Capítulo I

Introducción

Un examen de nuestro globo nos muestra cómo los continentes se hallan habitados por una gran diversidad de pueblos que difieren en aspecto, idioma y vida cultural. Los europeos y sus descendientes de otros continentes están unidos por una estructura física similar y su civilización los destaca nítidamente de todos los pueblos de aspecto distinto. El chino, el natural de Nueva Zelanda, el negro africano y el indio americano no sólo presentan rasgos físicos característicos, sino que poseen cada uno su propio y peculiar estilo de vida. Cada tipo humano parece tener sus propias invenciones, costumbres y creencias, y generalmente se da por sentado que raza y cultura han de estar íntimamente asociadas y que el origen racial determina la vida cultural.

A esta impresión se debe que el vocablo «primitivo» tenga una doble significación. Se aplica tanto a la forma corporal como a la cultura. Estamos habituados a hablar de razas primitivas y culturas primitivas, como si ambas estuvieran necesariamente relacionadas. No sólo creemos en una estrecha asociación entre raza y cultura, sino que estamos dispuestos a sostener la superioridad de nuestra raza sobre todas las demás. Las causas de esta actitud provienen de nuestra experiencia diaria. La forma corporal tiene un valor estético. El color oscuro, la nariz ancha y chata, los labios gruesos y la boca prominente del negro, y los ojos sesgados y pómulos salientes del asiático oriental no concuerdan con los ideales de belleza humana a que estamos acostumbrados los hombres de tradición europea occidental. El aislamiento racial de Europa y la separación social de las razas en América han favorecido el desarrollo de la así llamada aversión «instintiva» a los tipos extranjeros, que se basa en gran parte en el sentimiento de una fundamental diferencia de forma corporal de nuestra propia raza. Es el mismo sentimiento que crea una aversión «instintiva» a los tipos anormales o feos en nuestro medio o hábitos que no se ajustan a nuestro sentido del decoro. Más aún, tales tipos extraños que son miembros de nuestra sociedad ocupan, por regla general, posiciones inferiores y no se mezclan de manera considerable con miembros de nuestra propia raza. En su país de origen su vida cultural no ha llegado a ser una realización intelectual tan rica como la nuestra. De ahí la deducción de que tipo foráneo y escasa inteligencia, van de la mano. En esta forma nuestra actitud se torna inteligible, aunque reconocemos que no está basada en el conocimiento científico sino en simples reacciones emocionales y en condiciones sociales. Nuestras aversiones y juicios no son, en modo alguno, de carácter fundamentalmente racional.

A pesar de esto, nos place sostener con razonamientos nuestra actitud emocional hacia las llamadas razas inferiores. La superioridad de nuestras invenciones, el alcance de nuestros conocimientos científicos, la complejidad de nuestras instituciones sociales, nuestros esfuerzos para promover el bienestar de todos los miembros del organismo social, crean la impresión de que nosotros, los pueblos civilizados, hemos dejado muy atrás las etapas en que se hallan detenidos otros grupos; así ha surgido la suposición de una superioridad innata de las naciones europeas y sus descendientes. La base de nuestro razonamiento es obvia; cuanto más avanzada es una civilización, mayor debe ser la aptitud para la civilización, y como la aptitud presumiblemente depende de la perfección del mecanismo de cuerpo y mente, inferimos que la raza blanca representa el tipo superior. Se llega así al presupuesto tácito de que el logro depende solamente, o al menos principalmente, de una capacidad racial innata. Toda vez que el desarrollo intelectual de la raza, blanca es el más elevado, se supone que su intelectualidad es suprema y que su mente tiene la organización más sutil.

La convicción de que las naciones europeas poseen una aptitud superior sustenta nuestras impresiones respecto a la significación de las diferencias de tipo entre la raza europea y las de otros continentes, o aun de las diferencias entre varios tipos europeos. Inconscientemente seguimos un razonamiento como éste: puesto que la aptitud del europeo es la más elevada, su tipo físico y mental es también el superior, y toda desviación del tipo blanco representa necesariamente un rasgo inferior.

