La alegría del capitán y del doctor fue indescriptible, y su sorpresa se duplicó al ver que los niños no sólo habían logrado atravesar los inmensos desiertos cuajados de peligros que separaban aquel lugar del Nilo y de Fashoda, sino que el «polaquito», como llamaban a Estasio, venía al frente de toda una caravana armada a la europea, trayendo un elefante cargado de infinidad de cosas valiosas y con un blanco baldaquín, y con caballos, tiendas y provisiones en abundancia.
El capitán, para mejor expresar su asombro, cruzaba los brazos y decía:
—¡Clary, amigo mío! ¡Muchas cosas notables he visto en esta vida, pero ninguna comparable al valor y al heroísmo de este muchacho!
Y el doctor repetía, lleno de admiración y profundamente emocionado:
—¡Ha libertado a la pequeña y nos la ha traído con vida!
Y ansiosos de conocer los detalles de tan fantásticas hazañas y de tan arriesgadas aventuras, se acercaban a cada momento al pabellón donde descansaban los niños, para ver si se habían despertado; pero estos, lo mismo que el resto de la caravana, dormían como piedras.
No obstante, sin poder vencer su impaciencia, el capitán Glen se acercó a Kali, para hacerle algunas preguntas, pero el negro, abriendo un ojo, se limitó a responder:
—Mi gran señor poderlo todo —y volvió a sumirse en el más profundo de los sueños.
No les quedó otro remedio al capitán y al doctor que refrenar su impaciencia y aguardar al día siguiente.
Entretanto los dos exploradores resolvieron emprender en seguida el regreso a Mombás. El deseo de devolver a los pequeños a sus padres y el cuidar de su salud podía más en el capitán que la curiosidad por dar con el lago misterioso que se proponía descubrir. El doctor, en cambio, opinó que era más conveniente que descansaran algún tiempo en las frescas alturas del Kenia o del Kilima-Ndjaro, y enviar desde allí aviso a Port Said, para que los padres vinieran a Mombás.
El capitán juzgó muy acertado este consejo, y quedó decidido que se haría así.
Permanecieron aún tres días junto a uno de los manantiales de aguas termales que había por allí, y después que los niños, con el baño y el descanso, hubieron recobrado las fuerzas, llegó el día de emprender la marcha, que fue también el de la despedida de Kali.
Para vencer la resistencia de Nel a separarse de su querido amiguito, Estasio tuvo que convencerla de que sería un egoísmo llevárselo consigo, pues en Egipto o en Inglaterra Kali no sería más que un simple criado, mientras que, como jefe de su tribu, tendría oportunidad de extender y afirmar la fe y la religión cristiana, humanizar las costumbres de aquellos salvajes y hacerlos hombres civilizados, y hasta buenos.
Idénticos razonamientos tuvo que emplear para convencer a Kali, y los dos lloraron como chiquillos al despedirse, pues Estasio no se avergonzaba de sus lágrimas. ¡Habían pasado juntos tantas tristezas, tantas amarguras y tantas alegrías! ¡Y el pobre negro había demostrado tener tan buen corazón!
Después de postrarse durante largo rato a los pies de su Bwana Kubwa y del buen Msimu, Kali se incorporó al fin y partió con los suyos, con abundantes provisiones de agua, pero no sin volver repetidas veces la cabeza, hasta que al fin las dos caravanas desaparecieron del horizonte en distintas direcciones.
Estasio satisfacía la curiosidad de sus salvadores con el relato de sus aventuras, pero lo hacía con tanta sencillez y tan sin jactancia, como presunción y orgullo había puesto en otros tiempos en sus propias alabanzas. ¡Habían sido tantas, en realidad, sus hazañas y proezas, y había sufrido tanto…!
Pero el capitán y el doctor querían conocer hasta los detalles más insignificantes, y le asediaban a preguntas, en las horas de descanso, al mediodía y por la noche. Y así les fue refiriendo Estasio, uno por uno, todos los episodios de su secuestro.
Cuando refirió la respuesta que había dado al Mahdi cuando este le había incitado a renegar de su fe, los dos amigos se levantaron y estrecharon la mano del héroe.
—El Mahdi ha muerto —le dijo el capitán.
—¿Ha muerto? —preguntó, extrañado, Estasio.
—Sí —contestó el doctor—, se ha ahogado en su propia grasa. Es decir, ha muerto de atrofia del corazón. Le ha sucedido Abdullahí.
Después de esto se hizo un largo silencio, que Estasio rompió para decir:
—Nunca supe, cuando nos envió a morir a Fashoda, que la muerte le alcanzaría a él tan pronto… Pero, doctor… ¡Abdullahí es aún más cruel!
