Capítulo 46

La caravana del capitán Glen y del doctor Clary no había salido en busca de Nel y Estasio. Era una expedición bien organizada y costeada por el Gobierno inglés para explorar las vertientes del nordeste del gigantesco Kilima-Ndjaro y otros países poco conocidos aún, al norte de aquella montaña.

Tanto el capitán como el doctor habían tenido noticia del rapto por la prensa inglesa y por la árabe, pero daban a los niños por muertos, o los creían en poder de los mahadistas, como los demás europeos que habían sido hechos prisioneros en Kartúm. La hermana de Clary estaba casada con un hermano del señor Rawlison, en Bombay, y como el doctor había quedado encantado de la pequeña durante el viaje a El Cairo, sintió profundamente la pérdida.

También le había sido simpático aquel valiente muchacho que la acompañaba. Habían enviado, frecuentemente, telegramas al señor Rawlison preguntando por ellos. Pero la última noticia que habían tenido, tan desalentadora como todas las demás, les había hecho perder las esperanzas.

Y lo que más lejos estaba de su imaginación era la posibilidad de encontrarlos en aquellos desiertos. Pero el recuerdo de la niña no se apartaba de la memoria del doctor, y con frecuencia hablaba de ella y de Estasio con su amigo, al terminar las tareas del día.

Los exploradores se habían internado mucho; y después de recorrer las faldas orientales del Kilima-Ndjaro, explorar las fuentes de los ríos Sabaky y Tana y los montes Kenia, torcieron hacia el norte, y pasando los pantanos del Guasso-Nijro llegaron a una extensa planicie despoblada, en la que los antílopes eran los únicos habitantes. Allí descubrieron un lago no muy grande de agua potable, y como la gente necesitaba algunos días de descanso después de un viaje de tres meses, el capitán mandó hacer alto y armar las tiendas para una semana.

Los dos exploradores entretenían sus horas cazando y ordenando sus apuntes geográficos, botánicos y zoológicos, mientras que los negros se entregaban en cuerpo y alma a la, para ellos, tan deseada holganza.

Una mañana, al acercarse el doctor al lago, vio que un grupo de negros de Zanzíbar discutían mirando la copa de un árbol.

El doctor miró a su vez, con su anteojo de campo, hacia donde los negros señalaban, y quedó vivamente sorprendido.

—Llamad al capitán —dijo, volviéndose a los negros—. Decidle que venga aquí.

El capitán, que en aquel momento salía de su pabellón para ir a cazar antílopes, acudió en seguida. Miró lo que el doctor señalaba, y no menos sorprendido que él exclamó:

—¡Una cometa!

—Sí; y es extraño, porque no puede proceder de los negros. ¿De dónde habrá venido?

—Es posible que se halle en las cercanías alguna colonia europea o alguna misión.

—Pero no deja de ser extraño, pues el viento que la ha traído sopla, desde hace ya tres días, de poniente, donde sólo hay estepas como esta, deshabitadas, como tú sabes.

—¡Es curioso! ¡Tenemos que ver lo que es!

El capitán mandó a los negros que alcanzaran aquel objeto sin estropearlo, y, aunque el árbol tenía más de veinte metros de altura, aquellos hombres treparon hasta la copa, descendiendo al poco rato con la cometa y colocándola en manos del doctor, quien, al verla, exclamó, doblemente admirado:

—¡Y está escrita! ¡Veamos lo que dice! —y entornando los ojos comenzó a leer; pero, apenas hubo leído las primeras palabras, se le demudó el semblante, le temblaron las manos y exclamó, entregando la cometa al capitán—: ¡Glen!, ¡Toma y lee! No sé si el sol me ha deslumbrado y no es verdad lo que estoy viendo.

El capitán cogió el marco de bambú al cual iba sujeto el papel y leyó:

«Nelly Rawlison y Estasio Tarkowski, secuestrados y llevados de Kartúm a Fashoda, y de Fashoda conducidos al oriente del Nilo, se han escapado de las manos de los secuaces del Mahdi».

«Después de largos meses de viaje, han llegado a un lago situado al mediodía de Abisinia. Van al océano».

«Suplican inmediato socorro».

Había, además, en el margen, una nota en letra más pequeña, que decía:

«Esta cometa, la 54 de las soltadas, se ha lanzado desde los montes que rodean dicho lago. Quien la encuentre sírvase dar aviso a la Dirección del Canal, en Port Said, o al capitán Glen, en Mombás. —Estanislao Tarkowski».