Esta suposición no demostrada gobierna nuestros juicios acerca de las razas pues, cuando las demás condiciones son iguales, se describe comúnmente a una raza como tanto más inferior cuanto más fundamentalmente difiere de la nuestra. Interpretamos como prueba de una mentalidad inferior particularidades anatómicas del hombre primitivo que evocan rasgos presentes en formas inferiores de la escala zoológica; y nos sorprende la observación de que algunos de los rasgos «inferiores» no aparecen en el hombre primitivo, sino que se encuentran más bien en la raza europea.

El tema y la forma de todas las discusiones de esta índole demuestran que en el espíritu de los investigadores se halla arraigada la idea de que esperamos encontrar en la raza blanca el tipo superior de hombre.

Las condiciones sociales son a menudo tratadas desde el mismo punto de vista. Asignamos a nuestra libertad individual, a nuestro código ético y a nuestro arte independiente un valor tan alto que parecen señalar un progreso que ninguna otra raza puede pretender haber alcanzado.

El juicio sobre el estado mental de un pueblo se basa generalmente sobre la diferencia entre su estado social y el nuestro; cuanto mayor sea la diferencia entre sus procesos intelectuales, emocionales y morales y los que hallamos en nuestra civilización, tanto más severo será ese juicio. Sólo cuando al deplorar la degeneración de su época descubre un Tácito las virtudes de sus antepasados entre tribus extranjeras, se ofrece su ejemplo a la contemplación de sus conciudadanos; pero es probable que el pueblo de la Roma Imperial apenas tuvo una sonrisa compasiva para el soñador que se aferraba a los anticuados ideales del pasado.

Para comprender claramente las relaciones entre raza y civilización es preciso someter a riguroso análisis las dos suposiciones no comprobadas a que me referí. Debemos indagar hasta qué punto se justifica nuestra suposición de que el éxito se debe primariamente a una aptitud excepcional y hasta qué punto es justo suponer que el tipo europeo, o, para llevar la noción a su forma extrema, el tipo europeo noroccidental, representa la más alta evolución del género humano. Será conveniente examinar estas creencias populares antes de realizar la tentativa de esclarecer las relaciones entre cultura y raza y describir la forma y desarrollo de la cultura.

Podría decirse que, aunque la realización no es necesariamente una medida de la aptitud, parece admisible juzgar a la una por la otra. ¿No han tenido casi todas las razas las mismas oportunidades de perfeccionamiento? ¿Por qué entonces, sólo la raza blanca produjo una civilización que abarca el mundo entero y comparada con la cual todas las otras civilizaciones parecen endebles comienzos interrumpidos en la primera infancia o detenidos y petrificados en una etapa temprana de su evolución? ¿No es, al menos, probable que la raza que alcanzó el más alto grado de civilización sea la mejor dotada y que aquellas razas que permanecieron en la parte inferior de la escala no fueran capaces de ascender a niveles más elevados?

Un breve examen de las líneas generales de la historia de la civilización nos brindará una respuesta a estas preguntas. Permitamos a nuestro espíritu retroceder unos cuantos miles de años, hasta llegar a la época en que las civilizaciones del Asia oriental y occidental estaban en su infancia. Aparecen los primeros grandes adelantos. Invéntase el arte de escribir. A medida que transcurre el tiempo la civilización florece ora aquí, ora allá. Un pueblo que en cierto momento representó el tipo superior de cultura vuelve a sumirse en la oscuridad, mientras otros toman su lugar. En los albores de la historia, vemos que la civilización se adhiere a ciertos distritos, unas veces en posesión de un pueblo, otras de otros. A menudo en los numerosos conflictos de aquellos tiempos, los pueblos más civilizados son derrotados. El vencedor aprende de los vencidos las artes de la vida y continúa su labor. De esta manera los centros de la civilización cambian de sitio dentro de un área limitada y el progreso es lento y vacilante.

En ese período los antepasados de las razas que figuran hoy entre las más altamente civilizadas no eran en ningún sentido superiores al hombre primitivo, tal como ahora lo encontramos en regiones que no han entrado en contacto con la civilización moderna.

