Capítulo 33

Descansó hasta mediodía de las fatigas de la noche anterior, y, ya repuestas sus fuerzas, Estasio cumplió la palabra que había dado a su bienhechor, para quien cazó por el camino un par de gangas, que el enfermo recibió agradecido.

Estaba muy débil, pero la fiebre había disminuido bastante, y, después de preguntar a Estasio por la salud de Nel, le dio algunos consejos sobre la manera de cuidarla, resguardándola del sol, de la lluvia y de los lugares bajos y húmedos, en los que nunca deberían pasar la noche. Acto seguido le rogó que le contara sus aventuras, a lo cual se prestó gustoso Estasio, por complacerle. Le refirió el secuestro, su llegada a Kartúm, la entrevista con el Mahdi y su liberación de las manos de Gebhr, con todo lo que siguió a esto. El herido le escuchaba con creciente curiosidad y en algunos momentos con admiración, y, cuando hubo terminado su relato, encendió la pipa y mirándole de arriba abajo le dijo:

—Si no te tuviera delante de mis ojos, en medio de este desierto, no podría creer lo que me acabas de contar. Tu situación es difícil, y cualquier camino que sigáis, peligroso; pero eres tan valeroso y tan animado, que no dudo de que puedas salvar a tu compañerita y salir con ella de este laberinto.

—Lo importante es que Nel recobre la salud —replicó Estasio—, y yo saldré adelante con mi empresa.

—Bien, muchacho; pero debes cuidar también tu salud y economizar fuerzas, pues son muchas todavía las dificultades que quedan por vencer. ¿Sabes dónde os encontráis en este momento?

—No lo puedo precisar. Sólo recuerdo que después de salir de Fashoda atravesamos un poblado llamado Deng y cruzamos un río.

—Ese río es el Sobat —replicó Linde.

—Pues bien —prosiguió Estasio—, después de atravesar el Sobat y dejar Deng, entre cuyos habitantes, negros en su mayoría, encontramos muchos mahadistas, nos internamos en el desierto, por donde caminamos semanas enteras, hasta llegar al barranco donde ocurrieron los percances que le he referido.

—Sí, ya lo recuerdo —replicó Linde—. Por lo que me has dicho, deduzco que después de haber cruzado con los árabes el Sobat declinasteis al sudoeste, y os halláis en una región no conocida aún de los geógrafos. Este río, en cuyas márgenes acampamos, desemboca probablemente en el Nilo. Digo probablemente, porque ni yo mismo lo sé de cierto. Pero, en cambio, sé que los habitantes de sus orillas pertenecen a la raza de los Syluk, aunque no es fácil que halléis muchos ahora, pues los que no han sido víctimas de la viruela, lo han sido de Esmaín, y los pocos que han quedado libres han ido a guarecerse en las escabrosidades de los montes de Karamoyo. Es muy frecuente en África que un país muy poblado quede desierto en pocos días. Respecto a vosotros, creo que os encontráis a unos trescientos kilómetros del territorio de Lado, y lo mejor sería que os encaminarais hacia allí, hasta encontrar el estado del bajá Emín, si es que este no se halla en la actualidad cercado por las tropas del Mahdi.

—¿Y por qué no dirigirnos a Abisinia?

—Abisinia dista igualmente de aquí unos trescientos kilómetros. Sus habitantes son cristianos, pero el Mahdi ha cerrado también sus fronteras. Sería menos difícil el paso por el mediodía, pero las tribus de aquellas regiones son, en su mayoría, mahometanas y siguen en secreto al Mahdi.

—¿Qué podemos hacer, pues? —preguntó Estasio.

—No lo sé. Insisto en que vuestra situación es muy espinosa.

Después de un rato, en que, con las manos puestas sobre la cabeza, había permanecido en silencio, el herido se volvió de nuevo a Estasio y le dijo:

—Escucha. Os separan del océano unos novecientos kilómetros, y aunque es una distancia enorme, y para salvarla tendréis que atravesar un camino montañoso y poblado de tribus salvajes, desierto muchas veces y otras desprovisto de agua, os conducirá por un país que, por lo menos de nombre, pertenece a Inglaterra, y bien pudiera ser que encontrarais alguna caravana de misioneros, exploradores o traficantes de marfil que se dirijan hacia Kismaya-Lam o Mombás. Yo mismo, al ver que no me sería posible seguir el curso de este río hasta su desembocadura en el Nilo sin caer en manos de las hordas del Mahdi, estaba decidido a retroceder hacia el océano.

—Entonces haremos juntos el viaje de regreso —dijo Estasio.