Cuando el capitán hubo acabado de leer en voz alta, los dos amigos se quedaron mirándose sin decir palabra. Por fin rompió el silencio el doctor, diciendo:

—¿Qué significa esto?

—Parece un sueño —repuso el capitán—. Pero la escritura es clara. Nelly Rawlison y Estanislao Tarkowski.

—¡Dios los ha salvado! Y deben de hallarse cerca.

—¡Bendito y alabado sea Dios! —exclamó el doctor.

—Pero ¿dónde buscarlos?

—¿No dice más el papel?

—Hay aquí algunas palabras, pero es difícil leerlas porque el papel se ha rasgado un poco. Vamos a ver.

Los dos inclinaron la cabeza sobre la cometa y leyeron con bastante dificultad lo siguiente: «La época de las lluvias hace mucho que ha pasado».

—¿Qué querrán decir con esto? —preguntó el doctor.

—Pues que el muchacho ha perdido, sin duda, la cuenta del tiempo.

—En este caso, no pueden estar muy lejos.

Y la conversación siguió, más o menos, en estos mismos términos, mirando y volviendo a mirar lo escrito y haciendo conjeturas de cada palabra. El caso era tan extraordinario que, a no suceder a muchos centenares de kilómetros de las colonias europeas, hubiera podido creerse que se trataba de un engaño, o de un pasatiempo de algún chiquillo que, enterado del caso, se entretenía con ello. Pero la letra estaba tan clara y la escritura tan fresca, que no dejaba lugar a duda.

De todos modos, había en aquello algo incomprensible. ¿Dónde podía haber hallado el muchacho papel para la cometa? Y si lo había adquirido de alguna caravana, ¿cómo no se había incorporado a ella? ¿Por qué no se había internado con la niña en Abisinia? ¿Por qué razón habría ordenado el Mahdi conducir a los niños a aquellas regiones inexploradas? ¿Cómo habrían podido burlar la vigilancia de sus guardianes? ¿Dónde se habrían escondido? ¿Cómo no habían muerto de hambre durante todo ese tiempo, o devorados por las fieras, o perecido bajo la crueldad de los salvajes? Ninguno de los dos podía dar una respuesta adecuada a todas estas preguntas.

—¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo! —exclamaba incesantemente el doctor—. ¡Esto es un milagro!

—Sin duda —añadió el capitán—. Pero ¿y el muchacho? ¡Es asombroso! ¡Todo esto es obra suya!

—¡Lo más grande es que no haya abandonado a mi pequeña! ¡Que Dios le bendiga!

—¡Ni Stanley! ¡Ni el propio Stanley hubiera resistido tres días en tales condiciones!

—¡Y ellos, a pesar de todo, viven!

—Pero piden socorro. Debemos levantar el campo y ponernos en marcha ahora mismo.

En efecto, el capitán dio orden de partir y en un instante la caravana se puso en camino. Mientras avanzaban iban comentando el caso y releyendo el documento, para ver si descubrían algún otro indicio de la ruta seguida por los niños; pero no descubrieron nada más.

Distribuyeron a la gente en columna formando zigzag, y pendientes de descubrir algún rastro de fuego, o alguna señal en las cortezas de los árboles, y así anduvieron varias jornadas, internándose, al fin, en una planicie en la que no se veía ningún árbol, a excepción de alguna que otra mimosa que se destacaba de la hierba.

Viendo lo difícil que sería hallar en aquella inmensidad una caravana entera, empezaron a inquietarse, pensando que sería imposible hallar a dos niños agazapados, como ellos se figuraban, entre los matorrales. Pasó otro día, sin que sacaran ningún provecho de las señales que iban dejando a su paso, prendidas en los árboles, ni de las hogueras que de noche encendían, y ya casi no abrigaban la menor esperanza de hallarlos, al menos con vida.

No obstante, siguieron adelante con la búsqueda, aún con mayor interés, en los días siguientes. Una mañana una de las patrullas enviadas de avanzada por el capitán volvió anunciando que, un poco más allá, se extendía un enorme desierto sin una gota de agua, por lo que era preciso hacer provisión de ella en el primer punto en que se hallara. No muy lejos de allí, en una grieta del terreno, estrecha y de más de veinte metros de profundidad, se encontró una especie de pozo. En el fondo burbujeaba un manantial caliente, saturado de ácido carbónico; pero, al sacarla, el agua resultó potable, y era tan abundante que, después de haber hecho la provisión necesaria para más de trescientos hombres, volvió a llenarse el pozo en un instante.