¿La civilización alcanzada por estos pueblos antiguos fue de tal carácter que nos permita atribuirles un genio superior al de cualquier otra raza?

En primer término, debemos tener presente que ninguna de estas civilizaciones fue producto del genio de un solo pueblo. Ideas e invenciones pasaban de unos a otros; y aunque la comunicación recíproca era lenta, cada uno de los pueblos que participaron en la cultura antigua contribuyó con su aporte al progreso general. Un sinnúmero de pruebas aparecidas demuestra que las ideas se han difundido cada vez que los pueblos se pusieron en contacto. Ni raza, ni idioma limitan su propagación. La hostilidad y la tímida repulsa hacia los vecinos no consiguen impedir que fluyan de tribu en tribu y se filtren a través de distancias que se miden por miles de millas. Como muchas razas trabajaron juntas en el desarrollo de las civilizaciones antiguas, debemos inclinarnos ante el genio de todas, cualquiera sea el grupo humano que puedan representar, norteafricanos, asiáticos occidentales, europeos, indios orientales o asiáticos orientales.

Cabe ahora preguntarse ¿no desarrolló ninguna otra raza una cultura de igual valor? Parecería que las civilizaciones del Antiguo Perú y de la América Central merecen ser comparadas con las antiguas civilizaciones del Viejo Mundo. En ambas encontramos un alto nivel de organización política, división del trabajo y una elaborada jerarquía eclesiástica. Emprendieron grandes obras arquitectónicas, las que exigían la cooperación de muchos individuos. Cultivaban plantas y domesticaban animales; habían inventado el arte de escribir. Las invenciones y conocimientos de los pueblos del Viejo Mundo parecen haber sido algo más numerosos y extensos que los de las razas del Nuevo Mundo, pero no cabe duda de que el status general de su civilización, estimado por sus invenciones y conocimientos era casi tan elevado [1]. Esto bastará para nuestro estudio.

¿Cuál es entonces, la diferencia entre la civilización del Viejo Mundo y la del Nuevo Mundo? Es esencialmente una diferencia en el tiempo. La una alcanzó un cierto nivel tres mil o cuatro mil años antes que la otra.

Aunque se ha insistido mucho sobre la mayor rapidez de la evolución de las razas del Viejo Mundo, ello no prueba en forma concluyente su habilidad excepcional. Puede explicarse adecuadamente como debida a las leyes del azar. Cuando dos cuerpos corren por el mismo camino con velocidad variable, algunas veces rápido y otras despacio, su posición relativa tendrá tantas más probabilidades de acusar diferencias accidentales cuanto más largo sea el recorrido a cumplir. Si su velocidad está en constante aceleración, como ha sido el caso de la rapidez del progreso cultural, la distancia entre estos cuerpos, debido sólo al azar, será aún más considerable de lo que sería si la velocidad fuera uniforme. Así, dos grupos de criaturas de pocos meses de edad serán muy semejantes en su desarrollo fisiológico y psíquico; pero jóvenes de igual edad diferirán mucho más, y entre ancianos de igual edad un grupo estará en plena posesión de sus facultades, el otro en decadencia, debido principalmente a la aceleración o al retardo de su evolución, determinados en gran parte por causas no inherentes a su estructura corporal, sino debida más que nada a sus modos de vida. La diferencia en el período de evolución no siempre significa que la estructura hereditaria de los individuos retrasados sea inferior a la de los otros.

Si aplicamos el mismo razonamiento a la historia de la humanidad podemos decir que la diferencia de unos miles de años es insignificante comparada con la edad del género humano. El tiempo requerido para la evolución de las razas existentes es motivo de conjeturas, pero podemos estar seguros de que es largo. También sabemos que el hombre existió en el hemisferio oriental en una época que sólo puede calcularse por medidas geológicas, y que llegó a América no más tarde que a comienzos del presente período geológico, quizá algo antes. La edad del género humano debe estimarse en un lapso que sobrepasa considerablemente los cien mil años (Penck). Debemos tomar como punto de partida del desarrollo cultural, los tiempos más remotos en que encontramos rastros del hombre. ¿Qué significa entonces que un grupo humano alcance cierto grado de evolución cultural a la edad de cien mil años y otro a la edad de ciento cuatro mil años?