—No, yo no volveré. El jabalí me destrozó la pierna de tal modo, que forzosamente tiene que sobrevenir la gangrena. Quizá podría salvarme si un cirujano me amputara la pierna. Ahora ya no siento dolor, pero el primer día era tan espantoso, que creí no poder soportarlo.

—Yo le aseguro —replicó Estasio—, que curará usted de esa herida.

—No, hijo mío, yo moriré fatalmente. Pero quiero rogarte que cubras el lugar de mi sepultura con piedras y espinos, para que mi cadáver no sea pasto de las hienas. Claro que al que muere ya no puede importarle esto, pero mientras queda un átomo de vida no es grato pensar en ello. ¡Qué pena da morir lejos de la patria!

Al recordarla se le llenaron los ojos de lágrimas, y después de una breve pausa continuó:

—No hablemos de lo que no tiene remedio. Sigamos con vuestro viaje. Creo que lo único que puedes hacer para salir de este caos es lo que te he dicho: dirigirte hacia el océano. Pero lentamente, pues de otro modo la niña no podría resistirlo. No emprendáis la marcha hasta que haya terminado la época de lluvias; el tiempo más propicio es cuando estas cesan y los lugares cenagosos están todavía anegados. No os detengáis en lugares bajos, para huir de la fiebre. Aquí estamos a unos setecientos pies sobre el nivel del mar, pero estaréis más seguros si subís por la montaña hasta alcanzar los mil trescientos.

El enfermo calló de pronto, fatigado por la conversación, que se había prolongado mucho; hizo esfuerzos por espantar las moscas que le asediaban y que a Estasio le recordaron los moscardones de las ciénagas de Fashoda, y después de unos instantes prosiguió:

—Aproximadamente a una jornada, marchando hacia el mediodía, hay un monte de ochocientos pies de altura sobre el nivel de este barranco. Tiene la forma de un cono truncado; conducen a su cima pendientes muy escarpadas, y su acceso sólo es posible por un desfiladero que forman las rocas, pero tan estrecho que apenas pueden pasar dos jinetes por él. Al llegar a ella se encuentra una meseta de poco más de un kilómetro de superficie, y en él, una pequeña aldea habitada antes por negros, pero despoblada recientemente por el Mahdi, que hizo que se los llevaran cautivos. Bien pudiera haber sido la misma partida que derroté hace unos días, pero no pude rescatar a los pobres negros, porque, sin duda, Esmaín los había enviado ya por delante hacia las riberas del Nilo. Podéis instalaros en aquella aldea solitaria; encontraréis en ella una fuente de agua cristalina y algunas plantaciones de bananos. Es probable que encontréis en las chozas una cantidad de huesos humanos, pero no temáis infectaros, porque a estas horas ya los habrá limpiado la invasión de hormigas que nos desalojaron a nosotros. Allí podréis descansar un mes o dos; la pequeña recobrará la salud y tú repondrás tus fuerzas.

—¿Y qué vamos a hacer después?

—Lo que Dios te inspire. Vuelvo a decirte que mi consejo es que os dirijáis al mar. En esa dirección dicen que hay un lago hasta cuyas riberas se internan en algunas ocasiones los árabes de la costa en busca de marfil, que adquieren de las tribus de Sambor y Wa-hima, que son sus habitantes.

—¿De Wa-hima? ¡De la tribu de Kali! —exclamó Estasio.

Y a continuación el muchacho refirió a Linde cómo había liberado al negro, y que este decía ser hijo del jefe de aquella tribu. Pero Linde no dio a la noticia la importancia que Estasio esperaba.

—Bueno —replicó el enfermo—, ese negro podrá serviros en algo. Entre ellos hay algunas almas buenas, pero no se puede confiar demasiado en su gratitud: son niños que olvidan hoy lo que pasó ayer.

—Kali no olvidará nunca que yo le libré de las garras de Gebhr —exclamó Estasio—. ¡Estoy seguro!

—Puede ser. También este muchacho —dijo, señalando a Nasibu—, me ha sido muy fiel. Llévatelo cuando me haya muerto.

—No hable usted de morir, se lo suplico —replicó, acongojado, Estasio.

—Hijo mío —respondió Linde—, yo no temo a la muerte; lo único que pido es que venga sin que me haga sufrir demasiado. Observa que, solo como me encuentro y sin poderme valer, si por casualidad me descubriera alguno de los secuaces de Esmaín a quienes dispersé, me desollaría como a una oveja. Digo que estoy solo —añadió, señalando a los negros que cerca de él yacían en el suelo—, porque estos infelices no se despertarán más. Es decir, todos se despiertan un momento antes de expirar, y en el delirio se internan en la estepa, de donde ya no vuelven. Por esta enfermedad, de doscientos hombres que me acompañaban al salir, sólo sesenta han llegado hasta aquí.