—Dentro de algunos años podrá establecerse aquí un balneario para utilizar esta agua —dijo el doctor—, pero por el momento resulta tan difícil alcanzarla que a pocos aprovechará, ni aún a las mismas fieras.

—¿Y crees que los muchachos pueden haber encontrado algún pozo semejante?

—No lo sé. Acaso no sea este el único. Pero si no lo han encontrado, habrán muerto de sed.

Una vez más llegó la noche. Encendieron hogueras con las hierbas que pudieron recoger, y, después de la cena, el capitán y el doctor se sentaron en sus sillas de lona; mientras fumaban un cigarro, renovaron la conversación sobre aquel asunto que los tenía tan preocupados.

—No aparece ningún rastro —exclamó Clary.

—Estaba pensando —replicó Glen—, en enviar diez hombres hasta el mar con un parte, comunicando las noticias que tenemos; pero he desistido de hacerlo, pues, además de exponerlos a perecer en el camino, ¿de qué serviría despertar la esperanza en el corazón de esos afligidos padres?

—¡Y renovar la herida!

El doctor se quitó el salacot para enjugar el sudor que bañaba su frente, y exclamó:

—¿No crees que sería mejor volver al lugar de donde partimos, hacer cortar árboles y encender grandes hogueras por la noche? Quizá por este medio nos encontrarían más pronto.

—No conseguiríamos nada —replicó el capitán—. Si están cerca, más fácilmente nos hallarán aquí, y si se hallan a mucha distancia, las elevaciones del terreno les ocultarían las llamas. La llanura parece lisa, pero en realidad es mucho el desnivel de sus ondulaciones, y si nos alejásemos sería mucho más difícil poder seguir su rastro.

—¡Dime la verdad! ¿Conservas aún alguna esperanza?

—Querido Clary, piensa lo que hubiéramos hecho nosotros aquí, solos, a pesar de ser dos hombres fornidos y expertos, aún teniendo armas, pero careciendo de víveres y de gente.

—Tienes razón. Es horrible pensar cómo estarán a estas horas esos pobres niños, perdidos en la inmensidad de estos desiertos.

—¡Y con el hambre, la sed y las fieras acechándolos por todas partes!

—¡Sin embargo, por lo que escribe el muchacho, han pasado así varios meses!

—Esto es lo que no puedo comprender.

Guardaron silencio durante un rato, chupando nerviosamente el cigarro, hasta que el doctor, dirigiendo la vista hacia el iluminado firmamento, dijo con un susurro:

—Es tarde y el sueño me rinde… ¡Y pensar que esos pobres niños, si aún viven, andarán perdidos en medio de esta llanura agostada, a la luz de la luna…, solos… y tan pequeños! ¿Te acuerdas, Glen, de la carita de ángel de aquella niña?

—No puedo olvidarla.

—¡Ah! Me dejaría cortar una mano a cambio de…

No pudo acabar la frase, porque en el mismo instante el capitán Glen saltó del asiento, como picado por una avispa.

—¡Un cohete, allá lejos! —exclamó—. ¡Un cohete!

—¡Es verdad! —añadió el doctor.

—Eso es que tenemos cerca alguna caravana.

—Y puede que vengan en ella los niños.

—Es posible. Salgamos a su encuentro.

A una orden del capitán, todo el campamento se puso al punto en marcha. Se encendieron antorchas, y Glen, en respuesta al cohete que acababa de ver, mandó disparar otro y hacer algunas salvas. A los disparos respondieron otros a lo lejos. Ya no cabía duda; alguna caravana europea se hallaba a poca distancia y pedía socorro.

El capitán y el doctor corrían con todo su ímpetu, luchando entre el temor y la esperanza. ¿Serían los niños los que iban a hallar? ¡Si no los encontraban entonces, no les quedaría otra esperanza que hallar sus cadáveres perdidos entre aquellos abrasados matorrales!

Al cabo de media hora, una de las elevaciones del terreno de que antes habían hablado les estorbó la vista. Pero estaban ya tan cerca que percibían con toda claridad el trote de un caballo.

Minutos después, en lo alto del recuesto apareció un jinete, llevando un bulto blanco entre sus brazos.

—¡Levantad las antorchas! —gritó Glen a los suyos.

Y en el mismo instante se precipitó el jinete entre ellos, gritando:

—¡Agua! ¡Agua!

—¡Son ellos! —exclamó el doctor.

—¡Agua! —repitió Estasio.

Y echando a Nel en brazos del capitán, saltó del caballo. Pero en cuanto puso los pies en el suelo le flaquearon las piernas y cayó como muerto.