Las primeras luces de la mañana alumbraron una escena conmovedora. Estasio recorría el borde del peñasco, deteniéndose junto a cada uno de los negros, que seguían dormidos, con la cabeza caída sobre el pecho o reclinada en la roca, y estremeciéndose en agitadas convulsiones, y derramaba agua sobre sus frentes, trazando la señal de la cruz y pronunciando la fórmula del bautismo.
Y así, en el tranquilo silencio de la mañana, sin otros testigos que el desierto y el sol que empezaba a asomar por oriente, se realizó aquella triste ceremonia. El cielo aparecía limpio de nubes, pero sombrío.
Linde se sentía más sereno, pero con menos ánimos que el día anterior, y más debilitado. Estasio le renovó la cura, y, terminada esta, el herido le entregó un fajo de papeles, encargándole que los guardara con mucho cuidado, y no dijo nada más. No tuvo ganas de comer, pero sentía una sed devoradora, y a la caída de la tarde de aquel mismo día empezó delirar. Gritaba a unos niños imaginarios, diciéndoles que no se introdujeran demasiado en no se sabía qué lago, hasta que, sujetándose la cabeza con las manos, empezó a agitarse en violentas convulsiones. Al día siguiente ya no reconoció Estasio ni volvió a recobrar el conocimiento, y, después de tres días de seguir en ese estado, murió.
Su muerte se produjo alrededor del mediodía. Estasio le lloró con verdadero dolor, y cuando se hubo serenado un poco, ayudado por Kali, condujo el cadáver de su desdichado amigo a una gruta que había allí cerca, la cual tapó con piedras y espinos, poniendo después, a la entrada, una cruz que hizo con dos trozos de bambú. Cumplido este triste deber, dejó a Kali al cuidado de los negros, diciéndole que mantuviera la hoguera encendida durante toda la noche para ahuyentar a las fieras; recogió, con Nasibu, lo que pudo de la herencia de Linde, y regresó a su baobab.
Entretanto Nel iba mejorando visiblemente, gracias a la quinina y a la abundancia de alimentos hallados en las provisiones de Linde. Y como ya podía dejarla confiada a los cuidados de Mea y Nasibu, y a la vigilancia de Saba, Estasio dedicó los días siguientes a empaquetar y llevar a su Cracovia lo que quedaba en el campamento de Linde, de víveres, armas y municiones, ayudado por Kali, y sirviéndose de los caballos de los mahadistas; pero tuvieron que esconder en unas grutas cercanas todo lo que les era imposible llevar.
Durante los días que duraron estos trabajos, los desdichados negros fueron desapareciendo: unos, al despertar en el último delirio, corrían desesperados a la estepa, y allí morían; otros, sin saber hacia dónde huían, en su carrera loca tropezaban contra las rocas, abriéndose la cabeza; sólo uno murió durante el sueño. Kali, cumpliendo la orden de Estasio, fue sepultando los cadáveres que hallaba. Después de cerrar este capítulo de tan tristes acontecimientos, se dispusieron a realizar una obra sobre la que Estasio cavilaba hacía mucho tiempo: la liberación del elefante.
King estaba ya tan acostumbrado a la presencia de Estasio, que un leve ademán suyo bastaba para que le colocara con la trompa sobre su espinazo. Kali, por su parte, le fue acostumbrando, paulatinamente, a llevar pesos, cada vez mayores, que le cargaba valiéndose de una escalera de bambú que él mismo había fabricado, y hasta Saba llegó a tomarle tal confianza que jugueteaban los dos con la mayor intimidad; y a veces King lo derribaba con la trompa, que el perro fingía morder, y en otros momentos (los menos divertidos para Saba) se la llenaba de agua y, cuando el mastín estaba más confiado, se la arrojaba encima, propinándole un buen baño.
Lo que más aumentaba, día a día, la eficacia de King era la vivacidad con que entendía todo lo que se le mandaba y la exactitud con que lo cumplía, en cuyas cualidades aventajaba en mucho a Saba, porque el mastín prestaba mucha atención a lo que se le decía, meneando la cola, y luego hacía lo que le parecía mejor.
El animal, con su inteligencia, se dio cuenta, en pocas semanas, del puesto que cada cual ocupaba en aquella pequeña sociedad. Comprendió que a Estasio era al que más se debía obedecer, puesto que era el jefe, y a Nel a la que más había que mimar. Kali le importaba poco, y de Mea no hacía ningún caso.
