propia conciencia. Para el artista, el inundo exterior es un símbolo de la belleza que él siente; para el espíritu fervientemente religioso es un símbolo de la verdad trascendental que da forma a su pensamiento. La música, instrumental que uno goza como una obra de arte puramente musical, evoca en otro grupo conceptos definidos que se relacionan con los temas musicales y la forma en que están tratados sólo por la similitud de estados emocionales que sugieren. En realidad, la forma en que diferentes individuos reaccionan al mismo estímulo, la variedad de asociaciones despertadas en sus espíritus, es tan evidente por sí misma que casi no necesita aclaraciones especiales.

De gran importancia para el objeto de nuestro estudio es la observación de que todos los que vivimos en la misma sociedad reaccionamos a ciertos estímulos de la misma manera sin saber expresar la razón de nuestros actos. Un buen ejemplo de esto a que me refiero son las infracciones de la etiqueta social. Un modo de conducirse que no concuerda con los modales acostumbrados, que por el contrario difiere de ellos en forma notable, crea, en general, emociones desagradables; y es preciso un decidido esfuerzo de nuestra parte para convencernos de que tal conducta no está en pugna con las normas morales. En aquellos que no están disciplinados en el pensamiento valiente y rígido, la confusión entre la etiqueta tradicional —o buenos modales, como se los llama— y conducta moral es muy corriente. En ciertas líneas de conducta la asociación entre la etiqueta tradicional y el sentimiento ético es tan estrecha, que hasta un pensador vigoroso puede difícilmente emanciparse de ella. Esto es lo que ocurría hasta tiempos muy recientes respecto a actos que eran considerados violaciones del pudor. La más somera revisión de la historia del vestido demuestra que lo que se juzgaba decente en una época fue indecente en otros tiempos. La costumbre de cubrirse habitualmente ciertas partes del cuerpo ha llevado en toda época al fuerte sentimiento de que el descubrir tales partes es indecoroso. Este sentimiento de lo correcto es tan absurdo, que un vestido propio para determinada circunstancia puede ser considerado impúdico en otras ocasiones; como, por ejemplo, un vestido de fiesta muy escotado en un tranvía durante las horas de trabajo, o un traje de baño moderno en una reunión formal. El tipo de desnudez que se juzga indecente depende siempre de la moda. Es evidente que no es el recato el que dicta la moda, y que la evolución histórica del vestido está determinada por una diversidad de causas. A pesar de ello, las modas están típicamente asociadas con el sentimiento de pudor, de modo que una desnudez inusitada excita un desagradable sentimiento de falta de decoro. No existe un razonamiento consciente de por qué una forma es decente, y la otra indecente; el sentimiento se suscita directamente por el contraste con lo acostumbrado. Muchos de nosotros sentimos instintivamente la fuerte resistencia que tendríamos que vencer, aún en una sociedad diferente, si se nos obligara a ejecutar una acción que estamos acostumbrados a considerar indecorosa y los sentimientos que surgirían en nuestro espíritu si fuéramos arrojados a una sociedad en que las normas del pudor difirieran de las nuestras.

Aun dejando a un lado el pudor, encontramos una variedad de razones que hacen que ciertos estilos de vestido parezcan impropios. Aparecer vestidos a la usanza de nuestros antepasados de dos siglos atrás nos expondría al ridículo. Ver a un hombre con el sombrero puesto dentro de una casa, en compañía, nos irrita; se lo considera grosero. Usar sombrero en la iglesia o en un entierro causaría una repulsa más viva aún, a causa de la mayor emoción de los sentimientos en juego. Una cierta inclinación del sombrero, aunque pueda ser muy cómoda para el que lo usa, le señalaría inmediatamente como un torpe e ineducado. Las novedades en materia de vestimenta opuestas a la moda corriente pueden herir nuestros sentimientos estéticos, por malo que sea el gusto de la moda reinante.

Otro ejemplo aclarará lo que trato de explicar. Ha de reconocerse que la mayoría de nuestros modales en la mesa son puramente tradicionales, y no puede dárseles ninguna explicación adecuada. Re-chuparse los labios es considerado de mal tono y puede suscitar sentimientos de repugnancia; mientras que en algunas tribus indias sería considerado de mal gusto no relamerse cuando se es invitado a cenar, porque sugeriría que al huésped no le gustó la comida. Tanto para el indio como para nosotros la ejecución, de estas acciones que constituyen buenos modales en la mesa hacen prácticamente imposible actuar de otro modo. La tentativa de hacerlo de manera diferente no sólo sería difícil a causa de la falta de adaptación de los movimientos musculares sino también debido a la fuerte resistencia emocional que tendríamos que vencer. El desagrado emocional también surge cuando vemos actuar a otros en forma contraria a la costumbre. El comer con personas que tienen modales distintos a los nuestros excita sentimientos de disgusto que pueden llegar a una intensidad tal que provoque malestar. Aquí también se ofrecen a menudo explicaciones basadas únicamente en tentativas de explicar los modales existentes, pero que no representan su desarrollo histórico. Con frecuencia oímos que es incorrecto comer con el cuchillo porque podría cortar la boca; pero eludo mucho que esta consideración tenga algo que ver con el desarrollo de la costumbre, pues el uso del tenedor es reciente y el tipo antiguo de afilados tenedores de acero podría lastimar la boca con tanta facilidad como la hoja del cuchillo.

Convendría ejemplificar las características de nuestra oposición a acciones inusitadas con algunos casos más, que ayudarán a esclarecer los procesos mentales que nos llevan a formular las razones de nuestro conservatismo.

