Capítulo 32

Rendido, exhausto, sin fuerzas ya para moverse, por tantas emociones y por el esfuerzo realizado, el muchacho permaneció largo rato en silencio junto al lecho de aquel hombre, sin poder articular palabra. El desconocido le miraba también lleno de asombro, hasta que por fin, dirigiéndose a un negrito que le servía, gritó:

—Nasibu, ¿dónde estás?

—Aquí, señor —respondió el criado.

—¿Quién es ese que está delante de mí? ¿De dónde ha venido?

Pero antes de que el negro pudiera responder, Estasio, que ya había recobrado el uso de la palabra, se adelantó diciendo.

—Señor, me llamo Estasio Tarkowski. Caímos en manos de los mahadistas yo y una niña que se llama Nelly Rawlison, y, huyendo de ellos, hemos venido a refugiarnos en la estepa; pero la niña ha sido gravemente atacada por la fiebre y vengo a pedir auxilio.

El desconocido siguió mirándole sin decirle nada, y pasándose la mano por la frente, como para convencerse de que era verdad lo que estaba viendo, exclamó:

—Veo y oigo… pero ¿no será esto un delirio de la fiebre?… ¡Vienes a pedir auxilio!… Yo también lo necesito, pues estoy herido.

Pero al decir esto, como si despertara de un letargo, ya más tranquilizado, miró a Estasio, y con un brillo de alegría en los ojos y en todo su rostro dijo:

—¡Un niño blanco!… ¡Un niño europeo!… ¡Bienvenido, quienquiera que seas! ¿Has hablado de una niña enferma?

¿Puedo servirte en algo?

Estasio volvió a decirle que la niña se llamaba Nel, y agregó que era hija de uno de los ingenieros directores del Canal de Suez, que había sufrido ya dos ataques de fiebre, y que moriría sin duda si no encontraba un poco de quinina para evitar el tercero.

—¡Dos ataques! —replicó el enfermo—. ¡Es grave! ¡Es grave! Puedo darte cuanta quinina quieras. Tengo varios frascos que a mí ya de nada han de servirme.

Mandó al negrito que trajera un estuche de hojalata que contenía un botiquín de viaje, del cual separó dos frascos de quinina en polvo, y se los entregó al muchacho diciendo:

—Te doy la mitad de lo que me queda. Con esta cantidad tienes para más de un año.

Estasio se sintió acometido por un deseo loco de gritar de alegría, y dio las gracias a aquel caballero desconocido con la misma efusión que si le hubiera salvado su propia vida. Al caballero le agradaron en extremo aquellas muestras de gratitud, y, mandando al negrito que le llenara la pipa, se dirigió de nuevo a Estasio diciéndole:

—Está bien, muchacho, está bien. Yo me llamo Linde y soy suizo, de Zurich. Hace dos días fui herido por un jabalí en una cacería. La herida hizo que me atacara la fiebre, y por las noches aumenta tanto, que hasta me priva del sentido; pero el tabaco me despeja un poco. Has dicho que os habéis fugado de las manos de los mahadistas, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Y qué pensáis hacer ahora?

—Huir a Abisinia.

—No se os ocurra hacerlo. El Mahdi ha enviado destacamentos por todas las fronteras, y caeríais de nuevo en sus manos.

—¿Y qué remedio nos queda?

—¡Ah! Un mes antes yo hubiera podido hacer algo por vosotros, pero ahora no me queda a mí mismo más amparo que el de la providencia y el de este muchacho que me sirve.

Al oírle decir esto, Estasio le miró asombrado y preguntó:

—Pero ¿y este campamento?

—Es el campo de la muerte.

—¿Y esos negros que están durmiendo?

—Duermen el sueño eterno.

—No lo entiendo.

—Son víctimas de la modorra[13]. Proceden del país de los Grandes Lagos, donde impera esta enfermedad, de la que mueren irremisiblemente los que la viruela perdona. De todos ellos no me ha quedado más que este negrito.

Entonces comprendió Estasio por qué al deslizarse barranco abajo ninguno de ellos había dado la señal de alarma ni se habían movido siquiera, y que tampoco se hubiesen despertado mientras él hablaba con el enfermo. Todos yacían inmóviles, con la cabeza apoyada en la roca o sobre el pecho.