Las buenas cualidades del animal y la adhesión que les demostraba bien merecían que Estasio se preocupara por libertarlo, y la muerte de Linde le brindó la ocasión de hacerlo, por la gran cantidad de pólvora que recogió. Hizo un cartucho muy grande, que introdujo en la grieta más profunda del peñasco, cerrándola después con piedras y argamasa y dejando sólo un pequeño orificio para que pudiera pasar la mecha, la cual improvisó con una cuerda de palma recubierta de pólvora. Cuando todo estuvo listo, Estasio ordenó a todos que se encerraran en el baobab, donde corrió él también para guarecerse, después que hubo prendido fuego a la mecha.
A Nel la intranquilizaba el temor de que King se asustara; y mientras Estasio procuraba distraerla diciéndole que el elefante estaba ya acostumbrado al fragor de las tempestades, y que precisamente había elegido aquel día en que por la mañana se había desencadenado una pequeña tempestad, resonó un estampido que hizo retemblar el baobab, cayendo sobre sus cabezas, pulverizada, la mal escarbada carcoma que revestía el interior.
Estasio saltó fuera, corriendo hacia el borde más próximo para examinar el resultado. Había sido magnífico. El peñasco se había partido en dos mitades, habiendo quedado una de ellas casi reducida a polvo, y la otra había volado en fragmentos proyectados a respetable distancia, abriendo a King las puertas de su cárcel.
Estasio, lleno de alegría, corrió hacia el peñasco que daba a la cascada, donde le aguardaban ya Nel, Mea y Kali contemplando al elefante. El animal se había espantado un poco y retrocedió hasta el borde del torrente, con la trompa en alto, mirando hacia el lugar donde había sonado el estruendo; pero al ver allí a Nel que lo llamaba, se tranquilizó en seguida. La niña quiso ser la que lo sacara del lugar de su cautiverio, y no le costó ningún trabajo, pues el animal la siguió como un perrito, en dirección al río, donde lo primero que hizo fue bañarse, y después se acercó a un sicomoro y lo derribó de una cabezada, como si fuera una caña, ahorrándole de este modo a Kali el enorme trabajo de prepararle la comida diaria, como hasta entonces había hecho. El negrito sintió tal contento al ver ya suelto al animal, cuando regresaba de recoger a los caballos, que se habían dispersado con la explosión, que aquella noche, mientras encendía el fuego, su señor y Bibi le oyeron cantar una nueva canción que decía:
—Mi señor matar a Gebhr y los leones, yah! yah! Mi señor despedazar las rocas, yah! yah! King derribar el árbol y Kali holgar y comer, yah! yah!
A todo esto la época de las lluvias, que los negros llaman massica, estaba llegando a su término, y Nel se hallaba completamente fuera de peligro, por lo que Estasio dispuso que se trasladaran, al fin, al lugar indicado por Linde, para lo cual, valiéndose de una brújula, que entre otros objetos había heredado del suizo, eligió una mañana despejada y serena para encaminarse hacia el mediodía.
Los cinco caballos que había en el campamento de Linde sustituyeron a los anteriores, víctimas de la tsetsé, y entre ellos y King llevaban toda la carga. King, además de una multitud de fardos, llevaba a Nel, y esta, vista desde abajo, entre las enormes orejas del paquidermo, parecía que fuera sentada en un sillón.
Estasio no sentía ninguna pena al abandonar el montecillo y el baobab, que le recordaban la enfermedad de Nel, pero la niña volvía con frecuencia sus ojitos tristes hacia aquellas rocas, hacia el árbol y el torrente, pensando volver a visitarlos cuando fuera grande.
Pero Nasibu, que amaba entrañablemente a su antiguo señor, iba muy triste. Cabalgaba el último, cerrando la comitiva, y también a cada instante volvía la cabeza para mirar, con los ojos llenos de lágrimas, en dirección al lugar donde quedaba sepultado su cadáver hasta que sonara la tremenda hora de la resurrección de la carne.
Soplaba un vientecillo fresco que hacía la marcha menos pesada, gracias a lo cual llegó la caravana a la vista del monte unas horas antes de la puesta del sol.
