Después de diez días de camino montañoso, y traspuestas ya las cumbres, llegaron a una región completamente distinta. Era una inmensa planicie sobre la que se destacaban de trecho en trecho pequeñas colinas. Con el terreno había cambiado también la vegetación. No había ya árboles corpulentos, y sólo de tarde en tarde se veían algunas mimosas, que destilaban goma de sus troncos de color de coral, pero de tan menguado follaje que apenas daban sombra.
Surcaban el aire algunos buitres, y revoloteaban de acacia en acacia unas aves blanquinegras, semejantes a los cuervos.
Las hierbas estaban resecas y parecían rastrojos. Con todo, servían de alimento a muchos animales, pues varias veces tropezó la caravana con rebaños de antílopes, búfalos y, más que nada, cebras. Pero el calor se iba haciendo insoportable en aquella vasta planicie completamente desnuda.
El cielo estaba limpio de nubes, los días eran sofocantes y el frescor de la noche no bastaba a reparar el cansancio. El camino empezaba a ser más pesado de día en día.
Los habitantes de las aldeas, que ya empezaban a escasear, eran tan rudos que los recibían de muy mal grado, conteniéndolos, únicamente, el miedo a aquel ejército de hombres armados y la presencia de los europeos, de King y de Saba.
Valiéndose de Kali como intérprete, Estasio pudo enterarse de que más adelante llegarían a un país completamente desierto y sin agua, y aunque eso no podía creerse, pues era lógico pensar que habría algún sitio donde los numerosos rebaños de antílopes que por allí pacían pudieran abrevar, la noticia causó tan honda impresión en los negros, que en aquel mismo momento comenzaron las deserciones, y la primera fue la de los hechiceros M’Kunje y M’Pua. Afortunadamente les dieron alcance no muy lejos del campamento, y, conducidos a la fuerza, Kali les afeó su conducta, robusteciendo sus razones con la caña de bambú. En vista de eso, Estasio los reunió a todos y les explicó lo necio que sería buscar su salvación en la fuga, porque si podían librarse de los leones, los cuales habían rondado el campamento la noche anterior, subiéndose a las acacias, estas no los protegerían lo suficiente contra el terrible vobo, y perecerían en sus garras. Por otra parte, la presencia de los antílopes indicaba que no debía de escasear tanto el agua por allí, y que en la primera ocasión harían buen acopio de ella, llenando todos los cueros, para el resto del camino. Al parecer, los negros quedaron convencidos; pero, a pesar de ello, aquella misma noche se fugaron cinco de Sambor y dos de Wa-hima, y en las noches siguientes produjeron nuevas deserciones. Pero M’Kunje y M’Pua no se atrevieron a probar suerte otra vez, pues desde aquel día Kali los mandaba atar al ponerse el sol.
A medida que avanzaban el terreno era más seco, y el sol abrasaba sin piedad. Ya no se veía ninguna acacia, y las manadas de antílopes eran cada vez más reducidas. El borriquillo y los caballos hallaban aún hierba fresca hundiendo el hocico entre las hierbas agostadas, pero King, que no podía seguir su ejemplo, se iba adelgazando y ya empezaban a contársele los huesos, viendo su alimento reducido a alguna acacia que hallaba de cuando en cuando. De una sola cabezada la derribaba, devorando en el acto sus hojas y bayas. Todos los demás no sufrían menos por la sed. El agua escaseaba más, de día en día; ya sólo encontraban algún que otro charco salado, o tan cenagoso que era imposible filtrarla. En vano Estasio enviaba a Kali con algunos negros a explorar las inmediaciones en busca del preciado líquido, pues siempre, después de mucho andar, volvía rendido y más sediento que nunca, repitiendo apesadumbrado:
—Madi apana![26]
Estasio comprendía que este último viaje iba a estar plagado de dificultades, y comenzaba a afligirse de nuevo por la salud de Nel, pues también en su rostro se apreciaban los estragos de aquella marcha. Su carita no se tostaba por el sol y el aire, sino que se tornaba más pálida día a día, y sus ojitos iban perdiendo el brillo. Era evidente que en aquella seca llanura no había el peligro de la fiebre que transmiten los mosquitos en los lugares pantanosos, pero bien a las claras se advertía que aquel calor asfixiante iba agotando sus fuerzas. Al ver sus manitas blancas, pálidas como la cera, Estasio se reprochaba el haber perdido tanto tiempo en los preparativos del viaje, exponiéndose a los peligros de una estación tan insoportable.
Sus angustias en poco remediaban la situación, pues el sol, cada día más despiadado y más sediento, iba chupando de la tierra el resto de frescor y vida que le quedaba. La hierba estaba tan reseca, que al huir los antílopes al paso de la caravana se levantaba una nube de polvo.