Estasio recorrió con la mirada aquella hilera de infelices negros, y vio que sus cuerpos tenían un color ceniciento, lo cual, en la gente de color, indica palidez.

Todos estaban dormidos; unos con los ojos cerrados, y otros, entreabiertos, pero insensibles a la luz. Algunos tenían las rodillas hinchadas, y estaban todos tan demacrados que se les podían contar los huesos sin ninguna dificultad. Una nube de moscardones revoloteaba sobre ellos, posándose en sus ojos y en sus labios, mientras sus extremidades se agitaban en violentas convulsiones.

—¿Es posible que no haya remedio para ellos? —volvió a preguntar Estasio.

—No lo hay. En los alrededores de Victoria Nyanza esta cruel enfermedad arrasa las aldeas, especialmente las que se hallan situadas en los juncales más próximos al agua.

El sol iba ya muy alto, pero Linde aún tuvo tiempo de contar su propia historia, antes de que anocheciera. Era hijo de un comerciante de Carlsruhe, que, habiendo renunciado a su nacionalidad para adoptar la de ciudadano suizo, se había establecido en Zurich, donde había logrado acumular una gran fortuna con el comercio de sedas. Había dado a Linde la carrera de ingeniero, pero como a él le entusiasmaban los viajes, en cuanto se halló en posesión de la herencia de sus padres abandonó la escuela politécnica para hacer su primer viaje a Egipto.

No se había producido por aquel entonces la insurrección del Mahdi, por lo que pudo llegar tranquilamente hasta Kartúm y tomar parte en varias cacerías de los Dangalis, en el Sudán. Así fue despertándose en él la afición a las exploraciones, llegando a adquirir tal celebridad en ellas que muchas sociedades geográficas se honraban con su nombre. Para esta última expedición, de tan fatales consecuencias, había partido desde Zanzíbar, internándose hasta la región de los grandes lagos, pensando pasar desde allí a los montes Karamoyo, y de ellos, por Abisinia, regresar hasta el océano. Pero los negros de Zanzíbar que le acompañaban se negaron a proseguir el viaje, por lo que se vio obligado a detenerse algún tiempo en Uganda. Inesperadamente estalló una dura batalla entre el jefe de esta tribu y el de Unyoro, en la que él prestó, al primero, importantes servicios, por lo cual fue recompensado con doscientos negros para que le acompañaran en su viaje. Con ellos pudo llegar hasta el Karamoyo, donde empezó a desarrollarse entre ellos la fiebre y la modorra, que los fue aniquilando.

A pesar de que Linde llevaba gran cantidad de provisiones, todos los días cazaba, para tener carne fresca, por temor al escorbuto, y en una de estas cacerías le ocurrió la desgracia que le tenía reducido a aquel estado. Era excelente cazador, aunque muy atrevido, y cierto día, al derribar un jabalí, se precipitó en el acto sobre la pieza cobrada, y el animal, que aún no había muerto, le mordió la pierna, destrozándosela. El negrito Nasibu se hallaba cerca en aquel momento y acudió en su auxilio; rasgó la camisa que llevaba para hacer unas tiras y vendarle la pierna con ellas, y, después de contener la hemorragia, le condujo a la tienda, donde al poco tiempo sobrevino la gangrena.

Este fue el final del relato de la historia del enfermo. Estasio se ofreció a renovar la cura y a llevarlo consigo a su Cracovia, pero él aceptó lo primero, negándose a dejar solos a sus pobres negros, que serían, sin duda, un festín para las fieras, a las que sólo contenía el fuego de la hoguera que Nasibu alimentaba durante toda la noche.

Linde notó que le acometía un nuevo acceso de fiebre, y después de rogarle a Estasio que volviera a verle al día siguiente, prosiguió:

—Hoy sólo quiero hacerte una súplica; si la atiendes, quizá Dios en recompensa te sacará de este desierto, y a mí me concederá una muerte tranquila. Si esperase a mañana para decírtelo, acaso fuera demasiado tarde. Tomarás agua en una vasija y la derramarás sobre la cabeza de estos infelices, uno por uno, diciendo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Se quedó callado un instante, porque la emoción le impedía seguir hablando, y después prosiguió:

—Me remuerde la conciencia de no haberme despedido así de los que murieron antes. Pero como ahora veo la muerte muy cerca yo también, quiero al menos que el resto de mi caravana me acompañe en mi postrer viaje.

Y al decir esto elevó los ojos al cielo, al que las luces del crepúsculo habían teñido ya de matices violeta, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

Estasio no pudo contener el llanto, el cual brotó a raudales de sus ojos y fue más elocuente que todas las palabras.