Uno de los casos en que el desarrollo de tales pretendidas razones para la conducta se puede reconstruir mejor es el del tabú. Aunque nosotros no tenemos casi ningún tabú definido, nuestra negativa a emplear ciertos animales como alimento podría aparecer fácilmente como tal a un espectador. Suponiendo que un individuo acostumbrado a comer perros nos preguntara cuál es la razón de que no comamos perros, sólo podríamos replicar que no se acostumbra; y él tendría razón al decir que los perros son tabú entre nosotros, así como se justifica que nosotros hablemos de tabús entre los pueblos primitivos. Si se nos forzara a encontrar razones, probablemente basaríamos nuestra aversión a comer perros o caballos en la aparente impropiedad de comer animales que viven con nosotros como amigos. Por otra parte, no estamos acostumbrados a comer larvas y probablemente rehusaríamos comerlas por repulsión. El canibalismo es tan aborrecido que nos resulta difícil admitir que pertenece a la misma clase de aversiones antes mencionadas. El concepto fundamental del carácter sagrado de la vida humana y el hecho de que muchos animales no coman a otros de la misma especie, destacan al canibalismo como una costumbre aparte, considerada una de las aberraciones más horribles de la naturaleza humana. En estos tres grupos de aversiones, la repugnancia es probablemente el primer sentimiento presente en nuestro espíritu, que nos hace reaccionar contra la sugestión de participar de estas clases de alimentos. Explicamos nuestra repugnancia por diversas razones, de acuerdo con el grupo de ideas con que el acto sugerido se asocia en nuestra mente. En un caso no existe una asociación especial y nos satisfacemos con la simple manifestación de disgusto. En otro, la razón más importante parece ser de carácter emocional aunque quizá nos sintamos inclinados, al interrogársenos acerca de las razones de nuestro desagrado, a traer a colación hábitos de los referidos animales que parecen justificar nuestra repelencia. En el tercer caso la inmoralidad del canibalismo se destacaría como una razón suficiente de por sí.

Otros ejemplos son las numerosas costumbres que tenían originalmente un aspecto religioso o semi-religioso, y que se conservan y explican por medio de ciertas teorías más o menos utilitarias. Tales son las costumbres referentes al matrimonio en el grupo incestuoso. Mientras la extensión del grupo incestuoso ha sufrido cambios sustanciales, la repulsión hacia los matrimonios dentro del grupo existente es la misma de siempre; pero en vez de leyes religiosas, un concepto utilitario, el temor a una descendencia enfermiza debido a la alianza de parientes próximos se nos presenta como la razón de nuestros sentimientos. En una época se evitaba a las personas afectadas por enfermedades repugnantes porque se las creía azotadas por la mano de Dios, mientras que actualmente se las rehuye por temor del contagio. El desuso en que ha caído la blasfemia en inglés se debió primero a una reacción religiosa, pero ha llegado a ser simplemente cuestión de buenos modales.

Esta reacción emocional es igualmente intensa cuando se trata de puntos de vista que contradicen las opiniones de la época. Es violentísima la oposición que encuentran cuando el valor afectivo de las ideas corrientes es grande, cuando éstas se han arraigado hondamente en nuestro espíritu, y cuando las nuevas ideas están en pugna con las actividades fundamentales que nos han sido inculcadas en nuestra primera juventud, o que se han identificado con los propósitos a que dedicamos nuestras vidas. La violencia de la oposición a la herejía así como a nuevas doctrinas sociales y económicas sólo puede entenderse sobre esta base. Las razones aducidas para la oposición son en la mayoría de los casos racionalizaciones para una resistencia emocional.

Es importante notar que en todos los casos mencionados la explicación, racionalista de la oposición a un cambio se funda en aquel grupo de conceptos con el cual se relacionan íntimamente las emociones excitadas. En el caso del vestido, se aducen razones sobre la impropiedad del estilo; en el caso de la herejía se dan pruebas de que la nueva doctrina es un ataque a la verdad eterna, y así en todos los otros.

Un profundo análisis introspectivo revela que estas razones son tan sólo tentativas para interpretar nuestros sentimientos de desagrado; que nuestra oposición no es en modo alguno dictada por el raciocinio consciente, sino primordialmente por el afecto emocional de la nueva idea que crea una disonancia con lo acostumbrado.

En todos estos casos, la costumbre se obedece con tanta frecuencia y regularidad que el acto habitual se convierte en automático; es decir, su ejecución no está ordinariamente combinada con el menor grado de conciencia. Por consiguiente, el valor emocional de estas acciones es muy leve. Cabe señalar, sin embargo, que cuanto más automática es una acción, tanto más difícil es ejecutar la acción opuesta, ya que ésta exige un gran esfuerzo y, en general, va acompañada de un marcado sentimiento de disgusto. También es dable observar que cuando se ve a otra persona ejecutar la acción desacostumbrada despierta nuestra atención y nos provoca sentimientos de desagrado. Así sucede que cuando ocurre una infracción a lo acostumbrado, todos los grupos de ideas con que se asocia la acción son llevados al plano de la conciencia. Un plato de carne de perro despertaría todas las ideas de compañerismo; un banquete de caníbales, todos los principios sociales que se han convertido en nuestra segunda naturaleza. Cuando más automática se hace una serie de actividades, una cierta forma de pensamiento, tanto mayor es el esfuerzo consciente necesario para apartarse del viejo hábito de obrar y pensar, y mayor también el disgusto o al menos la sorpresa que produce una innovación. El antagonismo contra ella es una acción refleja acompañada de emociones que no se deben a la especulación consciente. Cuando tenemos conciencia de esta reacción emocional procuramos interpretarla por un proceso de razonamiento. Esta razón debe basarse necesariamente en las ideas que surgen a la conciencia tan pronto ocurre una infracción a la costumbre establecida; en otras palabras nuestra explicación racionalista dependerá del carácter de las ideas asociadas.

