Capítulo 35

El día amaneció lluvioso, pero eso no fue obstáculo para que Estasio recorriera detenidamente sus nuevos dominios en los espacios en que la lluvia se lo permitía. Esta nueva visita le afirmó en su idea de que el monte de Linde ofrecía cuanto pudieran desear, tanto en lo que se refería a seguridad como en comodidades.

Sólo los monos podían escalar sus vertientes, siendo inaccesible a cualquier otro animal, y el único sendero que conducía a la cumbre era tan estrecho que bastaba colocar en él a King para proteger la entrada.

En el centro de la meseta brotaba una fuentecilla de agua cristalina, la cual aumentaba el cauce de un arroyuelo que, deslizándose por los surcos de los espesos bananos, se precipitaba por la vertiente hasta el río, formando una pequeña catarata.

También había sembradas, hacia la parte del mediodía, algunas extensiones de manioka, cuyas raíces son muy apreciadas por los negros, y un pequeño bosque de cocoteros, cuyas elevadas coronas se destacaban como penachos.

En la lejana llanura, Estasio podía distinguir, con la ayuda de un anteojo, varias hondonadas, y, esparcidos en todas direcciones, algunos árboles corpulentos que se elevaban de entre la hierba como las torres de las iglesias sobre las aldeas.

Por entre la vegetación menos alta se veían a simple vista enormes rebaños de antílopes y cebras, o grupos de elefantes y búfalos. No faltaban sobre la verde alfombra de la estepa las arrogantes jirafas, cuyos cuellos se mecían como se mecen sobre el mar las aves. Algunas cabras acuáticas jugueteaban también a la orilla del río, mientras otras asomaban por encima de la corriente sus cabezas bien provistas de cuernos. Por los lugares en que el río se deslizaba mansamente saltaban de cuando en cuando peces como aquellos que Kali había pescado, los cuales brillaban un momento en el aire como estrellas, para volver a sumergirse de nuevo.

Fue tan grata para Estasio la contemplación de todo aquello, que sintió en el alma que el mal estado del tiempo no le permitiera ir en busca de Nel para que pudiera disfrutar también, en el acto, de aquel panorama.

En lugar de animales a los que pudieran temer, la meseta estaba poblada de mariposas y de pájaros.

Papagayos blancos como la nieve, de negros picos y amarillos penachos, revoloteaban constantemente sobre los arbustos; tortolitas diminutas, de variado y vistosísimo plumaje, se columpiaban sobre los débiles tallos de la manioka, que de ese modo parecían haberse adornado con piedras preciosas, y desde las altas copas de los cocoteros llegaban el canto de los cuclillos y los dulces arrullos de las palomas.

Estasio quedó convencido de que la pureza del aire, la seguridad que les ofrecía aquel paraje, la belleza del mismo y la abundancia de frutos lo convertían en un verdadero paraíso.

Una nueva y grata sorpresa le aguardaba al regresar a la choza de Nel: entre el espesor de los bananos Nasibu había encontrado una cabra con su cabritillo, los cuales se habían ocultado allí, por fortuna, huyendo de las hordas de Esmaín.

La cabra se había hecho ya un poco montaraz, pero el cabritillo se encariñó en seguida con Nasibu; el negrito estaba loco de contento con su hallazgo, que le proporcionaría leche fresca todos los días para su amada Bibi.

Cierto día, después de que ya habían dispuesto convenientemente todo lo necesario en sus viviendas, preguntó Nel:

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Estasio?

—Aún nos queda mucho por hacer —respondió el muchacho. Y empezó a contar por los dedos, diciendo—: Verás. Primero: Kali y Mea son idólatras, y Nasibu, por ser nacido en Zanzíbar, es mahometano; nuestro deber es, por lo tanto, enseñarles la verdadera fe y bautizarlos. Segundo: como ahora dispongo de medios para ello, saldré a cazar, a fin de reunir provisiones para cuando emprendamos el camino nuevamente. Tercero: como tengo armas y cartuchos en abundancia, enseñaré a Kali a manejar el fusil, para que podamos defendernos mejor. Y por último, ¿te has olvidado de las cometas que tenemos que hacer?