—¿De modo que no despertarán más? —preguntó Estasio, asombrado ante aquella revelación.

—¡Nunca más! ¡Oh! ¡Esta África es un cementerio! —exclamó, melancólico, Linde.

Interrumpió la conversación el galopar de algunos caballos, que se aproximaban a la hoguera huyendo quizá de algún enemigo.

—No temas, no es nada —dijo el suizo—. Son caballos que cogí hace días a un destacamento del Mahdi, con el que me encontré en estos parajes. Eran unos trescientos y venían armados de lanzas, pero mis hombres llevaban fusiles Remington y les fue fácil derrotarlos. Ahí los tienes, junto a esa roca, sin que nos sirvan de provecho alguno. Puedes tomar cuantos quieras y las municiones que necesites, y llévate un caballo esta noche para que puedas llegar cuanto antes a auxiliar a tu enferma. ¿Cuántos años tiene?

—Ocho.

—¡Pobre niña! —exclamó, compadecido, Linde—. Dile a Nasibu que te dé para ella arroz, té, café y vino. Toma lo que necesites y vuelve mañana a buscar más.

—Sí, volveré, para darle las gracias y para ayudarle a usted en lo que pueda —replicó Estasio.

—¡No es poca satisfacción para mí contemplar una cara europea en esta soledad! Mañana me encontrarás mejor; hoy siento que la fiebre ha subido mucho, pues veo dos en ti. ¿Verdad que has venido solo? ¡Ah! ¡Es el delirio de la fiebre!… ¡Ah! ¡Esta África!… —Y después de decir estas palabras cerró los ojos.

Poco después Estasio se internaba de nuevo en la espesura, dejando aquel campo sobre el cual se cernía la muerte. El regreso resultaba más fácil siguiendo la orilla del riachuelo que iba en dirección al barranco, y lo favorecía el profundo silencio nocturno, que dejaba percibir a lo lejos el ruido de la cascada, y la luz de la luna ya en toda su plenitud. Apoyado en los anchos estribos árabes, espoleaba anhelante al caballo, sin temor a leones ni panteras, pensando sólo en su pequeña y querida Nel. Apretaba frenéticamente los frascos de quinina que llevaba en la mano, para convencerse de que no era una ilusión, y al mismo tiempo se le representaban en su imaginación las macabras escenas que acababa de presenciar; el desgraciado Linde, a quien en un principio había tomado por loco por la vaguedad de sus expresiones, inerte en su lecho; el negrito Nasibu, y aquellos infortunados negros echados al pie de la roca, junto a sus fusiles, que resplandecían a la luz de la luna. Recordaba también lo que Linde le había dicho respecto a su combate con los mahadistas, los cuales debían de ser, indudablemente, los de Esmaín, y al pensar que este podía haber muerto en la lucha le asaltaba una secreta angustia y pesar.

Pero a toda esta variedad de imágenes se sobreponía la de Nel. Creía estar ya viéndola, admirada de verle regresar con el remedio tan deseado, el cual no tenían ni la menor esperanza de hallar. Pensó que le tomaría por un hechicero.

«¡Si llego a retroceder por miedo, no me lo hubiera perdonado en toda mi vida!», se decía a sí mismo.

Habría cabalgado ya media hora absorbido por estos pensamientos, cuando la claridad con que se percibía el rumor de la cascada le anunció la proximidad de su Cracovia. Poco después oyó el croar de las ranas que poblaban el remanso donde aquella mañana había cazado los dos patos, y a la luz de la luna pudo ver claramente la silueta de los árboles que lo circundaban. Avanzó con cautela, pues el resto de la ribera era inaccesible, y podía temerse que hubiesen ido allí las fieras que merodeaban por la estepa. Afortunadamente era ya muy tarde, y fatigadas de sus nocturnas excursiones se habían retirado a sus escondrijos en la profundidad del desierto. El fuerte resoplido del caballo indicaba a intervalos que reconocía las huellas de los moradores de la estepa, y así fueron aproximándose al término del viaje, hasta que no tardó en divisar, en la cima del montecillo, sus dominios de Cracovia.

Era la primera vez, desde su secuestro, que Estasio saboreaba el intenso placer de regresar a su casa.