Estas tendencias son también la base del éxito de los fanáticos y de la propaganda hábilmente dirigida. El fanático que juega con las emociones de las masas y apoya sus prédicas en razones ficticias, y el demagogo inescrupuloso que despierta odios semidormidos e intencionalmente inventa razones que dan a la masa crédula una excusa plausible para ceder a las pasiones excitadas, aprovechan el deseo del hombre de dar una excusa racional a acciones que están fundamentalmente basadas en una emoción no razonada. El papa Urbano II triunfó en su llamado a la devoción religiosa gracias al pretexto de que la Tierra Sarta estaba en manos de los infieles, aunque las fuerzas motrices fueron en gran medida políticas y económicas. Pedro el Ermitaño se entregó como un fanático a la tarea de hacer conocer sus palabras por toda Europa. En la Guerra Mundial la propaganda basada en supuestas crueldades fue empleada para inflamar a las gentes. Hitler y sus satélites usan el prejuicio racial para favorecer sus planes. Tanto él como Houston Stewart Chamberlain admiten cínicamente que una tergiversación de la verdad, si sirve para apoyar sus propósitos, es permisible.

Todos estos ejemplos ilustran que aún en nuestra civilización, el pensamiento popular está primariamente dirigido por la emoción, no por la razón; y que el raciocinio inyectado en la conducta emocionalmente determinada depende de diversas condiciones y es, por consiguiente, variable en el transcurso del tiempo.

Volvamos ahora nuestra atención al análisis de fenómenos análogos en la vida primitiva. Aquí, el disgusto por todo lo que se desvíe de la costumbre del país se marca aun con más fuerza que en nuestra civilización. Si no se acostumbra dormir en una casa con los pies vueltos hacia el fuego, una violación de esta costumbre es temida y evitada. Si en cierta sociedad los miembros del mismo clan no se casan entre sí surgirá el aborrecimiento más arraigado hacia tales uniones. No es necesario multiplicar los ejemplos porque es un hecho bien conocido que cuanto más primitivo es un pueblo, en tantos más sentidos se verá trabado por costumbres que regulan la conducta de la vida diaria en todos sus detalles. Esto no implica que todos los individuos adhieran con igual rigidez a cada costumbre; es característica la multiplicidad de costumbres habituales que controlan la vida. Tenemos motivos para concluir, de acuerdo con nuestra propia experiencia, que de igual modo que entre nosotros en las tribus primitivas la resistencia a cualquier desviación de las costumbres firmemente establecidas se debe a una reacción emocional no a un razonamiento consciente. Esto no excluye la posibilidad de que el primer acto especial, que en el transcurso del tiempo se tornó usual, pueda deberse a un proceso mental consciente; pero parece probable que muchas costumbres llegaron a existir sin que se produjera ninguna actividad consciente. Su desarrollo debe haber sido de la misma clase que el de las categorías que se reflejan en la morfología de los idiomas, y que jamás pudieron ser conocidas por los que hablan esos idiomas. Por ejemplo, la teoría de Cunow sobre el origen de los sistemas sociales australianos es admisible, aunque no la única posible. Algunas tribus están divididas en cuatro grupos exogámicos. Las leyes de la exogamia exigen que un miembro del primer grupo se case con un miembro del segundo grupo, y un miembro del tercer grupo con uno del cuarto. Cunow explica estas costumbres demostrando que cuando éstas disponen que en una tribu que esta dividida en dos unidades exogámicas, sólo se permita contraer matrimonio a miembros de la misma generación, es natural que se desarrollen condiciones semejantes a las que se observan en Australia, si cada grupo tiene un nombre, y se usa una serie de nombres para las generaciones impares, y otra serie de nombres para las pares. Si designamos las dos divisiones tribales por las letras A y B, las generaciones por «impar» y «par», los nombres de las cuatro divisiones serían A impar, A par, B impar, B par; y en los matrimonios en que se nombra primero el sexo que determina el grupo a que pertenecen los hijos, encontramos que

A impar debe casarse con B impar, y sus hijos son A par

B impar debe casarse con A impar, y sus hijos son B par

A par debe casarse con B par, y sus hijos son A impar

B par debe casarse con A par, y sus hijos son B impar

Podemos suponer que originalmente cada generación se mantuvo aislada, y por lo tanto los matrimonios entre miembros de dos generaciones sucesivas eran imposibles, porque sólo los hombres y mujeres casaderos de una generación entraban en contacto. Más adelante, cuando las generaciones sucesivas no eran de edades tan distintas y terminó su separación social, la costumbre se había establecido, y no caducó con el cambio de condiciones.

Existe un buen número de casos en que es al menos concebible que las antiguas costumbres de un pueblo en un medio nuevo se conviertan en tabú. Creo por ejemplo, que no es improbable que el tabú esquimal que prohíbe consumir caribú y foca en un mismo día pueda deberse a la vida alternativamente costera y de tierra adentro del pueblo. Cuando cazan tierra adentro, no cuentan con focas, y por consiguiente sólo pueden comer caribú. Cuando cazan en la costa, no tienen caribú, y por consiguiente sólo pueden comer foca. El simple hecho de que en una estación sólo se pueda comer caribú y en otra estación sólo foca, puede haber conducido a una resistencia a cambiar esta costumbre; así, por no poder comer al mismo tiempo las dos clases de carne durante un largo período, se desarrolló la ley de que las dos clases de carne no deben ser comidas al mismo tiempo. Creo que es probable también que el tabú respecto al pescado, de algunas de nuestras tribus sud-occidentales, pueda tener origen en el hecho de que las tribus vivieron durante mucho tiempo en una región donde no se disponía de pescado y que la imposibilidad de obtenerlo se convirtió en la costumbre de no comerlo. Estos casos hipotéticos demuestran que el origen inconsciente de las costumbres es enteramente concebible, aunque, por supuesto, no necesario. Sin embargo, parece seguro que aun cuando ha existido un raciocinio consciente que condujo al establecimiento de una costumbre, pronto cesó de ser así y en cambio encontramos una directa resistencia emocional a toda infracción de la costumbre.