—¿Las cometas?

—Sí, las cometas. ¿No quedamos en que tú me ayudarías a pegarlas? Pues ya sabes que tienes que ocuparte en eso.

—¿Es decir, que lo único que yo haré será jugar?

—No, Nel. Eso no será un juego, sino una labor muy importante. Para nosotros la más importante de todas. No creas que es una sola la que vas a hacer; serán más de cincuenta.

—¿Y para qué quieres tantas? —preguntó Nel con curiosidad.

Entonces Estasio le expuso claramente su intención, diciéndole que pensaba lanzar con viento propicio hacia las costas de levante un gran número de aquellas cometas, las cuales llevarían escrita la historia de su secuestro, su liberación y el lugar donde se hallaban actualmente, suplicando que fueran en su auxilio, o al menos diesen aviso a Port Said. Si una sola de esas cometas llegaba hasta la costa e iba a parar a manos de algún europeo, estarían salvados.

Nel, entusiasmada con aquella feliz idea, aseguraba que ni King tenía tanto talento como él, y que no sólo una, sino muchas de ellas llegarían hasta las manos mismas de sus papás, y ya no tenía calma para esperar el momento de empezar su trabajo, el cual no interrumpiría ni de día ni de noche. En seguida ordenó Estasio que Kali pescara cuantos peces voladores pudiera, para poder servirse de sus vejigas, y el negro, en lugar de anzuelo, preparó esta vez una espesa rejilla de cañas de bambú, con un agujero en el centro, al que se ajustaba una gran red de cuerdas de palmera.

Atravesó con ella el río de parte a parte, y, agitando después el agua a una prudente distancia, hacía que los peces huyeran en dirección a la trampa, en la que, entrando por el agujero, quedaban prendidos en la red. El manso y corpulento King le ayudaba en esta faena.

El elefante se introducía en el río y, bajando a favor de la corriente, removía el agua con tal agitación, que todo ser viviente que se hallara en ella huía despavorido cauce abajo.

Esta clase de ojeo no dejaba de tener también sus inconvenientes. Algunas veces sucedía que, si alguno de los cocodrilos que por allí dormitaban huía también hacia la trampa, King, que sentía por ellos un odio mortal, arremetía contra él y de un solo trompazo lanzaba parapeto y cocodrilo a la orilla del río, y allí lo machacaba todo con sus enormes patas.

Cuando no sucedía esto, recogían abundante pesca, a veces incluso tortugas, con las que hacían un caldo sabrosísimo, pero más que nada los ansiados peces voladores, que Kali limpiaba, secando su carne al sol, y entregaba las vejigas a Nel, que las abría con las tijeras y las extendía sobre un bastidor, formando con ellas una hoja como de dos palmos de anchura.

Mea y Estasio la ayudaban también en este menester, que no resultaba tan fácil como creyeron en un principio. Observaron que después de secas quedaban excesivamente duras, y probaron de secarlas a la sombra, pero tampoco dio resultado, y Estasio vio que no tendría más remedio que utilizar las cometas de papel que había encontrado en el equipaje de Linde. Sin embargo, como las de vejiga eran más ligeras y podían resistir la lluvia, lo cual no había que olvidar, se resolvió a utilizar unas y otras, alternándolas.

La primera que arrojó fue de papel, la cual, arrebatada por el viento, se elevó a una gran altura. Estasio cortó el hilo que la sujetaba, y siguiendo su trayectoria con la ayuda del anteojo vio cómo se iba reduciendo al tamaño de una mariposa, después al de un mosquito, y que al fin se desvanecía sobre el azul del firmamento, rumbo a las cumbres del Karamoyo.

La misma suerte acompañó a la que lanzó al día siguiente, pero esta era de vejiga, y por la transparencia de la misma en seguida se perdió de vista.

Ante tan excelente resultado, Nel continuó su trabajo con tal ahínco y habilidad, que llegó a hacerlo mejor que Estasio y que la negrita.