¿No serían completamente suficientes la historia de la vida de los pueblos y las vicisitudes de esa historia para explicar un retraso de este carácter sin que fuese necesario admitir una diferencia en su aptitud para la evolución social? Tal retardo sólo sería significativo si pudiera demostrarse que ocurre regularmente y en toda época en una raza, mientras en otras razas una mayor rapidez de evolución es la regla.

Si las conquistas de un pueblo fueran la medida de su aptitud, este método de estimar la habilidad innata sería válido no sólo para nuestro tiempo sino que sería aplicable en todas las circunstancias. Los egipcios de 2 000 a 3 000 años antes de Jesucristo pudieron haber utilizado el mismo argumento en su juicio acerca de la población de Europa noroccidental, que vivía en la Edad de Piedra, no tenía arquitectura y cuya agricultura era sumamente primitiva. Eran «pueblos atrasados» como tantos pueblos de los llamados primitivos de nuestro tiempo. Estos eran nuestros antepasados y el juicio de los antiguos egipcios tendría que ser revocado ahora. Precisamente por las mismas razones debe desecharse la opinión corriente hace cien años acerca de los japoneses, a raíz de su adopción de los métodos económicos, industriales y científicos del mundo occidental. La afirmación de que logro y aptitud van de la mano no es convincente. Debe ser sometida a detenido análisis.

Al presente en la práctica todos los miembros de la raza blanca participan, en mayor o menor grado, de su progreso, mientras que, en ninguna de las otras razas la civilización adquirida en una u otra época ha logrado alcanzar a todos los pueblos o tribus que la constituyen. Esto no quiere decir necesariamente que todos los miembros de la raza blanca tuvieran la capacidad de desarrollar con igual rapidez los gérmenes de la civilización. La civilización que tuvo su origen en unos pocos individuos de la raza, ofreció un estímulo a las tribus vecinas, que sin esta ayuda hubieran necesitado un tiempo mucho mayor para alcanzar el alto nivel que ahora ocupan. Observamos, eso sí, una notable capacidad de asimilación, que no se ha manifestado en igual grado en ninguna otra raza.

Así se presenta el problema de descubrir por qué razón las tribus de la antigua Europa asimilaron rápidamente la civilización que se les ofrecía, mientras en la actualidad vemos que los pueblos primitivos degeneran y se degradan ante su acometida en lugar de ser elevados por ella. ¿No es ésta una prueba de la organización superior de los habitantes de Europa?

Creo que las razones de la rápida decadencia actual de la cultura primitiva no se deben buscar muy lejos ni residen necesariamente en una mayor capacidad de las razas de Europa y Asia. En primer lugar, en su aspecto físico, estos pueblos eran más parecidos al hombre civilizado de sus tiempos que las razas de África, Australia y América a los invasores europeos de períodos posteriores. Cuando un individuo asimilaba la cultura, inmediatamente se fundía en la masa de la población y sus descendientes olvidaban pronto su ascendencia extranjera. No ocurre así en nuestra época. Un miembro de una raza extranjera siempre permanece extraño en razón de su aspecto personal. El negro, por más que adopte completamente lo mejor de nuestra civilización es despreciado, con excesiva frecuencia, como miembro de una raza inferior. El contraste físico en la apariencia corporal es una dificultad fundamental para la elevación del pueblo primitivo. En tiempos remotos, en Europa, la sociedad colonial podía crecer por añadírsele los naturales más primitivos. Condiciones similares prevalecen todavía en muchas partes de América Latina.