Otras acciones, consideradas propias o impropias, se mantienen solamente por la fuerza de la costumbre y no se aducen razones para su aparición, aunque la reacción contra una violación de la costumbre pueda ser violenta. Si entre los indios de la isla de Vancouver está mal visto que una joven de la nobleza abra mucho la boca y coma ligero, una desviación de esta costumbre provocaría también hondo disgusto, en este caso por cuanto importaría una incorrección capaz de perjudicar seriamente la situación social de la culpable. El mismo grupo de sentimientos entra en juego cuando un miembro de la nobleza europea, se casa con una persona de condición social inferior. En casos más triviales, traspasar los límites de la costumbre expondría nuevamente al ridículo al transgresor a causa de la incorrección del acto. Todos estos casos pertenecen psicológicamente al mismo grupo de reacciones emocionales contra infracciones de hábitos automáticos establecidos.

Podría parecer que en la sociedad primitiva apenas existiría la oportunidad de traer al plano consciente la fuerte resistencia emocional contra infracciones de costumbres, pues en general se las respeta rígidamente. Hay un rasgo de la vida social, sin embargo, que tiende a mantener la adhesión a las acciones acostumbradas en la mentalidad del pueblo. Se trata de la educación de la juventud. El niño en quien no se ha desarrollado todavía la conducta habitual de su medio adquiere gran parte de ella por imitación inconsciente. En muchos casos, sin embargo, procederá de una manera distinta a la usual, y será corregido por sus mayores. Quien quiera que esté familiarizado con la vida primitiva sabe que se exhorta constantemente a los niños a seguir el ejemplo de sus mayores, y toda colección de tradiciones cuidadosamente recogidas contiene numerosas referencias o consejos dados por los padres a sus hijos inculcándoles el deber de observar las costumbres de la tribu. Cuanto mayor sea el valor emocional de una costumbre, tanto más fuerte será el deseo de grabarla en la mente de los jóvenes. De este modo hay amplia oportunidad de que surja al plano consciente la resistencia a las infracciones.

Estas condiciones ejercen una fuerte influencia sobre el desarrollo y conservación de las costumbres; pues, tan pronto la infracción a la costumbre se eleva a la conciencia, deben presentarse ocasiones en que las gentes ya sea debido a las preguntas de los niños, o bien siguiendo su propia tendencia a la especulación se encuentran confrontados con el hecho de que existen ciertas ideas a las cuales no pueden dar ninguna explicación, salvo que están allí. El deseo de entender los propios sentimientos y acciones, de penetrar en los secretos del mundo, se manifiesta desde muy temprana edad, y no puede sorprender por consiguiente, que el hombre en todas las etapas de la cultura comience, a especular sobre los motivos de sus propias acciones.

Hemos visto antes que no es necesario que exista un motivo consciente para muchas de ellas, y por esta razón se desarrolla la tendencia a descubrir los motivos que puedan determinar nuestro comportamiento habitual. Es por eso que, en todas las etapas de la cultura, las acciones usuales son objeto de explicaciones secundarias que no tienen nada que ver con su origen histórico, sino que son inferencias basadas en los conocimientos generales que posee el pueblo. La existencia de tales interpretaciones secundarias de acciones habituales es uno de los fenómenos antropológicos más importantes, apenas menos común en nuestra sociedad que en otras más primitivas. Es una observación corriente la de que deseamos o actuamos primero, y luego tratamos de justificar nuestros deseos y acciones. Cuando, por nuestra educación juvenil, actuamos en cierto partido político, a la mayoría no nos impulsa una clara convicción de la justicia de los principios de nuestro partido, sino que lo hacemos porque se nos ha enseñado a respetarlo como el partido a que corresponde pertenecer. Sólo entonces justificamos nuestro punto de vista tratando de convencemos de que estos principios son los correctos. Sin un razonamiento de esta índole, la estabilidad y la distribución geográfica de los partidos políticos, lo mismo que la de las sectas religiosas sería absolutamente ininteligible. Esta teoría es corroborada por las torturas mentales que acompañan la liberación del espíritu de opiniones tradicionales que poseen un valor sentimental. Un examen sincero de nuestras propias mentes nos convence de que el hombre medio, en la gran mayoría de los casos, no determina sus acciones por el raciocinio, sino que primero actúa, y luego justifica o explica sus actos por las consideraciones secundarias más corrientes entre nosotros.

Hemos analizado aquí esa clase de acciones en que una ruptura con lo acostumbrado trae a la conciencia su valor emocional y suscita una fuerte resistencia a cambiar, secundariamente explicada por razones que prohíben un cambio. Hemos visto también que el material tradicional con que opera el hombre determina el tipo particular de idea explicativa que se asocia con el estado emocional de la mente. El hombre primitivo generalmente basa estas explicaciones de sus costumbres en conceptos que se relacionan íntimamente con sus opiniones generales acerca de la constitución del mundo. Cierta idea mitológica puede ser considerada como el fundamento de una costumbre o de que se eviten ciertas acciones, o bien puede darse a la costumbre un significado simbólico, o vincularse simplemente al temor de la mala suerte. Evidentemente esta última clase de explicaciones es idéntica a la de muchas supersticiones que perduran entre nosotros.