Se destacaba perfectamente de una gran cadena de montañas que se dibujaba a lo lejos, y aparecía como una isleta rodeada por la estepa como de un mar. Acercándose un poco más, vieron que acariciaba su falda el mismo río que habían abandonado. La cumbre que remataba el monte parecía de lejos coronada de bosque. A juzgar por el testimonio de Linde, que aseguraba que aquel monte se elevaba a unos setecientos pies sobre el nivel de su anterior vivienda, Estasio calculó que su altura era de unos mil quinientos pies sobre el nivel del mar. Por lo tanto, su clima debía de ser tan benigno como el de Alejandría, conclusión que avivó el entusiasmo de Estasio y le hizo redoblar sus esfuerzos para llegar cuanto antes.
Estando ya al pie del monte, en seguida dieron con el único sendero que conducía a la cumbre, a la cual tardaron escasamente media hora en subir, hallándose con la gratísima sorpresa para todos, sin excepción de King, de que aquello que desde abajo habían creído que era bosque, eran espesas plantaciones de bananos. Aquel inesperado hallazgo alegró extraordinariamente a Estasio, conocedor de que la harina de esos frutos es el alimento más sano y nutritivo de África y lo que más eficazmente preserva contra toda clase de enfermedades. Los había en tal abundancia que bastaban para un año.
Ocultas entre su abigarrado follaje estaban esparcidas las chozas de los negros; incendiadas unas, otras en ruinas, y algunas enteras. De entre todas ellas sobresalía una que, sin duda, había pertenecido al jefe de la tribu, revestida de arcilla y rematada con una balaustrada.
Ofrecía un espectáculo espeluznante la cantidad de huesos humanos y hasta algunos esqueletos enteros que había a la entrada de esas chozas, blancos ya como la cal, por la acción de las hormigas de las que Linde había hablado. Sin embargo, ya no quedaba rastro alguno de ellas, fuera de su acre olor, que aún se percibía en las habitaciones, y la soledad que invadía la meseta.
Era extraño, en efecto, que no se vieran cucarachas, que tanto suelen abundar en las chozas de los negros, ni arañas, ni alacranes, ni ningún otro insecto. Todo había sido devorado por la ferocidad de las siafu, terribles invasores a pesar de su pequeñez, a las que ni las serpientes ni las mismas boas pueden resistir.
Después que Kali y Nasibu hubieron limpiado de huesos toda la meseta, arrojándolos al río que por el pie pasaba, Estasio instaló a Nel en compañía de Mea en la casa del jefe de la tribu y recorrió los alrededores. Entonces vio que aquel paraje no estaba tan solitario como habían creído en un principio, pues la tranquilidad allí reinante y la abundancia de bananos habían atraído legiones de chimpancés, los cuales se habían instalado en los árboles vecinos, entretejiendo grandes cobertizos para guarecerse de la lluvia.
Estasio hizo un disparo al aire para ahuyentarlos, y el ruido de la detonación, acompañando a los barritos de King y al furioso ladrido de Saba, los asustó de tal manera que, sin detenerse en buscar el camino, desaparecieron velozmente vertiente abajo, sin que Saba lograra dar alcance a ninguno de ellos.
Ya empezaba a oscurecer. Kali y Nasibu encendieron una hoguera, y, después de desembalar los víveres y los equipajes, Estasio se dirigió a la casa donde había quedado instalada Nel. La habitación, iluminada, no ya por la débil luz del defectuoso candil, sino por la de una preciosa lámpara de viaje, heredada también de Linde, aparecía alegre y hasta confortable. La pequeña no estaba cansada del camino andado, pero sí muy contenta de su nueva vivienda; y lo que más la alegró fue saber, por medio de Estasio, que la meseta estaba ya completamente limpia de huesos humanos.
—¡Qué bien se está aquí, Estasio! —exclamaba—. Mira, hasta parece que el suelo esté brillante y encerado. Aquí vamos a estar muy bien.
—Mañana lo recorreré todo con más calma, pero, por lo que hoy he podido ver, creo que podríamos pasar toda la vida en esta meseta.
—¡Si estuvieran también nuestros papás!… ¿Qué nombre le pondremos a este lugar?
—El monte se llamará «Linde», y a la aldea le pondremos tu nombre: «Nel».
—¿De modo que yo también estaré en la geografía? —exclamó Nel, entusiasmada.
—¡Te doy mi palabra! —respondió Estasio con mucha gravedad.