Después de un breve descanso junto a los muros de Luela, Estasio, con Kali y los trescientos hombres, se dirigió hacia el campamento de Fumba antes de la puesta del sol, pues quería sorprender a los enemigos ya bien entrada la noche para que las serpientes de fuego hicieran mayor efecto.
El monte Boko distaba de Luela unas nueve horas, incluyendo los descansos, por lo que llegaron cerca del campamento enemigo a eso de las tres de la madrugada. Estasio detuvo a sus hombres, y, ordenándoles que guardaran el más profundo silencio, examinó la posición. Ni una sola luz brillaba en la cima del monte donde Fumba se había hecho fuerte. En cambio, en el campamento de Sambor ardían numerosas hogueras, cuyos resplandores iluminaban las roqueñas faldas del monte y los enormes árboles que crecían al pie. Percibíase a lo lejos el ronco tantaneo de los tambores y los gritos y cantos de los guerreros, que, sin duda, no regateaban su pombe[19], celebrando ya su próximo y decisivo triunfo. Estasio se separó de los suyos, avanzando hasta unos cien metros de las hogueras más próximas.
No vio centinela alguno, y la profunda oscuridad de aquella noche sin luna no les permitía a ellos divisar a King, oculto también entre los matorrales. Estasio dio desde su parapeto la última orden en voz baja, y mandó a Kali que encendiera un cohete. Una ráfaga luminosa rasgó la oscuridad, silbando y reventando después en infinidad de estrellitas rojas, azules y doradas. Callaron todas las voces y se hizo un silencio sepulcral. Pocos segundos más tarde se arrastraron por el suelo, silbando también, otros dos cohetes, dirigidos hacia el campamento de los de Sambor, al mismo tiempo que King empezaba a barritar y atronaba el espacio el clamoree de los trescientos negros, que se arrojaron en un momento sobre sus enemigos. Se entabló una lucha cruentísima, pues, habiéndose pisoteado y apagado las hogueras, la oscuridad era impenetrable y el desconcierto de los de Sambor indescriptible. Lo sucedido excedía a su comprensión y sólo podían suponer que habían caído sobre ellos los malos espíritus y que su destrucción era inminente. La mayor parte se dispersaron antes de que pudieran alcanzarlos los guerreros de Wa-hima. Mamba consiguió retener a su lado un centenar de los más valientes y ofrecer con ellos una desesperada resistencia, pero al ver, a la luz de los fogonazos, al enorme elefante y a un hombre blanco montado en sus lomos, y oír los disparos del fusil de Kali, se desmoralizaron.
Los cercados en la cima de la montaña, es decir, Fumba y los suyos, al ver estallar el primer cohete en el aire se llenaron de terror, y el propio Fumba cayó al suelo como muerto. Pero al percibir el griterío confuso y desesperado que se oía por abajo creyó que algún espíritu se ensañaba con los de Sambor, y que si ellos no bajaban a ayudarle la cólera de los supuestos espíritus se volvería también contra ellos, por lo que reunió a cien de sus hombres y, dando la vuelta al monte, por un atajo estrecho y oculto, llegó hasta el pie y cerró el paso a los enemigos. Esto hizo que la batalla se convirtiera en una carnicería. Dejaron de oírse los tambores de Sambor en la oscuridad, iluminada de cuando en cuando por los disparos de Kali, se percibían los mazazos de los guerreros de Wa-hima y los gritos desgarrados de los heridos. Nadie pedía piedad, pues los negros no la conocen. Kali dejó de disparar por temor de herir a los suyos, y empuñando el alfanje de Gebhr se lanzó contra sus enemigos.
Entretanto, como Fumba les cortaba la única retirada posible para ellos, no se salvaron más que los que se arrojaron al suelo dejándose hacer prisioneros, a pesar de que sabían que no podían esperar otra cosa que la muerte en medio de los más horribles tormentos.
Mamba se defendió heroicamente hasta que un mazazo le abrió la cabeza. Su hijo Faru, que había de ser su sucesor, cayó en manos de Fumba, el cual lo mandó maniatar para sacrificarlo en acción de gracias a los espíritus que los habían protegido.
Estasio no permitió que King interviniera en el combate, consintiéndole únicamente barritar desde lejos, ni hizo un solo disparo, pues había prometido a Nel no matar a nadie, ni tenía el menor deseo de ensañarse con los que ni a él ni a su Bibi les habían hecho daño alguno. Le bastaba con haber libertado a Fumba y darle la victoria. Cuando Kali llegó por fin, anunciando el triunfo conseguido, le dio orden de que mandase cesar la batalla, que aún continuaba entre los matorrales y quebraduras de los peñascos, debido al gran encarnizamiento de los guerreros de Fumba.
Pero antes de que Kali lo consiguiera, llegaron las primeras luces del día. El sol se elevó rápidamente por detrás de los montes, y en un momento inundó de luz el campo, en el que yacían más de doscientos muertos de los de Sambor, atravesados a lanzadas o destrozados a mazazos.