El resultado esencial de este estudio es la conclusión de que el origen de las costumbres del hombre primitivo no debe buscarse en procesos racionales. La mayor parte de los investigadores que han tratado de elucidar la historia de las costumbres y tabús expresan la opinión de que su origen reside en especulaciones sobre las relaciones entre el hombre y la naturaleza; que, para el hombre primitivo, el mundo está colmado de objetos de poder sobrehumano y de influencias que pueden dañar al hombre a la menor provocación; que el trato cuidadoso de tales objetos y los esfuerzos por evitar conflictos con estos poderes dictan las innumerables reglas supersticiosas. De ello se recoge la impresión de que los hábitos y opiniones del hombre primitivo se han formado por razonamiento consciente. Parece claro, sin embargo, que toda esta línea de pensamiento seguiría siendo consecuente si se supusiera que los procesos surgen sin razonamiento consciente de la clasificación de la experiencia sensorial. Aun considerada de este modo la función esencial que desempeñan en su formación las presiones emocionales no recibiría toda la importancia que es preciso adjudicarle.

La teoría necesita ser ampliada, porque parecería que muchas costumbres y creencias pueden haber surgido sin ninguna clase de participación mental activa, tales, por ejemplo, como las que se establecieron por las condiciones generales de vida, y se elevaron a la conciencia tan pronto éstas cambiaron. No dudo en absoluto de que haya casos en que las costumbres se originaron en un razonamiento más o menos consciente; pero estoy igualmente seguro de que otras se originaron sin él, y de que nuestra teoría debiera abarcar ambos puntos de vista.

El estudio de la vida primitiva presenta un gran número de asociaciones de diferente tipo, que no se explican fácilmente. Ciertos modelos de ideas asociadas pueden ser reconocidas en todos los tipos de cultura.

Los colores sombríos y la depresión del ánimo están estrechamente vinculados en nuestras mentes, aunque no en las de pueblos de cultura foránea. El ruido parece impropio en un ambiente de tristeza, aunque entre los primitivos el fuerte lamento del que llora a un deudo es la expresión natural del dolor. El arte decorativo sirve para agradar a la vista; sin embargo un dibujo como el de la cruz ha conservado su significado simbólico.

En general, tales asociaciones entre grupos de ideas aparentemente inconexas son poco frecuentes en la vida civilizada. Que existieron en una época lo demuestran los testimonios históricos y también la supervivencia de viejas ideas que desaparecieron y cuyas formas exteriores perduran. En la cultura primitiva estas asociaciones ocurren en gran cantidad. Para analizarlas podríamos empezar con ejemplos que tienen sus analogías en nuestra propia civilización, y que nos resultan, por lo tanto, fáciles de concebir.

El dominio más extenso de tales costumbres es el del ritual. Acompañando acciones importantes aparecen numerosas formas rituales fijas que no tienen ninguna relación con el acto mismo pero son formalmente aplicadas en diversas situaciones. Para nuestra consideración presente, su significado original carece de interés. Muchas son tan viejas que su origen debe buscarse en la antigüedad y aún en los tiempos prehistóricos. En nuestros días, el dominio del ritual es restringido, pero en la cultura primitiva llena la vida entera.

Ni un solo acto de cierta importancia puede ser ejecutado sin que le acompañen ritos establecidos de forma más o menos elaborada. Se ha comprobado en muchos casos que los ritos son más estables que sus explicaciones; que ellos simbolizan ideas entre gente diferente y en diferentes épocas. La diversidad de ritos es tan grande, y su existencia tan universal, que puede hallarse aquí la mayor variedad posible de asociaciones.

Es posible aplicar este punto de vista a muchas de las características más fundamentales de la vida primitiva, cuyo surgimiento e historia se toman más inteligibles cuando se las considera debidas a asociaciones entre pensamientos y actividades heterogéneas.

En nuestra sociedad moderna, excepto entre los adeptos de la aún floreciente astrología, la consideración de los fenómenos cósmicos constantemente se asocia con los esfuerzos por darles una explicación conveniente basada en el principio de la causalidad. En la sociedad primitiva, la consideración de los mismos fenómenos conduce a una cantidad de asociaciones típicas diferentes de las nuestras, pero que ocurren con notable regularidad entre tribus de las más remotas partes del mundo. Un excelente ejemplo de este tipo es la regular asociación de observaciones referentes a fenómenos cósmicos con sucesos puramente humanos; en otras palabras, la aparición de mitos de la naturaleza. El rasgo característico de los mitos de la naturaleza es la asociación entre los sucesos cósmicos observados y lo que podría llamarse un argumento novelesco basado en la forma de vida social familiar a la gente. Su trama suele desarrollarse como un relato de aventuras humanas. La asociación con los cuerpos celestiales, los truenos o el viento la convierten en un mito de la naturaleza. La distinción entre leyenda popular y mito de la naturaleza reside en la asociación del último con los fenómenos cósmicos. Esta asociación no se desarrolla como es lógico, en la sociedad moderna. Si todavía se la advierte de vez en cuando, está basada en la supervivencia del mito tradicional de la naturaleza. En la sociedad primitiva, por el contrario, se la encuentra constantemente. La investigación del motivo de esta asociación es un problema muy atractivo, cuya solución sólo puede conjeturarse en parte.

