Capítulo 39

No quedó un negro en la aldea que no saliera a presenciar la partida del buen Msimu; le acompañaron un gran trecho, y después se despidieron entristecidos, rogándole que volviese alguna vez a visitar a M’Rua y que no los olvidase. Estasio dudó un momento pensando si descubrirles el lugar donde había depositado los objetos de Linde que no había podido llevarse, pero temiendo que estos tesoros vinieran a turbar la paz de aquellos pobres negros, sembrando entre ellos la discordia y la envidia, no les dijo nada, y en cambio mató un enorme búfalo que les dejó como recuerdo para que se dieran un festín.

Aquella abundancia de niama consoló, en parte, a los negros de la marcha de sus huéspedes, los cuales se internaron de nuevo en un país desierto, en el cual, por su considerable altura, los días eran calurosos y las noches muy frías, tanto que Estasio encargó a la negrita Mea que abrigase bien a Nel.

Con frecuencia atravesaban profundos barrancos, pequeños y áridos unos, y otros en los que les dificultaba el paso la espesura de la vegetación. Divisaban grandes monos en las vertientes, y, de cuando en cuando, algún león o pantera, escondidos en sus cubiles o en las concavidades de las rocas.

Kali rogó a Estasio que matase una, lo cual hizo su dueño, para que él, cubriéndose con la piel del animal, fuese reconocido por los salvajes que hallaran en el camino.

Al fin dejaron atrás los barrancales, después de tres días de camino, y se encontraron de nuevo en una región poblada, cuyas aldeas más próximas distaban de las otras uno o dos días de jornada. Todas estaban protegidas contra el asalto de las fieras por un alto seto de árboles tan apiñados que, desde lejos, semejaban una selva, y lo único que indicaba la existencia de una aldea detrás de ellos era el humo que se elevaba entre sus copas.

Los viajeros fueron recibidos en todas ellas como en la de M’Rua, con desconfianza al principio, que pronto se transformaba en adoración y respeto. Una sola vez ocurrió que, al acercarse a una aldea, todos sus habitantes huyeron a los montes vecinos, sin que quedara una sola alma con quien pudieran entenderse, pero en ninguna parte se levantó contra ellos una lanza, porque los negros, si no están pervertidos por los mahometanos, que les inspiran odio y crueldad hacia los extranjeros, son por naturaleza tímidos y bondadosos. Cada nuevo recibimiento se acababa comiendo Kali un trozo del rey de la tribu, y este un trozo de Kali, ofreciendo al buen Msimu, en señal de adoración, gallinas, huevos y miel.

En cuanto a Bwana Kubwa, los aterraba, al principio, con su elefante, sus rayos y sus serpientes de fuego, pero su esplendidez trocaba al punto ese terror en gratitud.

Donde las aldeas estaban cercanas unas de otras, se anunciaba la llegada de los viajeros a toque de tambor, el medio que usan los negros para comunicarse los acontecimientos importantes, y así sucedía con mucha frecuencia que, antes de que llegasen a una aldea, el vecindario salía a recibirlos con grandes y expresivas muestras de respeto y amistad.

Llegaron a una de aquellas aldeas, en la que el jefe, que a su vez era hechicero, quiso enseñarles el fetiche que adoraban con gran veneración en una capilla cubierta de piel de rinoceronte, a la cual ni él mismo se acercaba a menos de cincuenta pasos, ni aún para hacer sus ofrendas.

Les refirió, con gran fervor, que aquel fetiche les había venido de la luna no hacía muchos días, y que era blanco y arrastraba una gran cola.

Estasio no le dejó proseguir, y le dijo en el acto que él mismo lo había enviado por orden de aquel buen Msimu blanco que venía con él, sobre el elefante. No decía más que lo cierto, pues el tal fetiche no era otra cosa que una de las cometas que habían soltado desde el monte de Linde.

El hecho no desagradó a Estasio, pues suponía que, lo mismo que aquella había llegado hasta allí, otras podían haber ido más lejos impulsadas por el viento, y que su trabajo no habría sido inútil. Esto le animó a soltar otras, y aquella misma tarde lanzaron una en presencia de los negros, con lo cual quedaron convencidos de que realmente aquellos eran seres extraordinarios venidos de la luna.

Para colmo de venturas, adquirieron allí nuevas noticias del Bassa-Narok, y más concretas que las que habían obtenido hasta entonces, resultando de ellas que el lago estaba a diez días de camino tan sólo, en cuyos lugares ribereños comerciaban aquellos negros, cambiando sal por vino de palmera. El jefe de esta aldea había oído hablar también de Fumba, que era jefe de un pueblo llamado Doko, nombre que, según afirmó también Kali, daban los vecinos más lejanos a los habitantes de Wa-hima y Sambor.