En esto, mientras resonaban en el aire los gritos de los de Wa-hima celebrando la victoria, apareció de nuevo Kali, pero venía tan abatido y tan triste, que, ya desde lejos, se adivinaba que le había ocurrido alguna desgracia. En efecto, cuando llegó se puso a golpearse frenéticamente la cabeza con los puños y a gritar:
—¡Señor! Fumba Kufa! Fumba Kufa![20].
—¿Ha muerto? —preguntó Estasio, extrañado.
Kali le contó lo ocurrido. Fumba había caído víctima de su propio encarnizamiento, puesto que había recibido una lanzada mortal persiguiendo a dos de los enemigos cuando ya se había terminado la batalla. Aun no había muerto, pero estaba gravemente herido, y no quería morir sin ver al poderoso señor que, sentado en el elefante, había vencido a Sambor. Cuando le tuvo delante, en sus ojos vidriosos, ya moribundos, se vio un destello de admiración, mientras sus labios, descoloridos y doblados por el peso del anillo de marfil, murmuraban: «Yancig! yancig! yancig!».
Instantes después inclinó la cabeza, se entreabrieron sus labios y expiró. Kali, que le amaba entrañablemente, se arrojó sobre su cadáver y lloró amargamente. Los guerreros que se hallaban presentes empezaron unos a darse fuertes golpes en la cabeza con el puño cerrado, y otros a gritar aclamando a Kali. Algunos se postraron de rodillas ante él, y no se oyó una sola voz en contra suya, pues la sucesión le pertenecía como hijo primogénito y como vencedor.
No tardaron en oírse, en las chozas de los hechiceros de la cima del monte, los aullidos del mal Msimu, que recordaban mucho los de la aldea de M’Rua, pero esta vez no contra los viajeros, sino pidiendo la muerte de los prisioneros en venganza de la muerte de Fumba.
Resonaron los tambores, los guerreros se formaron en escuadrones de tres en fondo, y comenzó la danza bélica alrededor de Estasio, del nuevo rey y del cadáver de Fumba, repitiendo: «Oa! oa! yacs! yacs!», y volvían rítmicamente la cabeza de izquierda a derecha, dando vuelta a los ojos y levantando las lanzas, que relucían a los reflejos del sol naciente.
Kali se levantó y, volviéndose a Estasio, le dijo:
—Mi gran señor llevar a la boma[21] a Bibi y vivir en la casa de Fumba. Kali ser rey de Wa-hima, y mi señor, rey de Kali.
Estasio hizo un movimiento de cabeza en señal de asentimiento, pero antes quiso detenerse allí mismo algunas horas para descansar. A la caída de la tarde partió.
Los de Wa-hima retiraron los cadáveres de los de Sambor, echándolos en un hoyo profundo que había cerca de allí, y sobre el que se precipitaron al instante bandadas de buitres.
Los hechiceros hicieron los preparativos para los funerales de Fumba, y Kali tomó posesión de su cargo, que le hacía dueño y señor de la vida y la muerte de todos sus súbditos.
—¿Sabes quién es Kali? —preguntó Estasio a Nel a su regreso a Luela. Nel le miró, extrañada de aquella pregunta, y respondió:
—¡Claro que lo sé! Tu boy[22].
—¡Sí, sí, boy! Kali es ahora rey de Wa-hima.
Nel se alegró muchísimo con la noticia. Aquella transformación de Kali, de esclavo del feroz Gebhr y criado de Estasio en rey, se le antojaba una cosa graciosísima y nunca vista.
A pesar de todo, la observación que hiciera Linde respecto a que los negros son como niños y olvidan hoy lo que sucedió ayer, no pudo aplicársele a Kali, pues en cuanto vio a Estasio llegar con Nel a la falda del monte Boko, el joven rey corrió a su encuentro, saludándole con las mismas muestras de alegría y sumisión de siempre, y repitiendo las palabras que antes le había dicho:
—Kali ser rey de Wa-hima, y mi señor, rey de Kali.
Y después de haber dado a su señor, ante todo el pueblo, tan profundas demostraciones de respeto, recordando que Estasio amaba a Nel más que a sí mismo, se acercó a ella y se postró a sus pies. Luego los condujo con gran solemnidad a la cima del monte y los instaló en la casa de Fumba, que era una choza muy grande dividida en varias habitaciones; mandó a las mujeres que los habían acompañado desde Luela, y que no se cansaban de mirar al buen Msimu, que prepararan en la primera habitación miel y leche ácida, y al tener noticia de que Bibi, fatigada del viaje, se había dormido, mandó a todos los de Wa-hima guardar el más completo silencio, bajo pena de cortarles la lengua.
Pero todos los honores le parecían pocos para sus amos, y queriendo rendirles más solemnes homenajes, cuando, después de un breve descanso, Estasio salió de la habitación, él se le acercó y, haciendo una profunda reverencia, le dijo:
—Mañana Kali mandará sepultar a Fumba, y matará tantos prisioneros como dedos tienen Fumba y Kali en las manos; pero para más honrar a mi señor y a Bibi, Kali mandar sacrificar primero en el fuego a Faru, hijo de kamba, y muchos prisioneros.