—Por eso han empezado ya las revueltas que echarán por tierra toda la obra del Mahdi.
—¿Y qué vendrá después?
—Inglaterra[27] —respondió el capitán.
Continuó Estasio refiriendo las aventuras del viaje a Fashoda, la muerte de Dinah, el camino desde Fashoda en busca de Esmaín. Cuando explicó cómo había matado el león y después a Gebhr, a Kamis y a los dos beduinos, el capitán le interrumpió lanzado un sonoro «All right!» y le estrechó de nuevo la mano, y continuaron escuchando los dos, con creciente interés, los sucesos que siguieron a lo antes referido: la liberación de King, la instalación de Cracovia, la terrible fiebre de Nel, el encuentro del suizo Linde, y cómo soltaron las cometas en dirección a las cumbres del Karamoyo.
Al doctor, que cada día iba encariñándose más con su sobrinita, se le ponían los pelos de punta cuando pensaba que había estado expuesta a tantos peligros, y de cuando en cuando, mientras escuchaba el relato, tenía que reanimarse con un sorbo de aguardiente; pero cuando Estasio llegó al punto del encuentro de la niña con el vobo, tomó a Nel en sus brazos y la retuvo largo rato apretada contra su pecho, como si temiera que otra fiera viniera a atacarla.
El concepto que tanto el capitán como el doctor formaron de Estasio quedó bien expresado en los dos telegramas que quince días después de su llegada al pie del Kilima-Ndjaro enviaron al lugarteniente del capitán en Mombás, con el encargo de que los transmitiera en seguida.
El primero iba dirigido a Port Said y estaba dictado con mucha prudencia y algunas reservas para que la impresión no fuera demasiado violenta; decía así:
«Gracias a Estasio, buenas noticias de los niños. Venid a Mombás». Y el segundo, que era más concreto, iba dirigido a Adén y decía:
«Los niños están con nosotros y gozan de perfecta salud; el muchacho es un héroe».
Aun se detuvieron dos semanas en las faldas del Kilima-Ndjaro, donde la frescura del ambiente iba devolviendo a los niños la salud y la alegría. Allí tuvieron ocasión de admirar esta montaña, que reúne en sus vertientes todos los climas del mundo y cuya elevada cumbre parece llegar al cielo. Cuando a la puesta del sol, en los días serenos, la niebla se disipaba y en el fondo del horizonte envuelto en sombras se destacaba la cumbre del Kima-Wenze, coronada de nieves perpetuas y matizada por las tonalidades dé los últimos resplandores de la tarde, semejaba un altar lleno de luces, y los niños cruzaban, instintivamente, las manos en actitud de orar.
Por fin habían acabado para Estasio los días de amargura. Cierto que aún faltaba un mes de viaje para llegar a Mombás, y que era preciso atravesar el malsano, aunque magnífico bosque de Tanet; pero ¡qué importaba ahora caminar, yendo en una numerosa y bien organizada caravana y por senderos ya conocidos! ¡Cuán distinto era andar perdidos por desiertos ignorados en la sola compañía de Mea y Kali! Además, todo el cuidado de la caravana corría a cargo del capitán Glen, y Estasio podía descansar y cazar tranquilo.
A pesar de que los dos amigos prodigaban a Nel toda clase de cuidados, Estasio no se juzgó exento de la obligación de seguir atendiéndola. La niña, por su parte, había adquirido tal confianza en él, que en cierta ocasión en que su tío le preguntó si tendría miedo a las borrascas en el mar Rojo, ella, levantando sus claros ojitos, se limitó a responder: «Estasio lo arreglará todo».
El capitán aseguró que a nadie se le hubiera ocurrido mejor ni más cumplido elogio.
***
Mientras la caravana iba alejándose del Kilima-Ndjaro, el primer telegrama había llegado a Port Said, y aunque dirigido al señor Tarkowski y redactado con gran prudencia, la impresión que produjo al señor Rawlison fue tan enorme que la alegría estuvo a punto de matarle. Aunque Tarkowski era hombre de gran temple, también al recibir la noticia cayó en tierra de rodillas, dando gracias a Dios, y dudando aún si aquello sería un desvarío producido por el dolor, la desesperación y la nostalgia.
¡Habían hecho tanto los dos, y desgraciadamente en vano, sólo por saber si sus hijos vivían!
El señor Rawlison había enviado al Sudán caravanas enteras para ver si lograban saber alguna noticia, y Tarkowski en persona había ido disfrazado de árabe hasta el mismo Kartúm, exponiendo su vida, y todo había sido inútil. Los que acaso hubieran podido dar alguna referencia de los desaparecidos habían muerto víctimas de la viruela, del hambre o a manos de sus verdugos. Nel y Estasio habían desaparecido como una gota de agua en el océano, y ante tantos y tan inútiles esfuerzos se habían resignado a vivir del recuerdo de sus hijos. La vida ya no tenía para ellos ningún valor, y esperaban con ansia el momento de reunirse con ellos en el cielo.