Lo que nubló su alegría fue la noticia de que en las riberas del Bassa-Narok había estallado, precisamente entonces, una cruenta guerra, por lo que era forzoso abandonar la estepa, que conducía allí en línea recta, y avanzar por ásperas montañas y profundos barrancos, en los que abundaban las fieras. Sin embargo, estas nuevas dificultades no arredraron a Estasio, pues temía menos a las fieras en las montañas que a la terrible fiebre que acecha siempre al viajero en las estepas, y, sin dilatarlo más, emprendieron de nuevo el viaje. Dejaron atrás la última de aquellas pequeñas aldeas, colgada como un nido en lo alto de un peñasco, y apenas el camino empezó a bordear la colina divisaron a lo lejos, en dirección a levante, una cadena de montañas envueltas entre nubes. Aquella región era inexplorada aún, y en ella se encontraba el pueblo de Wa-hima, hacia el cual se dirigían; pero les quedaba aún mucho que andar y podían ser muy numerosas las dificultades con que tropezaran antes de llegar al término de su viaje.

Entretanto iban encontrando en el camino muchos árboles que les brindaban fresca sombra, solos algunos, como los gigantescos baobabs y las mimosas, y otros reunidos formando pintorescas arboledas, en las que revoloteaban infinidad de aves.

Entre los cantos de estas aves era especialmente agradable el concierto que daban unos pajarillos que volaban en pequeños grupos. Cada uno de esos grupos se componía de cinco o seis hembras y un macho, el cual se distinguía por el brillo metálico de sus plumas. Se posaban en las ramas de una acacia, él más alto, ellas más abajo, y después de dejar oír algunas notas, como para buscar el tono, el macho empezaba un trino, que las hembritas escuchaban en silencio. Cuando él terminaba, ellas repetían el estribillo, aquel volvía a cantar, estas a repetir, y, así sucesivamente, pasaban un buen rato. Luego abandonaban la acacia, se trasladaban a otra con rápido y ondulante vuelo, hasta que las recorrían todas, alegrando con sus conciertos la soledad en las horas del mediodía. Los dos muchachos no se cansaban de escucharlos, y los iban siguiendo de acacia en acacia hasta que Nel, al llegar al estribillo, se unía a las coristas, repitiendo también, con su aterciopelada vocecita: «¡Tui, tui, tui, tui, tuiling, ting, ting!».

Cierto día, hechizados por los trinos de los admirables musiquillos, los fueron siguiendo de árbol en árbol hasta que, sin darse cuenta, se alejaron de la caravana casi un kilómetro.

Estasio, que además había salido con la intención de cazar alguna cebra o algún antílope, temeroso de que Saba le espantara la caza con sus ladridos, lo había dejado en el barranco con los criados. Cuando los pajarillos hubieron terminado su concierto en una acacia cercana al barranco, y se trasladaron a la vertiente opuesta, al ver Estasio lo mucho que se habían alejado del campamento se volvió a Nel y le dijo:

—Bien, Nel; ahora te acompañaré hasta la tienda, porque no quiero que vayas sola, y luego volveré a ver si encuentro por la estepa alguna cebra o algún antílope, porque Kali me ha dicho esta mañana que sólo nos quedan provisiones de carne salada para dos días.

—No quiero que te canses, Estasio; iré yo sola —replicó Nel que estaba muy interesada en que su compañero la tomase por una persona mayor—. El campamento está cerquita y desde aquí se ve el humo.

—¿Y si te pierdes?

—No me perderé. Si la hierba estuviera muy crecida podría perderme. Pero fíjate qué bajita está.

—Puede acometerte alguna fiera.

—¿A estas horas? ¿No has dicho siempre que los leones y las panteras no cazan de día? Además, ¿no oyes cómo nos está llamando King? Ya sabes que donde resuena su voz ni el león se atreve a acercarse. Déjame que vaya sola como si fuera una persona mayor.

Para darle la satisfacción de que viera que no la juzgaba ya como una niñita, Estasio quería complacerla; sin embargo, dudó un poco, pero al fin cedió. Verdaderamente la tienda y el humo se veían perfectamente, y King estaba llamando a Nel. No podía extraviarse entre aquellas hierbas tan bajas, y no podía temerse un ataque de los leones, panteras y hienas en pleno día.

—Como quieras —le dijo al fin—; vete sola, pero por el camino recto y sin pararte.

—¿Y no puedo coger por el camino algunas flores de esas? —preguntó señalando una mata cubierta de graciosas flores de color de rosa.

—Sí; coge las que quieras.