Más aún, las enfermedades que hoy en día hacen estragos entre los habitantes de territorios recién abiertos a los blancos, no eran tan devastadoras. A causa de la contigüidad permanente de los pueblos del Viejo Mundo, que estaban siempre en contacto los unos con los otros, todos estaban sujetos a las mismas clases de contagio. La invasión de América y Polinesia, en cambio, fue acompañada por la introducción de nuevas enfermedades entre los nativos de estos países. Los sufrimientos y los estragos provocados por las epidemias que siguieron al descubrimiento son demasiado conocidos para describirlos detalladamente. En todos los casos en que una reducción material del número de habitantes se produce en un área de escasa población, tanto la vida económica como la estructura social quedan destruidas casi por completo, y con ellas decaen el vigor mental y la capacidad de resistencia.

En la época en que la civilización mediterránea ya había realizado importantes progresos, las tribus de Europa septentrional aprovecharon en forma considerable sus conquistas. Aunque de población poco densa aún, las unidades tribales eran grandes comparadas con las pequeñas bandas que se encuentran en muchas partes de América, en Australia o en las pequeñas islas de la Polinesia. Puede observarse que las populosas comunidades de superficies extensas han resistido las incursiones de la colonización europea. Los ejemplos más destacados son México y los altiplanos andinos donde la población indígena se ha recobrado del impacto de la inmigración europea. La raza negra también parece capaz de sobrevivir al choque.

Además, los conflictos económicos provocados por la pugna entre los inventos modernos y las, industrias nativas son mucho más fundamentales que los producidos por el contacto entre las industrias de los antiguos y las de los pueblos menos adelantados. Nuestros métodos de fabricación han alcanzado tal perfección que las industrias de los pueblos primitivos de nuestros tiempos están siendo exterminadas por el reducido costo y la abundante provisión de productos importados por el comerciante blanco: pues al artesano primitivo le resulta absolutamente imposible competir con la capacidad de producción de nuestras máquinas, mientras en tiempos pretéritos la rivalidad aparecía sólo entre los productos manufacturados del nativo y los del extranjero. Cuando un día de trabajo basta para obtener suficientes herramientas o tejidos del comerciante, mientras la manufactura de los correspondientes implementos o telas por el nativo mismo exigiría semanas, es natural que el proceso más lento y laborioso sea rápidamente abandonado. En algunas regiones, particularmente en América y parte de Siberia, las tribus primitivas son avasalladas por la gran cantidad de inmigrantes que las desplazan rápidamente de sus lares sin darles tiempo a la asimilación gradual. Por cierto, antaño no había tan enorme desigualdad numérica como la que observamos al presente en muchos territorios.

De estas consideraciones se concluye que en la Europa antigua la asimilación de las tribus más primitivas a aquéllas de conquistas económicas, industriales e intelectuales avanzadas era comparativamente fácil, mientras que las tribus primitivas de nuestros tiempos tienen que luchar contra dificultades insalvables, inherentes al pronunciado contraste entre sus propias condiciones de vida y nuestra civilización. No se sigue necesariamente de estas observaciones que los europeos antiguos estuviesen mejor dotados que otras razas que no han estado expuestas a la influencia de la civilización hasta tiempos más recientes (Gerland, Ratzel).

Esta conclusión puede ser corroborada por otros hechos.

En la Edad Media la civilización de los árabes y de los bereberes arabizados alcanzó un grado indudablemente superior al de muchas naciones europeas de aquella época. Ambas civilizaciones habían surgido en gran parte de las mismas fuentes y deben ser consideradas como ramas de un mismo árbol. Los pueblos portadores de la civilización arábiga en el Sudán no eran en modo alguno del mismo origen que los europeos, pero nadie discutirá los altos méritos de su cultura. Es interesante observar de qué manera influyeron sobre las razas negras de África. En tiempos remotos, especialmente entre la segunda mitad del siglo VIII y el XI de nuestra era, el África noroccidental fue invadida por tribus hamíticas y el mahometismo se difundió rápidamente entre el Sahara y el Sudán occidental. Vemos que desde esa época, se formaron grandes imperios y desaparecieron de nuevo en lucha contra los estados vecinos, y que se alcanzó un nivel relativamente alto de cultura. Los invasores se cruzaban con los nativos; y las razas mestizas, algunas casi puramente negras, se elevaron muy por encima del nivel de otros negros africanos. La historia de Bornú es quizá uno de los mejores ejemplos de este género. Barth y Nachtigal nos han hecho conocer el pasado de este país que desempeñó un papel importante en la historia plena de acontecimientos de África del Norte.