Un número de ejemplos distintos demostrarán que la clase de asociación a que hacemos referencia es sumamente común en la vida primitiva. Un excelente ejemplo es el que ofrecen ciertas características del arte decorativo primitivo. Entre nosotros casi el único propósito decorativo es el estético. Deseamos embellecer los objetos que son decorados. Reconocemos una cierta propiedad de los motivos decorativos de acuerdo con su electo emocional y los usos a que se destinan los objetos En la vida primitiva las condiciones son muy diferentes. Extensas investigaciones sobre arte decorativo en todos los continentes han demostrado que muy comúnmente se asigna al dibujo decorativo un sentido simbólico. Entre muchas tribus primitivas puede darse alguna explicación a los diseños en uso. En ciertos casos, la significación simbólica puede ser excesivamente débil, quizás apenas un nombre, otras veces es muy elaborada. Los dibujos triangulares y cuadrangulares de los indios de las llanuras norteamericanas, por ejemplo, a menudo contienen significados simbólicos. Pueden ser narraciones de hechos de guerra, plegarias, o bien transmitir otras ideas relativas a lo sobrenatural. Parecería casi que entre muchas tribus primitivas el arte decorativo por sí mismo no existe. Las únicas analogías en el arte decorativo moderno son por ejemplo el uso de la bandera, de la cruz o los de emblemas de sociedades secretas con propósitos de adorno; pero su frecuencia es insignificante comparada con las tendencias simbólicas generales del arte primitivo. Tenemos aquí otro tipo de asociación característica de la sociedad primitiva y completamente distinta de la que encontramos entre nosotros. Entre los primitivos el fin estético se combina con el simbólico, mientras en la vida moderna el motivo estético es o bien independiente por completo o bien asociado a ideas utilitarias. El arte simbólico moderno parece ineficaz porque en nuestra cultura no poseemos un estilo de simbolismo generalmente reconocido, y un simbolismo individual resulta ininteligible para todos con excepción de su creador.

En la costa septentrional del Pacífico en América, el diseño animal, que se encuentra en muchas otras partes del mundo, se ha asociado firmemente con la idea totémica y ha conducido a una aplicación sin igual de estos motivos. Esto también puede haber ayudado a preservar el carácter realista de ese arte (Boas 13). Entre los sioux, la alta valoración de la fuerza militar, y el hábito de referir los hechos de guerra ante la tribu, han sido las causas que indujeron a los hombres a asociar la decoración de sus prendas de vestir con acontecimientos belicosos; de modo que entre ellos ha surgido un simbolismo militar, mientras que las mujeres de la misma tribu explican el mismo dibujo de manera enteramente diferente (Wissler). En este último caso no tenemos mayor dificultad en seguir la línea de pensamiento que conduce a la asociación entre formas de decoración e ideas militares, aunque en general nuestra mentalidad exige un esfuerzo mucho más consciente que la del hombre primitivo. El mismo hecho de que esté tan difundida la aparición del simbolismo decorativo demuestra que esta asociación debe establecerse automáticamente y sin razonamiento consciente.

Podría surgir la objeción de que lo que hemos llamado asociaciones son en realidad supervivencias de unidades mucho más antiguas; que todo mito de la naturaleza fue en su origen un relato agregado a fenómenos naturales; que el arte decorativo fue vehículo de expresión de ideas definidas; o que la imaginación del hombre primitivo vio a los fenómenos naturales en la forma de las acciones y el destino humanos y que las antiguas formas representativas se hicieron simbólicas en el transcurso del tiempo. Como quiera que sea, ya que de acuerdo con nuestros argumentos previos concluimos que las actividades mentales de todos los primitivos son esencialmente semejantes, se deducirá que estas tendencias aún pueden ser observadas.

La experiencia demuestra que no existe tal unidad original que sustente los relatos míticos o el arte decorativo. No hay una relación firme entre el contenido de un relato y el fenómeno natural que él representa. Tampoco existe tal relación entre la forma decorativa y su simbolismo.

Así lo evidencia el estudio de la migración de los relatos y estilos artísticos. El carácter simbólico del arte decorativo no impide la difusión de diseños o de un estilo íntegro de pueblo a otro. Tal fue el caso, por ejemplo, entre las tribus de nuestras planicies del noroeste, cuyo arte fue copiado en su mayor parte de sus vecinos más meridionales; pero no han adoptado al mismo tiempo sus interpretaciones simbólicas sino que inventaron sus propias interpretaciones.

Un ejemplo de esta clase es el triángulo isósceles de cuya base descienden una cantidad de cortas lineas verticales. En el árido sudoeste esto es interpretado como una nube de la que se precipita la deseada lluvia; entre las tribus móviles de las llanuras es una tienda con sus ganchos que sostienen el toldo protector; entre otras una montaña al pie de la cual hay una cantidad de manantiales; en la costa de Alaska representa la pata de un oso con sus garras. Pueden citarse ejemplos similares de otras regiones, como las espirales de Siberia que son reinterpretadas como cabezas de pájaros por el gilyak (Laufer 1), y como cascos de caballos por el yakut (Jochelson 1). La Y tallada que sirve de ornamento entre los esquimales ha sido convertida en una cola de ballena, ensanchando su base y brazos, o en una flor mediante la adición de pequeños círculos en las puntas de los brazos.

Presumo que la explicación de los dibujos adaptados fue el resultado de un proceso que se inició cuando, al hallarse agradables los modelos, éstos fueron imitados. De acuerdo con los intereses culturales prevalecientes encontrase luego una interpretación en armonía con el tipo de pensamiento de la tribu. En todos estos casos el dibujo debe ser más antiguo que su interpretación.

La mitología primitiva ofrece un ejemplo similar. La misma clase de relatos es conocida, en áreas enormes, pero el uso mitológico que se les aplica es localmente diferente. Así, puede hacerse uso algunas veces de una aventura vulgar referente a las hazañas de algún animal para explicar algunas de sus características especiales mientras en otras oportunidades se la acepta como explicación del origen de ciertas costumbres, o de constelaciones del cielo, T. T.