Con todo, quiso la suerte que encontraran cierto día un riachuelo, cuyo cauce les descubrió de lejos una hilera de árboles que crecían junto a él. Los negros se precipitaron hacia él a la desbandada, y hundieron su cara en la corriente sin cesar de beber, hasta que un cocodrilo cogió a uno por la mano.
A los gritos del negro acudieron todos, pero, aunque sacaron del agua al feroz saurio para obligarlo a soltar su presa y trataron de abrirle las mandíbulas haciendo palanca con sus lanzas, todos los esfuerzos fueron inútiles, hasta que llegó King y pateó al repugnante anfibio, dejándolo aplastado como un hongo.
Cuando los negros se hubieron saciado de beber, Estasio mandó hacer un remanso en el río con cañas de bambú, para que Nel pudiera bañarse, dejando sólo un estrecho boquete para la entrada del agua, custodiado por King. El baño alivió no poco a la niña y le devolvió las fuerzas.
Gran alegría experimentaron Nel y toda la caravana cuando oyeron que Bwana Kubwa mandaba hacer alto allí dos días. La noticia alegró tanto a los negros, que les hizo olvidar todos los pasados sufrimientos. Después de un buen almuerzo y un buen descanso, se dispersaron por las riberas en busca de dátiles silvestres que pendían de algunas palmeras, y de ciertos frutos, llamados Coix lacrima, de que los negros hacen collares. Al regresar, a la puesta del sol, trajeron unos objetos cuadrados y blancos, que no eran otra cosa que las cometas de Estasio. Una de ellas llevaba el número siete, lo cual indicaba que pertenecía a la serie de las soltadas en el monte de Linde, lo cual alegró mucho al muchacho.
—No esperaba que pudieran llegar tan lejos —decía a Nel—, pues creí que caerían en los montes Karamoyo; pero veo que el viento puede llevarlas a todas partes y empiezo a tener la esperanza de que las que desde el Bassa-Narok y por el camino hemos soltado lleguen hasta el mar.
—Es seguro que llegarán —replicó Nel.
—¡Dios lo quiera! —añadió el muchacho, poniéndose a reflexionar nuevamente sobre las dificultades que podrían salirles al paso durante el resto del camino.
Al amanecer del tercer día la caravana se alejó del río, llevando los cueros bien provistos de agua, y antes de que anocheciera se internaron de nuevo en la estepa, en la cual no había ya ni el menor rastro de vegetación, y tan abrasada del sol que en algunos sitios estaba tan lisa como la palma de la mano. Sólo de trecho en trecho se encontraba una especie de parsifloras (adenia globosa) cuyos frutos, hundidos en tierra, tenían el aspecto de enormes calabazas de dos codos de diámetro. De estos cohombros arrancaban delgados tallos que, rastreando, cubrían grandes extensiones de terreno y formaban una enmarañada red, tan espesa, que aún a los ratones les hubiera sido difícil atravesarla. Pero a pesar del color tan verde y tan apacible de estas plantas, ni King ni los caballos podían comerlas, porque estaban cuajadas de espinas; sólo el borriquillo aprovechaba de ellas lo que podía, quitándoles las espinas con gran cuidado. En el trayecto de muchas leguas no volvieron a encontrar nada más que una hierba áspera y seca, y unas flores parecidas a siemprevivas que se quebraban al tocarlas. Entretanto el sol enviaba rayos de fuego y la atmósfera vibraba como en el Sahara. El cielo estaba limpio como un espejo; la tierra, tan inundada de luz que todo parecía blanco, y ni una voz ni el zumbido de ningún insecto interrumpían aquella calma siniestra.
Los negros caminaban bañados en sudor, y cuando ya no podían resistir formaban un montón con todos los envoltorios que llevaban y descansaban un poco a su escasa sombra. Teniendo en cuenta que los negros son como los niños, que no piensan en mañana, Estasio ordenó que se economizase el agua todo lo posible, para lo cual organizó una escolta que no se separara de los que llevaban los cueros, y a horas determinadas la repartían entre todos, uno por uno. Kali dirigía estos trabajos con gran prudencia, pero no dejaban de tener sus inconvenientes, pues, además de retrasar el viaje, sembraban el descontento entre los negros; y mientras los de Sambor se quejaban de que a los de Wa-hima se les daba mayor cantidad, los de Wa-hima sostenían lo contrario, y estas querellas llegaron a tal extremo que los de Sambor querían regresar a su país, y lo hubiesen hecho si Estasio no los hubiera atemorizado con la indignación de Faru al verlos llegar, y no hubiera redoblado además la vigilancia.