¿Por qué, pues, han podido ejercer los mahometanos una influencia profunda sobre estas tribus y elevarlas casi al mismo nivel alcanzado por ellos, mientras en la mayoría de las regiones de África los blancos no han sido capaces de asimilar la cultura negra en igual grado? Evidentemente debido al distinto método de introducción de la cultura. Mientras las relaciones entre los mahometanos y los nativos eran similares a las de los antiguos con las tribus de Europa, los blancos sólo enviaban los productos de su fabricación y algunos representantes suyos al país negro. Nunca tuvo lugar una verdadera amalgama entre los blancos, superiormente educados y los negros. La amalgamación de los negros por los mahometanos fue facilitada particularmente por la institución de la poligamia, ya que los conquistadores tomaron esposas nativas y criaron a sus hijos como miembros de su propia familia.

La expansión de la civilización china en Asia oriental puede homologarse a la de la civilización antigua en Europa. La colonización y amalgamación de tribus hermanas y en algunos casos la exterminación de súbditos rebeldes, con la colonización subsiguiente, condujeron a una notable uniformidad de cultura en una extensa superficie.

Cuando finalmente considerarnos la posición inferior que ocupa la raza negra en los Estados Unidos, donde el negro vive en el contacto más estrecho con la civilización moderna, no debemos olvidar que el antagonismo entre las razas es tan fuerte como siempre, y que la inferioridad de la raza negra se da por sentada en forma dogmática (Ovington). Esto es un obstáculo formidable para el adelanto y progreso del negro, aún cuando escuelas y universidades estén abiertas para él. Más bien debería asombramos cuánto se ha logrado en tan corto período a pesar de la marcada desigualdad. Es casi imposible predecir cuáles serían las realizaciones del negro si pudiera vivir en términos de absoluta igualdad con los blancos.

Nuestra conclusión, derivada de las consideraciones anteriores es la siguiente: diversas razas han desarrollado una civilización de un tipo similar a aquéllas de la que proviene la nuestra y un número de condiciones favorables han facilitado su rápida expansión en Europa. Entre éstas, la apariencia física semejante, la contigüidad de los territorios que ocupaban y la moderada diferencia en las formas de manufactura fueron las más poderosas. Cuando más tarde, los europeos comenzaron a extenderse por otros continentes, las razas con las que entraron en contacto no estaban situadas en posición igualmente favorable. Diferencias marcadas de tipos raciales, el aislamiento previo que causó epidemias devastadoras en los países recién descubiertos y el mayor adelanto en los procedimientos técnicos hicieron mucho más difícil la asimilación. La rápida dispersión de los europeos por el mundo entero destruyó todos los promisorios comienzos que habían surgido en varias regiones. Así pues, ninguna raza, excepto la de Asia oriental, tuvo oportunidad de evolucionar independientemente. La expansión de la raza europea interrumpió el desarrollo de los gérmenes existentes, sin miramiento por la aptitud mental de los pueblos entre quienes se desenvolvía.

Por otra parte, hemos visto que no se puede atribuir gran importancia a la aparición más temprana de la civilización en el Viejo Mundo, que se explica satisfactoriamente como debida al azar. En resumen, lo que guió las razas hacia la civilización, al parecer se debe más al poder de los acontecimientos históricos que a sus facultades innatas, y hemos de inferir que las realizaciones de las razas no autorizan, sin otras pruebas, la presunción de que una raza esté superiormente dotada que otra.

Después de hallar así respuesta a nuestro primer problema, volvamos al segundo: ¿hasta qué punto estamos justificados al considerar como signos de inferioridad los rasgos anatómicos en que las razas extranjeras difieren de la raza blanca? En un sentido la respuesta a esta cuestión es más fácil que la anterior. Hemos reconocido que la sola realización no es prueba satisfactoria de una habilidad mental excepcional de la raza blanca. Se sigue de esto que las diferencias anatómicas entre la raza blanca y las demás únicamente pueden interpretarse como índice de superioridad en la primera y de inferioridad de las últimas si puede probarse que existe una relación entre la forma anatómica y la mentalidad.