Waterman ha reunido numerosos datos de esta índole. La historia de la mujer que se convirtió en madre de una camada de perros es un ejemplo típico. Entre los esquimales explica el origen de los europeos; en Alaska meridional, el de la Vía Láctea, el arco iris y las tormentas de truenos; en la isla Vancouver, el de un número de arrecifes, y entre otros aún, el origen de la tribu. En el interior de la Columbia Británica da razón del origen de un tabú; más al norte, del origen de Orion y las características de varias clases de animales; entre los blackfoot, del origen de la sociedad canina, y entre los arapaho, de por qué el perro es amigo del hombre. Ejemplos de esta clase pueden hallarse en gran cantidad. No existe la menor duda en mi espíritu de que el relato como tal es más viejo que su significación mitológica. El rasgo característico del desarrollo del mito de la naturaleza es, primero, que el relato está asociado a tentativas de explicar las condiciones cósmicas (a esto ya nos hemos referido antes); y segundo, que cuando el hombre primitivo tuvo conciencia del problema cósmico escudriñó el campo íntegro de sus conocimientos en busca de algo que pudiera ajustarse al problema en cuestión y dar a su espíritu una explicación satisfactoria. Mientras la clasificación de conceptos, los tipos de asociación y la resistencia al cambio de los actos automáticos se desarrollaron inconscientemente, las explicaciones secundarias se deben al razonamiento consciente.

Daré otro ejemplo aún de una forma de asociación característica de la sociedad primitiva. En la sociedad moderna, la organización social, incluida la agrupación de las familias, está basada esencialmente en el parentesco sanguíneo y en las funciones sociales desempeñadas por cada individuo. Excepto en la medida en que incumbe a la iglesia el nacimiento, el matrimonio y la muerte, no hay conexión entre la organización social y la creencia religiosa. Estas condiciones son completamente distintas en la sociedad primitiva, donde encontramos una inextricable asociación de ideas y costumbres relativas a la sociedad y a la religión. Así como en el arte, la forma tiende a asociarse con ideas enteramente ajenas a él, así en la unidad social tiende a asociarse con diversas impresiones de la naturaleza, particularmente con las divisiones del mundo animal. Esta forma de asociación me parece el rasgo fundamental del totemismo tal como se le observa entre muchas tribus americanas, y también en Australia, Melanesia y África. He mencionado antes este rasgo característico que consiste en un vinculo peculiar que se cree que existe entre cierta clase de objetos, animales generalmente, y en cierto grupo social, relación válida para un grupo, pero reemplazada en otros por una distinta en su contenido, aunque idéntica en la forma. Con frecuencia el grupo social relacionado con el mismo tótem está compuesto por parientes consanguíneos, verdaderos o supuestos. Por esta razón, las reglas matrimoniales están a menudo implicadas en las costumbres y creencias relativas al totemismo. Además, la relación del hombre con la clase de objetos o animales emparentados asume frecuentemente un sentido religioso, de modo que a cada grupo se le atribuyen ciertos poderes sobrenaturales o incapacidades relacionadas con su tótem. Que tales sentimientos no son de ninguna manera improbables o raros siquiera lo demuestra suficientemente el análisis psicológico de las actitudes de la alta nobleza europea, o los sentimientos nacionalistas en su forma extrema. No es difícil entender cómo un entusiasmo desbordante de propia estimación de una comunidad puede convertirse en una emoción poderosa o en una pasión que, a causa de la falta de explicación racional del mundo, tenderá a asociar los miembros de la comunidad con todo lo que es bueno y poderoso. Psicológicamente, por lo tanto, podemos comparar el totemismo con esas formas familiares de sociedad en que ciertas clases sociales reclaman privilegios por la gracia de Dios, o donde el santo patrono de una comunidad favorece a sus miembros con su protección. A pesar de estas analogías nos resulta difícil entender la riqueza de formas de asociaciones que ocurren en la sociedad primitiva, pues este tipo de pensamiento ha perdido mucha de su fuerza en nuestra civilización.

El desenvolvimiento del arte moderno nos revela, en parte al menos, de qué modo surgen tales asociaciones. La música descriptiva de los tiempos modernos acusa vivo contraste con la música del siglo XVIII. Esta última era una música de belleza formal. Existía esencialmente en función de música pura o de música y danza. La moderna en cambio asocia los elementos musicales con elementos tomados de experiencias enteramente ajenas al dominio de la música.

Todas estas consideraciones indican que la separación de estos fenómenos complejos no se debe a una desintegración de antiguas unidades que, por ejemplo, el arte y el simbolismo, la narración y el mito estuvieran en su origen unidas indisolublemente, que los diversos grupos de ideas y actividades existieran siempre en mutua conexión, sino que sus asociaciones fluían constantemente.

Cualquiera sea la forma en que se produjeron estas asociaciones no hay duda de que existen, de que, psicológicamente consideradas son del mismo carácter que las analizadas previamente, y de que la mente racionalizadora del hombre pronto perdió el hilo histórico y reinterpretó las costumbres establecidas en conformidad con la tendencia general del pensamiento de su cultura. Se justifica pues que concluyamos que estas costumbres también deben ser estudiadas por el método histórico, porque es poco probable que sus asociaciones presentes sean originales, y sí más bien secundarias.

Es quizás aventurado discutir en el momento actual el origen de estos tipos de asociación; con todo, puede admitirse que nos detengamos a observar algunos de los hechos más generalizados que parecen caracterizar la cultura primitiva, comparada con la civilización. Desde nuestro punto de vista, la característica más notable de la cultura primitiva es el gran número de asociaciones de grupos de fenómenos enteramente heterogéneos, tales como los fenómenos naturales y los estados emocionales, agrupaciones sociales y conceptos religiosos, arte decorativo e interpretación simbólica. Estas asociaciones tienden a desaparecer con el acercamiento a nuestra civilización actual, aunque un análisis cuidadoso revela la persistencia de muchas de ellas, y la tendencia de cada acto automático a establecer sus propias asociaciones de acuerdo con las situaciones mentales en que éste ocurre regularmente. Uno de los grandes cambios acontecidos puede expresarse quizá mejor afirmando que en la cultura primitiva las impresiones del mundo exterior están íntimamente asociadas a impresiones subjetivas, que ellas ponen de manifiesto regularmente, pero que están determinadas en considerable medida por las circunstancias sociales del individuo. Poco a poco se reconoce que estas conexiones son más inestables que otras que permanecen iguales para toda la humanidad, y en toda clase de circunstancias sociales; y así sobreviene la gradual eliminación de una asociación subjetiva una tras otra, que culmina en el método científico de la hora actual. También podemos expresar esto diciendo que cuando nuestra atención se dirige a un cierto concepto adornado de toda una orla de conceptos incidentes relacionados con él, nosotros inmediatamente lo asociamos con el grupo representado por la categoría de causalidad. Cuando el mismo concepto aparece en la mente del hombre primitivo, éste se asocia con conceptos relacionados con estados emocionales.