Por eso la alegría de aquella noticia tan inesperada estuvo a punto de acabar con sus vidas, porque cayó sobre ellos como un peso superior a sus fuerzas. Sin embargo, nublaba su alegría la inquietud que les producía pensar en las mil penalidades que habrían tenido que sufrir sus hijos, y en lo extraño de las circunstancias en que habían recibido el telegrama. ¿Por qué aquella noticia venía de Mombás? Tarkowski pensó que sin duda alguna caravana árabe de las que, con frecuencia, desde las costas se internan por el África hasta el Nilo, en busca de marfil, la habría llevado allí, por haber encontrado a su hijo en aquellos parajes y haberles entregado este alguna carta para el capitán y para el doctor, diciéndoles dónde se hallaba. De todos modos, después de mil conjeturas, Tarkowski tenía el convencimiento de que el capitán Glen y el doctor deberían tener razones muy bien fundadas para redactar el telegrama en aquellos términos, pues como hombres discretos no hubieran despertado vanas esperanzas en ellos ni los llamarían inútilmente a Mombás.
Fueron tan rápidos los preparativos del viaje, que, a los dos días de haber recibido el telegrama, Rawlison y Tarkowski, acompañados de la institutriz de Nel, se hallaban a bordo de un gran vapor de la «Peninsular and Orient Company», que hacía el viaje a la India con escala en Adén, Mombás y Zanzíbar.
En Adén los esperaba ya el segundo telegrama. Al leerlo, Rawlison, casi a punto de perder el sentido, estrechó la mano de su amigo exclamando:
—¿Lo ves? ¡Él! ¡Ha sido él! ¡A Estasio debo la vida de mi hija!
Tarkowski sólo pudo responder, apretando los dientes para contener su emoción y las lágrimas que estaban a punto de traicionarle:
—Sí; se ha portado bien.
Pero apenas entró en su camarote, no pudo seguir dominándose y se echó a llorar como un niño.
***
Llegó por fin el momento en que los niños se arrojaron en brazos de sus padres. Rawlison tomó en los suyos a su rescatado tesoro y lo estrechó contra su corazón, y Tarkowski abrazó largamente a su héroe, tembloroso y mudo de emoción y de alegría. Habían pasado ya sus sufrimientos, como pasan en el desierto los huracanes y las tormentas; volvió a reinar en sus vidas la felicidad y la alegría, y el dolor y la nostalgia de la separación sufrida acrecentaron la dicha de la vida del hogar. El único cambio que notaron los niños al regresar a su casa fue que, tanto el padre de Nel como el de Estasio, tenían el cabello completamente blanco.
Dieron la vuelta a Suez en un magnífico vapor francés de la Compañía «Messageries Maritimes», en el cual iban muchos viajeros de las islas Reunión, Mauricio y Madagascar, y de Zanzíbar. En cuanto circuló por el buque la noticia de que dos niños escapados de las manos de los mahadistas iban a bordo, todos quisieron ver y admirar al héroe de catorce años que había realizado semejante proeza, y para huir de la publicidad y poder disfrutar a solas de la alegría de aquel reencuentro, la familia se encerró en el camarote del capitán, quien se lo cedió generosamente, y allí pasaban las horas oyendo a sus hijos la narración de sus aventuras. Ahora fue Nel quien, sentada sobre las rodillas de su padre y mirándole con sus hermosos ojos, que ya habían recobrado el brillo y la alegría, tomó la palabra para ir refiriendo, gorjeando como un pajarillo, todo lo ocurrido:
—Papá —le decía—, primero nos llevaron en camellos… y Gebhr me pegó… Entonces Estasio salió a defenderme… y llegamos a Kartúm… y allí todo el mundo se moría de hambre… y Estasio trabajaba para que le dieran dátiles para mí… y nos llevaron a casa del Mahdi… y Estasio no le hizo caso de lo que le decía… y entonces el Mahdi nos envió a Fashoda… y allí se murió Dinah… y después, en el camino, Estasio mató un león y a todos aquellos hombres tan malos… Bueno, pues, luego, vivimos en un árbol muy grande, que le pusimos el nombre de Cracovia… Y allí encontramos a King, y yo tuve fiebre… y Estasio me curó… y mató a un animal que se llama vobo, que estaba a punto de comerme… y venció a unos negros de Sambor… y ha sido muy bueno, muy bueno conmigo, papá…
Siguió refiriendo, sin cansarse, lo sucedido con Kali, la negrita Mea, el elefante King, el buen Saba, lo de las cometas, las aventuras del monte de Linde, y todo lo del desierto que atravesaron en la última etapa de su viaje, hasta el encuentro con la caravana del capitán y el doctor.