Demasiadas investigaciones relacionadas con las características mentales de las razas se basan en la falacia lógica de presuponer que el europeo representa el tipo racial superior y de interpretar luego toda desviación del tipo europeo como signo de mentalidad inferior. Cuando se interpreta así la forma de mandíbula del negro, sin prueba de conexión biológica entre la forma de mandíbula y el funcionamiento del sistema nervioso, se comete un error que podría parangonarse al de un chino que describiera a los europeos como monstruos velludos cuyo cuerpo hirsuto es una prueba de condición mental inferior. Es éste un razonamiento emocional, no científico.

La pregunta a que debe responderse es: ¿Hasta qué punto determinan los rasgos anatómicos las actividades mentales? Por analogía asociamos características mentales inferiores con facciones bestiales que recuerdan al bruto. En nuestro simple lenguaje diario los rasgos brutales y la brutalidad están estrechamente vinculados. Debemos distinguir aquí, sin embargo, entre las características anatómicas de que hemos estado hablando y el desarrollo muscular del rostro, tronco y extremidades debidos a los hábitos de vida.

La mano que nunca se emplea en actividades que requieren el refinado ajuste característico de las acciones psicológicamente complejas, carecerá del modelado producido por el desarrollo de cada músculo. El rostro, cuyos músculos no han respondido a las inervaciones que acompañan el pensamiento profundo y el sentimiento exquisito, carecerá de individualidad y expresividad. El cuello que ha soportado pesadas cargas y no ha respondido a los variados requerimientos de delicados cambios de posición de la cabeza y del cuerpo, parecerá macizo y tosco. Estas diferencias fisonómicas no nos deben inducir a error en nuestras interpretaciones. También nos inclinamos a extraer deducciones con respecto a la mentalidad, de una frente deprimida, una mandíbula pesada, dientes grandes y fuertes, quizá hasta de una excesiva longitud de los brazos y un excepcional crecimiento del pelo. Será necesaria una consideración cuidadosa de la relación entre tales rasgos y las actividades mentales antes de que podamos dar por probada su significación.

Resulta así que ni las relaciones culturales ni la apariencia exterior ofrecen base sólida para juzgar la aptitud mental de las razas.

A esto debe agregarse la evaluación unilateral de nuestro propio tipo racial y de nuestra civilización moderna, sin ninguna investigación rigurosa de los procesos mentales de las razas y culturas primitivas, que puede conducir fácilmente a conclusiones erróneas.

El objeto de nuestro estudio es por lo tanto una tentativa de aclarar los problemas raciales y culturales implicados en estas cuestiones.

Nuestro globo está habitado por muchas razas y existe una gran diversidad de formas culturales. El vocablo «primitivo» no debiera aplicarse indistintamente a la estructura física y a la cultura como si ambas estuviesen necesariamente ligadas la una a la otra. Más bien, uno de los problemas fundamentales que debemos investigar es si el carácter cultural de una raza está determinado por sus rasgos físicos. La misma palabra «raza» debiera ser entendida claramente antes de que pueda contestarse a esta cuestión. Si pudiera demostrarse la existencia de una relación estrecha entre raza y cultura, sería necesario estudiar para cada grupo racial, por separado, la acción recíproca entre la estructura física y la vida mental y social. Si se probara que no existe, deberíamos tratar a la humanidad como un todo y estudiar los tipos culturales prescindiendo de la raza. Tendremos pues que investigar lo primitivo desde dos ángulos. Primeramente, deberemos averiguar si existen ciertas características corporales de las razas que las condenan a una permanente inferioridad mental y social. Después de aclarar este punto, discutiremos los rasgos distintivos de la vida mental y social de esos pueblos que llamamos primitivos desde un punto de vista cultural, y ver en qué medida coinciden con los grupos raciales y describir las características que distinguen sus vidas de las de las naciones civilizadas.