En el transcurso de aquellos días, el aire sano del monte Linde pareció darle nueva vida, y Estasio no cabía en sí de gozo al ver que el buen Msimu ofrecía un aspecto saludable y alegre, muy distinto al que ofrecía en la estepa.

Por de pronto, el tan temido día en que pudiera repetirse el ataque había pasado sin novedad, pero no sin que Estasio se ocultara en la espesura de los bananos, llorando por ello de alegría. La cara de la nena estaba más llenita; su tez, de un amarillo transparente, se había vuelto sonrosada, y sus ojillos brillaban ya llenos de vida y de felicidad.

Al ver el cambio operado en Nel, Estasio bendecía aquellas noches tan frescas, aquella agua cristalina, los frutos de aquellos bananos y, sobre todo, la memoria de Linde.

También él había experimentado una transformación notable. Parecía un poco más delgado y moreno, pero las vicisitudes sufridas y la rudeza del trabajo le habían hecho desarrollarse en poco tiempo de un modo extraordinario y empezaba a adquirir formas varoniles; los músculos de sus piernas y brazos eran como el acero, y, más que un muchacho, parecía un curtido explorador de África.

Además, el hábito de la caza había hecho de él un tirador tan seguro, que hasta los leones hubieran considerado más peligroso que útil encontrarse con él en la estepa. Ya no temía ni a los mismos búfalos, tan fieros y osados, que en más de una ocasión han dispersado caravanas enteras.

En cierta ocasión un rinoceronte que dormitaba tras una acacia, y cuya presencia el muchacho no había advertido, al despertarse y verle se arrojó sobre él, pero Estasio le dejó seco de un tiro.

No pasaba un solo día sin que Nel y Estasio instruyeran a sus negritos para prepararlos al bautismo. Pero no resultaba tarea fácil para ellos, pues los negritos, a pesar de que atendían gustosos sus explicaciones, las interpretaban a su modo, según sus ideas africanas. De modo que, mientras Estasio les habló de la creación del mundo, del Paraíso y de la serpiente, todo fue a pedir de boca; pero cuando llegó a explicar de qué modo Caín mató a su hermano Abel, Kali no pudo contenerse y se frotó el vientre, como de costumbre, preguntando:

—¿Y no se lo comió después?

El negro aseguraba que los de Wa-hima no comían carne humana; pero, por lo visto, no se había borrado de la memoria de la tribu aquel recuerdo, como una tradición.

Tampoco podía penetrar cómo Dios o el buen Msimu no había matado al malo, ni otras nociones sobre el bien y el mal. Y en cierta ocasión maestro y discípulo sostuvieron el siguiente diálogo:

—Dime, Kali —preguntó Estasio—, ¿qué es una mala acción?

El negro, sin titubear, le contestó:

—Señor, una mala acción ser si alguno robar las vacas a Kali.

—Perfectamente. ¿Y una acción buena?

—Una acción buena ser… —respondió el negro— si Kali robarlas a otro.

Estasio, en su corta edad, no sabía que semejantes ideas no eran patrimonio exclusivo de Kali, pues también en la culta Europa las profesaban muchas personas destacadas, e incluso naciones enteras.

A pesar de todo, el amor y la constancia, acompañados del buen deseo y de la comprensión, pudieron suplir en los neófitos la rudeza de su ingenio, y en pocos días se hallaron en disposición de recibir las aguas bautismales, lo cual se celebró de una manera muy solemne.

Nel y Estasio, que fueron, como es de suponer, sus padrinos, les dieron como recuerdo algunas varas de lienzo y un buen puñado de abalorios azules. Sin embargo, Mea sufrió una gran decepción, porque había creído que con el bautismo cambiaría el color de su piel y sería blanca, y no fue flojo su disgusto al ver que seguía siendo tan negra como antes. Nel logró consolarla y dejarla completamente satisfecha, asegurándole que aunque su cuerpo seguía siendo negro, su alma había quedado más blanca que la nieve.