El segundo día les anocheció a campo raso, y no pudieron cerrar el campamento porque no tenían con qué. Sin embargo, Saba y King suplieron la falta, pero el elefante no dejó descansar a nadie, pues como el pobre animal no recibía ni la décima parte del agua que necesitaba, estuvo gruñendo sin parar hasta que salió el sol. Saba no se apartaba de Estasio y Nel, clavando en ellos sus ojos enrojecidos, y con dos palmos de lengua colgando, pidiendo, a su modo, un poco de agua. Hasta Nel pidió, y pidió en vano, unas gotitas de la que Estasio llevaba en un recipiente de goma colgado bajo el brazo, pues el muchacho la reservaba para ella en el momento más apurado.
Al anochecer del cuarto día no quedaban ya más que cinco cueros, no muy grandes, a pesar de todas las precauciones tomadas, y sólo se podía repartir medio vaso por persona. Fue preciso negar la ración correspondiente a aquella tarde, por haber bebido ya por la mañana y por considerar que, siendo más frescas las horas de la tarde y de la noche, la sed sería más soportable que durante las horas abrasadoras del día siguiente. Los negros no estuvieron conformes con esta disposición, y sólo el miedo que Estasio les inspiraba los contuvo para no arrojarse sobre los cueros y acabar con la poca provisión de agua que tenían, contentándose, para engañar la sed, con arrancar briznas de hierba y chupar el zumo de sus raíces, el cual era muy escaso, pues los rayos del sol se introducían hasta el seno profundo de la tierra.
Por fortuna, si el sueño no satisfacía la sed, por lo menos no la dejaba sentir, por lo cual, al cerrar la noche, aquellos hombres, extenuados por la fatiga del camino, se dejaban caer como leños en el mismo sitio en que les anochecía. Estasio caía también rendido por el sueño y el cansancio, pero su sueño, velado por tantas inquietudes, era intranquilo. Al cabo de algunas horas se despertó y empezó a pensar dónde podría encontrar agua para Nel y para todos. La situación era terrible y angustiosa, pero el valeroso muchacho no se entregaba a la desesperación.
Al recordar todas sus aventuras, desde el secuestro en El Fayum hasta el sitio donde se hallaba, se decía: «¡Hemos pasado tanto y sufrido tanto, y ha habido tantas ocasiones en que he creído que ya no había remedio, y Dios me lo ha deparado!… ¡No es posible que después de haber escapado a tantos peligros tengamos que morir en la última etapa de nuestro viaje! Aun queda un poco de agua, y no puedo creer que este desierto sea como el Sahara, porque en tal caso sería más conocido». Acrecentaba sus esperanzas el haber visto aquel día, con los gemelos, hacia el sudeste, unas líneas nebulosas como siluetas de montaña. Si en realidad lo eran y lograban llegar hasta allí, estarían fuera de peligro, ya que en los montes es difícil que falte el agua. De todos modos, le inquietaba el no poder precisar la distancia, pues a través de un ambiente tan transparente y limpio como el de África las altas crestas de las montañas aparecen a distancias inmensas, y estas podían ser tan grandes que la caravana no pudiera llegar hasta ellas y desapareciera en el camino abrasada de sed si no encontraba por fin algún manantial.
Interrumpía a cada paso sus cavilaciones el fatigoso respirar de King, que hacía esfuerzos inauditos para sacar de sus pulmones el último resuello, para no ahogarse. De pronto le pareció que de entre la hierba donde los cueros de agua estaban ocultos salían lastimeros quejidos. Volvieron a oírse varias veces, en vista de lo cual se levantó y fue al lugar de donde partían, no muy lejos de su tienda. La noche era tan clara, que en seguida pudo distinguir dos bultos oscuros tendidos en tierra, y a su lado dos fusiles que brillaban a la luz de la luna.
«¡No se puede confiar en la vigilancia de estos negros! —pensó—. ¡Tenían que velar por estos odres, que para nosotros valen ahora más que todos los tesoros del mundo, y se duermen como si estuvieran en su choza! ¡Mañana tendrá que enseñarles a obedecer el bambú de Kali!».
Y mientras se hacía estas reflexiones, se acercó a ellos y dio a uno con el pie, retrocediendo en el acto, horrorizado.
El negro que aparentemente dormía tenía atravesado en el cuello un cuchillo hasta el mango, y yacía de bruces. El otro había sido tan horriblemente degollado que su cabeza estaba casi separada por completo del tronco.
Dos de los cueros habían desaparecido, y los otros tres estaban tirados en el suelo, perforados y vacíos.
Ante aquel horrible cuadro que se ofrecía a sus ojos, Estasio sintió que se le paralizaba la sangre en las venas.