Creyó que los encontraría a todos dormidos, pero se olvidó de Saba, el cual se puso a ladrar con tal entusiasmo que hubiera despertado a un muerto. Sus ladridos despertaron a Kali, y en un segundo se plantó en la puerta. ¡Cómo describir el asombro y la alegría del negro al ver a su señor montado en aquel caballo! No pudo contener su emoción, y expresó su contento a usanza de su país, saltando y dando estridentes carcajadas, como si se hubiese vuelto loco. Estasio le mandó atar el caballo, descargar las provisiones, encender fuego y calentar agua, y sin añadir una palabra más entró a ver a Nel. A la luz de aquel improvisado candil contempló su rostro demacrado y sus pálidas manitas, que había dejado caer sobre la manta, y le preguntó:

—¿Cómo te encuentras, querida mía?

—Bien. He dormido tranquilamente hasta que Saba me ha despertado —le dijo—. ¿Y tú por qué no duermes?

—Porque acabo de llegar de viaje.

—¿De viaje? ¿De dónde?

—De la farmacia.

—¿De la farmacia?

—Sí; he ido a comprar quinina.

Esa medicina no era muy del agrado de la niña, pero como la consideraba tan necesaria para su enfermedad, suspiró tristemente y dijo:

—¡Demasiado sé que no tienes!

Entonces él sacó uno de los frascos, y acercándolo a la luz del candil preguntó con alegría y aire de triunfo:

—¿No? Y esto ¿qué es?

Nel no podía creer lo que veía, y excitado Estasio por su asombro prosiguió:

—¡Ahora sí que vas a ponerte buena muy pronto! En seguida te prepararé una toma envuelta en un higo, y para que puedes tragarlo a gusto, te daré… ya verás lo que te voy, a dar. ¿Por qué me miras como si nunca me hubieras visto? Fíjate ¡Otro frasco! Me los ha dado un europeo que está a cuatro millas de aquí. Vengo de verle. Se llama Linde y el pobre está gravemente herido. Me ha dado, además, otras cosas muy buenas. Fui a pie y he vuelto a caballo. ¡No creas que es cosa fácil andar de noche por la estepa! ¡No! Y no volveré a intentarlo, si no es para ir a buscar quinina para ti.

La niña quedó tan anonadada que no supo qué contestar. Estasio entró en la parte de habitación que le correspondía dentro del árbol, tomó un higo, lo vació, y enrolló en la piel una dosis de quinina, que no excediera a la de los sellos que le habían dado en Kartúm. Luego salió, se acercó al fuego que ya había encendido Kali, y, tomando agua hirviente en una taza, hizo una infusión de té y entró de nuevo en la habitación de Nel, que aún no había vuelto de su asombro y estaba pensando en lo que acababa de ver. Ansiaba saber quién era aquel europeo, y cómo había sabido Estasio que se hallaba allí; si se uniría a ellos y los acompañaría hasta el término de su viaje, pues ya estaba segura de que con la quinina recobraría la salud. Pero… y ¿Estasio? ¡Era admirable que se hubiese atrevido a ir solo, de noche, por la estepa, como si tal cosa! Hasta entonces, a pesar de que le estaba muy agradecida, le parecía que lo que el muchacho estaba haciendo por ella era muy natural, siendo como era más fuerte y mayor; pero desde aquel momento empezó a comprender que sin su protección hubiera ya muerto, y que lo que él hacía ningún otro chico de su edad lo hubiera hecho, ni hubiese podido, aunque quisiera.

Creció tanto, en aquellos breves momentos, en su corazón la gratitud y el cariño por Estasio, que cuando este entró con la medicina y se inclinó para dársela, ella le echó los brazos al cuello y, abrazándole con emoción, le dijo:

—¡Estasio! ¡Eres muy bueno para mí!

—¿Y para quién lo he de ser? —respondió él—. ¡Deja eso ya! Toma y calla.

Pero a pesar de su fingida frialdad, la alegría y la satisfacción se le escapaban por los ojos, y disfrutando ya interiormente de la nueva sorpresa que iba a proporcionar a Nel, se acercó a la lona que dividía los dos compartimientos y llamó a la negra, diciendo:

—¡Mea! ¡Puedes servir el té a Bibi!