Si esto es verdad, entonces las asociaciones de la mente primitiva son heterogéneas, y las nuestras homogéneas y consecuentes sólo desde nuestro propio punto de vista. Para la mentalidad del hombre primitivo únicamente sus propias asociaciones pueden ser racionales. Las nuestras deben parecerle tan heterogéneas como las suyas a nosotros, porque la conexión entre los fenómenos del mundo, como aparece después de eliminar las asociaciones emocionales por un conocimiento creciente, no existe para él, mientras que nosotros ya no podemos sentir las asociaciones subjetivas que gobiernan su mente.

Esta singularidad de asociación es también otra expresión del conservadurismo de la cultura primitiva y la mutabilidad de muchos rasgos de nuestra civilización. Hemos tratado de demostrar que la resistencia al cambio se debe en gran parte a fuentes emocionales, y que en la cultura primitiva las asociaciones emocionales son el tipo prevaleciente: de aquí la resistencia a lo nuevo. En nuestra civilización, por el contrario, muchas acciones se ejecutan simplemente como un medio hacia un fin racional. No penetra con suficiente profundidad en nuestro espíritu como para establecer conexiones que les otorguen valores emocionales: de ahí nuestra fácil disposición al cambio. Reconocemos sin embargo, que no podemos rehacer, sin seria resistencia emocional, ninguna de las líneas fundamentales de pensamiento y acción que están determinadas por nuestra educación juvenil, y forman la base subconsciente de todas nuestras actividades. Así lo evidencia la actitud de las comunidades civilizadas hacia la religión, política, arte y los conceptos fundamentales de la ciencia. En el individuo medio de tribus primitivas, el raciocinio no puede vencer esta resistencia emocional, y para provocar el cambio es menester una destrucción de las asociaciones emocionales existentes por medios más poderosos. Esto puede ocurrir como consecuencia de algún acontecimiento que conmueva hondamente la mentalidad del pueblo o por cambios económicos y políticos contra los cuales la resistencia es imposible. En la civilización existe una disposición constante a modificar aquellas actividades que carecen de valor emocional. Esto es cierto no sólo para las actividades orientadas hacia fines prácticos, sino también para las otras que han perdido sus asociaciones, y que están sujetas a la moda. Quedan otras, empero, que se conservan con gran tenacidad y que se defienden contra todo razonamiento, porque su fuerza radica en sus valores emocionales. La historia del progreso de la ciencia ofrece ejemplo tras ejemplo del poder de resistencia que poseen las viejas ideas, aún después que el creciente conocimiento del mundo ha minado el terreno en que se apoyaban. Su derrocamiento no se produce hasta que surge una nueva generación, para quien lo viejo no significa ya algo querido y próximo.

Por otra parte, existen mil actividades y modos de pensamiento que constituyen nuestra vida diaria, de las que no tenemos en absoluto conciencia hasta que entramos en contacto con otros tipos de vida, o hasta que se nos impide actuar conforme a nuestra costumbre, aunque no es posible de ningún modo sostener que éstos sean más razonables que otros, y a los que, no obstante, nos aferramos. Parecería como si éstos fueran apenas menos numerosos en la civilización que en la cultura primitiva, porque constituyen toda la serie de hábitos bien establecidos conforme a los cuales se ejecutan las acciones necesarias de la vida cotidiana, y que se aprenden no tanto por instrucción como por imitación.

También podemos expresar estas conclusiones en otra forma. Mientras que en los procesos lógicos encontramos una decidida tendencia a eliminar los elementos tradicionales con el progreso de la civilización, no es posible hallar una disminución tan marcada en la fuerza de los elementos tradicionales de nuestras actividades. La costumbre las gobierna casi tanto entre nosotros como entre los primitivos. Hemos visto por qué debe ser así. Los procesos mentales que intervienen en la formación de los juicios se basan principalmente en asociaciones de juicios previos. Este proceso de asociación es el mismo entre los hombres primitivos y civilizados, y la diferencia consiste especialmente en la modificación del material tradicional con que se amalgaman nuestras nuevas percepciones. En el caso de las actividades, las condiciones son algo diferentes. Aquí la tradición se manifiesta en una acción ejecutada por el individuo. Cuanto más frecuentemente se repite esta acción, con tanta más firmeza se establecerá, y tanto menor será el equivalente consciente que acompañe a la acción; de modo que los actos habituales que son de repetición muy frecuente se toman por completo subconscientes. Paralelamente a esta disminución de la conciencia, ocurre un aumento en el valor emocional de la omisión de tales actividades, y más aún de la ejecución de acciones contrarias a la costumbre. Se requiere mucha fuerza de voluntad para inhibir una acción establecida firmemente, y junto con este esfuerzo de la voluntad se experimenta un intenso disgusto.

Así pues un cambio importante de cultura primitiva a civilizada parece consistir en la eliminación gradual de lo que podría llamarse las asociaciones emocionales, socialmente determinadas, de impresiones sensoriales y de actividades, que son paulatinamente substituidas por asociaciones intelectuales. Este proceso es acompañado por una pérdida de conservatismo que no se extiende, empero, al campo de las actividades habituales que no entran en el plano consciente, y sólo en escasa medida a aquellas generalizaciones que constituyen la base de todos los conocimientos impartidos durante el curso de la educación.