Estasio, al oír esto, se puso muy serio, frunció el ceño y, clavando sus ojos en los del negro, le dijo:
—Te prohíbo hacer semejante monstruosidad.
—Señor —le respondió Kali, con temblor en la voz—, Wa-hima matar siempre a los prisioneros. El rey, mi padre, morir; hay que matarlos; el rey joven, reinar: hay que matarlos. Si Kali no hacerlo, los de Wa-hima no tenerlo por rey.
Estasio le miró aún con más severidad y le dijo:
—¿Cómo es eso, Kali? ¿Es que no aprendiste nada en el monte de Linde? ¿Acaso no eres cristiano?
—Sí, lo soy, señor.
—Pues oye. Los de Wa-hima no tienen cabeza, pero tú debes tenerla. Tú eres el rey, y tienes que enseñarles lo que aprendiste de Bibi y de mí. Ellos son chacales y hienas; tú tienes el deber de hacer que se conviertan en hombres. Diles que no se puede matar a los prisioneros, porque el Gran Espíritu castiga a los que derraman la sangre de los indefensos. El Gran Espíritu, a quien yo y Bibi adoramos. Los blancos perdonan a los prisioneros, no los degüellan, y tú, que eres cristiano, ¿quieres ser con ellos peor que el cruel Gebhr lo fue contigo? Avergüénzate, Kali. Cambia las viejas e inhumanas costumbres de Wa-hima, y Dios te bendecirá por ello, y Bibi no tendrá que decir que Kali es malo, bárbaro y necio.
Volvieron a resonar en las viviendas de los hechiceros horribles aullidos, pero Estasio no se inmutó y prosiguió diciendo:
—Ya sé qué es eso. Es el mal Msimu que ruge pidiendo la sangre y la cabeza de los cautivos. Pero tú también sabes quién es ese Msimu y no te aterras. Haz, pues, lo que voy a decirte. Toma una caña de bambú, la más resistente que encuentres, vete allí y azota a los hechiceros hasta que sus gritos se oigan más que sus tambores. Apodérate de ellos y arrójalos a los pies de tus súbditos, para que vean cómo los engañan esos ruines embaucadores; y diles lo que a M’Rua dijiste, que allí donde llega el buen Msimu no puede derramarse sangre humana.
Kali quedó muy convencido de la razón de las palabras de Estasio, y, haciendo una señal de asentimiento y sumisión, exclamó:
—Kali hacerlo como dice mi señor. Azotará a esos hechiceros, destrozará los tambores y dirá a los de Wa-hima que donde llega el buen Msimu no se puede derramar sangre humana. Pero ¿qué hacer Kali con Faru y los de Sambor que mataron a Fuma?
Estasio, que ya lo tenía todo previamente meditado, le respondió:
—Tu padre ha muerto y el suyo también. Vaya el uno por el otro. Haz alianza con el joven Faru, y desde este instante los de Wa-hima y Sambor vivirán en paz y podrán tranquilos cazar y cultivar los campos y pacer los ganados. Más tarde hablarás también a Faru del Gran Espíritu, que es Padre de todos, de negros y blancos, y Faru te tendrá como hermano.
—¡Kali tener ya cabeza! —respondió el negro.
Aquí terminó la conversación. No tardó mucho en volver a oírse nuevos aullidos, pero no del mal Msimu, sino de los hechiceros, por la soberana virtud del bambú de Kali. Los guerreros que habían permanecido junto a King, al oírlos, se precipitaron a la cima a ver lo que pasaba, y allí pudieron convencerse, por lo que sus ojos estaban viendo y por la propia confesión de los dos hechiceros, de que el mal Msimu, ante el que tantas veces se habían estremecido de espanto, no era más que un rudo tambor.
El joven Faru, al saber que no sólo le perdonaban la vida y le libraban del tormento en honor del gran señor y del buen Msimu, sino que Kali haría con él alianza, creía estar soñando, y sabiendo a quién se lo debía, corrió a la puerta de la casa en que habitaba Nel y, postrándose en tierra, no se levantó hasta que el buen Msimu salió y le ordenó que se levantara.
Faru tomó la blanca mano de la niña y la puso sobre su cabeza en señal de esclavitud. No complació mucho a los de Wa-hima lo dispuesto por el nuevo rey, pero por respeto y por un cierto temor hacia los forasteros, a quienes consideraban los hechiceros más poderosos del mundo, no se atrevieron a decir nada. No obstante, los viejos no estaban conformes con aquellas nuevas costumbres, y los dos hechiceros, viendo que ya se habían acabado la abundancia y el bienestar para ellos, juraron en sus adentros vengarse del rey y de los advenedizos. Sin embargo, celebraron los funerales de Fuma con la mayor solemnidad y le enterraron al pie de la roca donde estaba instalada la boma. Kali puso sobre su sepulcro una cruz de bambú, y los negros depositaron sobre el mismo algunas vasijas con pombe y salazón para que su espíritu no los atormentara por las noches.
El cuerpo de Mamba fue entregado a los de Sambor, después de efectuada la alianza entre Kali y Faru.