Mientras Nel iba hablando, Rawlison no cesó de llorar y a cada momento la estrechaba contra su corazón. Tarkowski escuchaba, lleno de orgullo y satisfacción por la conducta de su hijo, pues a través de estas breves pinceladas se adivinaba perfectamente que, a no ser por su valor y su entereza, aquella muñequita hubiera perecido mil veces. Estasio lo refirió también de un modo más detallado, y su corazón se libró de un peso muy grande cuando, al llegar a lo ocurrido en el camino de Fashoda y a cómo hubo de dar muerte a Gebhr y sus compañeros, se quedó mirando fijamente a su padre, como esperando su juicio, y este frunció el ceño y, después de meditar un instante, le dijo gravemente:
—Oye, hijo mío. A nadie le está permitido matar. Pero si alguien amenazase a tu patria, o la vida de tu madre, de tu hermana, o de una mujer confiada a tu custodia, defiéndelas siempre, cueste lo que cueste.
***
A su regreso a Port Said, el señor Rawlison se trasladó con su hija a Inglaterra, donde fijó su residencia. Tarkowski envió a su hijo a estudiar a Alejandría, donde nadie conocía sus aventuras y hazañas. Los niños se escribían periódicamente, pero en el transcurso de diez años no volvieron a verse.
Después de terminar sus estudios preparatorios, Estasio fue enviado a la Escuela Politécnica de Zurich, donde adquirió el título de ingeniero, y tomó parte en la construcción de varios túneles en Suiza.
Al cumplirse diez años de aquellos acontecimientos, Tarkowski se retiró del trabajo, y él y su hijo marcharon a Inglaterra a visitar a sus antiguos amigos. El señor Rawlison les hizo quedarse todo el verano en su casa, en las cercanías de Hampton Court. Nel, que tenía ya dieciocho años, y que por lo tanto era un capullo en flor, estaba en todo el esplendor de su belleza, y Estasio, que ya había cumplido veinticuatro, empezó a comprender, por sus propias inquietudes, que el pensar en cosas serias no es obstáculo para dar paso a otros pensamientos que a esa edad reclaman también su puesto. Y como los suyos iban todos dirigidos a su amiga de la infancia, determinó que su estancia allí fuese lo más corta posible. Pero el señor Rawlison, que conocía sobradamente el motivo de sus inquietudes, le llamó un día aparte, y poniéndose la mano sobre los hombros y mirándole fijamente, le dijo, con verdadero cariño paternal:
—Estasio, ¡hijo mío! ¿Hay algún hombre en el mundo al que pueda confiar mejor que a ti a mi hija de mi alma?
***
Los recién casados permanecieron en Inglaterra hasta la muerte del señor Rawlison. Un año después decidieron hacer un largo viaje, y, para satisfacer su constante deseo de visitar los lugares donde tantas alegrías y vicisitudes habían pasado, se dirigieron a Egipto.
El reino del Mahdi se había derrumbado hacía mucho tiempo, e «Inglaterra había recogido sus despojos», según el pronóstico del capitán Glen. Se había construido tina línea férrea desde El Cairo hasta Kartúm, y facilitado el paso por el Nilo, por el cual pudieron llegar en un moderno y confortable vapor no sólo hasta Fashoda, sino hasta el gran lago Victoria Nyanza. Desde Florence, ciudad situada junto a sus orillas, fueron en tren hasta Mombás. El capitán Glen y el doctor Clary habían sido trasladados a Natal, pero hallaron allí a King al cuidado de las autoridades inglesas. El coloso reconoció en el acto a sus antiguos libertadores y amigos y los saludó, especialmente a Nel, dando tan tremendos barritos de alegría que hasta los árboles vecinos se bambolearon como agitados por el viento.
No se había olvidado tampoco del viejo Saba, el cual había casi doblado los años de vida corrientes en los animales de su especie, y que, a pesar de estar un poco ciego, aún acompañaba a sus amos a todas partes.
Allí obtuvieron noticias de Kali. Estasio supo que el fiel compañero de sus desdichas, bajo el protectorado de Inglaterra, reinaba en todo el país meridional del lago Bassa-Narok, que entonces se llamaba ya Rodolfo, y que había solicitado la presencia de misioneros que iban extendiendo el cristianismo entre aquellas tribus.
Al regreso de este viaje, durante el cual revivieron los mejores años de su infancia, se establecieron en Polonia con el anciano Tarkowski.
FIN