De todos modos, para asegurarse bien, volvió a señalar a la niña el grupo de árboles donde se hallaban los otros y el humo que de entre los mismos salía, e hizo que escuchara el clamoreo de King, para que, guiada por él, pudiera llegar sin dificultad al campamento. Después él dio la vuelta y desapareció entre las altas hierbas que crecían junto al barranco.

Pero aún no había andado cien pasos cuando le invadió una gran inquietud. «¡Cómo he podido ser tan necio! —pensaba—. ¡Dejar que Nel vaya sola por las estepas de África! ¡Una criatura tan delicada como ella! ¡No debo permitir que dé un paso sola! ¡Sabe Dios lo que le puede suceder! ¿Acaso no puede ocultarse una serpiente entre las flores? ¡Además, puede venir del barranco un gorila y arrebatarla o morderla! ¡No lo permita Dios! ¡Qué estúpido he sido!». Y lleno de preocupación, indignado consigo mismo y con un macabro presentimiento volvió corriendo adonde había dejado a Nel. Corrió velozmente, a pesar de llevar en las manos el fusil, con la agilidad adquirida por el continuo ejercicio y por la costumbre, dispuesto a disparar, deslizándose por entre las acacias sin hacer el menor ruido, como hacen las panteras cuando van a arrojarse, durante la noche, sobre un rebaño de antílopes. Al llegar cerca del sitio donde calculó que podría estar Nel, asomó la cabeza por encima de la alta hierba, miró, y el espectáculo que se ofreció a su vista le llenó de terror.

Nel estaba junto a un árbol, con las manos tendidas hacia delante; a sus pies yacían las flores que había cogido, y, a unos veinte pasos de distancia, un monstruoso animal de tamaño enorme y color leonado se iba acercando a la niña, oculto entre el espesor de la hierba. Estasio distinguía claramente el fulgor de sus ojos verdes, clavados en el rostro de Nel, que estaba pálida como una muerta; su angulosa cabeza, sus lomos arqueados en actitud de arrojarse sobre la presa, y su larga cola que movía con un suave vaivén de gato. Un segundo más, un salto, y… Nel desaparecería para siempre.

Acostumbrado ya a afrontar el peligro, el muchacho comprendió que era preciso recobrar inmediatamente la serenidad y asegurar la puntería, porque si fallaba, aunque la fiera quedase malherida, la niña perecería de todos modos. Hizo un esfuerzo gigantesco y se dominó de tal modo que sus extremidades quedaron tan firmes como si fueran de acero; vio cerca de la oreja del enemigo una mancha oscura, y, fijando sobre ella la puntería, disparó.

Al ruido de la detonación se oyó conjuntamente un agudo grito de Nel y un corto y breve rugido de la fiera. Estasio, de un salto, se interpuso entre este y la niña, cubriéndola con su cuerpo, y apuntó de nuevo. No hubo necesidad de un segundo disparo, porque, al primero, el terrible felino se estiró y quedó inmóvil como si fuera de piedra, con las fauces pegadas al suelo, y las uñas clavadas en tierra, sin hacer ninguna contorsión. La bala, al reventar, le había volado la parte posterior del cráneo y algunas vértebras, y sobre los ojos blanqueaban los destrozados sesos.

Estasio y Nel se quedaron un buen rato mirándose uno a otro y mirando al animal, sin poder articular palabra, y al cabo de un instante sucedió algo muy particular. Aquel arrojado muchacho que unos momentos antes hubiera causado la admiración y el asombro de los más intrépidos cazadores del mundo, por su valor y su serenidad, se puso de pronto pálido, comenzó a temblar como si tuviera fiebre, se sujetó la cabeza con las manos, y, repitiendo constantemente: «¡Oh, Nel, Nel, si yo no llego a venir!», se echó a llorar como un chiquillo. Era un momento de debilidad y reacción, consecuencia lógica del enorme esfuerzo a que acababa de someter su voluntad. Le parecía estar viendo al voraz felino, refugiado en alguna oscura caverna, despedazando entre sus garras el ensangrentado cuerpo de Nel. ¡Y es lo que hubiera ocurrido de no llegar él tan a tiempo! ¡Si no hubiese vuelto!

¡Un segundo más, y hubiera sido demasiado tarde!… Y el valiente muchacho no podía resistir aquel pensamiento.

Nel fue la primera que se tranquilizó y tuvo que consolarle a él. Le echó los brazos al cuello, llorando también, y gritando, como para despertarle de aquella pesadilla:

—¡Estasio! ¡Estasio! ¡No me ha pasado nada! ¡Mira, no me ha hecho nada! ¡Estasio, estoy bien!

Pasó mucho rato antes de que el muchacho pudiera recobrar la serenidad, y entretanto llegó Kali, que, habiendo oído la detonación y sabiendo que cada disparo de su señor era blanco seguro, venía a caballo para recoger la pieza cobrada. Pero al ver al animal que yacía con el cráneo destrozado, retrocedió un paso, lleno de terror, exclamando:

—¡El vobo!

Los niños se acercaron entonces a mirar de cerca la fiera, que ya estaba rígida, y a la que Estasio había dado muerte sin saber qué clase de animal era. Primero creyó que sería algún leopardo, pero cuando lo observó de cerca vio que era bastante mayor.

Era de piel leonada y cruzada de manchas oscuras; su cabeza, más puntiaguda que la del leopardo, parecía la del lobo; sus patas, un poco más largas; sus zarpas, más anchas, y los ojos, muy grandes. Uno lo había hecho saltar la bala, y el otro miraba aún a los niños inmóvil y terrible. Estasio pensó que aquel animal pertenecía a una clase de panteras tan ignorada de la Zoología como de la Geografía lo era el lago Bassa-Narok.

Kali no apartaba sus ojos horrorizados del rígido cuerpo de la fiera, repitiendo en voz baja, como con temor de que se despertara:

—¡El vobo! ¡Mi señor matar el vobo!

Estasio tuvo necesidad de acercarse a Nel y ponerle la mano sobre su cabeza para convencerse de que el terrible felino no la había arrebatado, y, haciéndole una caricia, le dijo:

—¿Te convences, Nel, de que aún cuando fueras mayor no deberías ni podrías ir sola por la estepa?

—¡Tienes razón! —respondió la niña con gesto compungido—. Pero contigo o con King sí que podré, ¿verdad?

Estasio, sin apartarse un punto de lo que ocupaba en aquel momento su imaginación, no contestó a su pregunta y le preguntó a su vez:

—Dime, Nel: ¿tú lo oíste cuando se acercó?

—No. Yo estaba cogiendo flores cuando, de repente, voló dentro de la mata una mosca dorada muy grande; me volví para mirarla, y entonces lo vi salir del barranco.

—¿Y qué?

—Se paró de pronto y me miró fijamente.

—¿Mucho rato?

—Sí, mucho, Estasio. Y cuando yo tiré las flores y me tapé la cara con las manos, asustada, echó a andar hacia mí.

Estasio comprendió que de haber sido una negra la fiera se hubiese arrojado sobre su presa en seguida, pero, al encontrarse con un ser desconocido para ella, vaciló sin saber qué hacer, y que a eso se debía en gran parte la salvación de Nel.

Sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo, y exclamó:

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios, que volví en seguida! ¿Y qué pensabas tú en aquel momento? —preguntó de nuevo a Nel.

—Quería llamarte… y no podía… pero…

—¿Qué?

—Pensaba que vendrías a defenderme… No sé lo que pensaba.

No pudo seguir hablando, y le echó los brazos al cuello. Acariciándole las mejillas, le preguntó:

—¿Ya no tienes miedo?

—No, Estasio.

—¡Pequeño Msimu mío! ¿Estás viendo lo que es el África?

—Sí, pero tú matarás todos esos animales tan malos, ¿verdad?

—¡Claro que los mataré!

Contemplaron nuevamente a la fiera, y como Estasio quisiera guardar la piel para recuerdo, mandó a Kali que la arrastrara hasta el lugar donde habían acampado, para desollarla; pero este, temeroso de que pudiera salir del barranco otro vobo, suplicó a su señor que no le dejara solo. Estasio le preguntó si le temía más que al león, a lo que el negro contestó:

—El león advertir con sus rugidos por la noche y no saltar los setos, pero el vobo saltar en pleno día y despedazar muchos negros en la aldea, y después llevar uno y comerlo. No se puede matar vobo ni con lanzas ni con flechas; nada poder contra él; sólo los hechizos, porque al vobo no poderlo matar.

—¡Qué cosas dices! —repuso Estasio—. ¡Mira si este está bien muerto!

—El blanco poder matarlo, pero el negro, no —respondió Kali.

Ataron al enorme felino al caballo y lo arrastraron hasta el campamento, pero el deseo de Estasio de conservar su piel no pudo realizarse, porque apenas lo vio King comprendió que aquel monstruo había querido hacer daño a su amita, y se enfureció de tal modo que ni Estasio ni la misma Nel pudieron calmarlo, y arrebatándolo con la trompa lo arrojó dos veces al aire y lo estrelló después contra un árbol, y para satisfacer más su ensañamiento lo pateó hasta reducirlo a un montón informe de carne y huesos.

Estasio pudo conservar sólo las quijadas y parte del cráneo, lo cual entregó a la voracidad de las hormigas, que en un instante dejaron los huesos maravillosamente blancos.