Siguieron unos días de una angustia mortal. Fatalmente sobrevino el segundo ataque una semana después, aunque no fue tan fuerte como el primero, pero Nel se sentía cada vez más débil y adelgazó de tal modo que parecía una sombra. Le quedaba un destello de vida tan tenue, que se hubiera dicho que bastaba un soplo para apagarlo.
Estasio comprendía que la muerte no necesitaría esperar al tercer ataque para arrebatársela, y lo aguardaba horrorizado. También él iba adelgazando y perdiendo el color, porque los sufrimientos eran superiores a sus fuerzas y amenazaban seriamente su razón.
Cada vez que contemplaba el desfigurado rostro de la niña se ponía a pensar: «¿Y para esto he sufrido yo tanto, guardándola y defendiéndola de tantos enemigos? ¿Es posible que ahora me vea obligado a dejarla sepultada en el desierto? ¿Que no pueda hacer nada por salvarla?». No podía ni quería creer que fuese cierta aquella proximidad de su desventura. A veces le parecía que no la había cuidado bastante, que no había sido para ella tan bueno como debía, y este pensamiento le desgarraba el corazón, y se mordía las manos, abrumado por la pena.
Nel no hacía más que dormir, y quizás este descanso conservaba el tenue hilo de su existencia. Estasio la despertaba de cuando en cuando para darle algún alimento, y en cuanto salía el sol ella le pedía que la sacase al aire libre, porque no podía tenerse en pie. Muchas veces se le quedaba dormida en los brazos.
Nel comprendía que estaba muy enferma y que la muerte podría llevársela de un momento a otro, y en los momentos de lucidez hablaba de ello con Estasio, llorando amargamente, porque la idea de morir la aterrorizaba.
—¡Ya no veré a papá nunca más! —le dijo en cierta ocasión—. Pero dile tú que me acordaba mucho de él y que venga a buscarme.
—¡No verle nunca más! —respondió Estasio.
Y no pudo agregar otras palabras, porque la emoción le ahogaba. Nel, con voz apenas perceptible, prosiguió:
—No; Estasio, no le volveré a ver. Pero papá vendrá y tú también vendrás alguna vez, ¿verdad?
Y al decir esto, una leve sonrisa se dibujaba en sus inocentes labios, pero luego, bajando aún más la voz, casi como con un suspiro, añadió:
—¡Estoy muy triste!
Reclinando después la cabecita sobre el hombro de Estasio, se echó a llorar.
El muchacho, haciendo un esfuerzo sobre humano para dominar su propio dolor, la estrechó contra su pecho y le contestó con entereza:
—¡No volveré sin ti, Nel! ¿Qué sería para mí la vida sin ti? ¿Qué haría yo en el mundo si no te tuviera, Nel?
Cierto día, después de uno de estos diálogos, sucedió un largo silencio, y Nel volvió a quedarse dormida. Estasio la llevó al árbol, la dejó acostada y bien abrigada y volvió a salir, cuando vio bajar corriendo de la cima del montecillo a Kali. Este, agitando nerviosamente los brazos, se puso a llamarle con inequívocas muestras de sobresalto y miedo:
—¡Señor! ¡Señor!
—¿Qué sucede? —preguntó Estasio.
Y el negro, extendiendo el brazo, señaló hacia el mediodía, diciendo:
—¡Humo!
Estasio se puso la mano sobre los ojos a modo de pantalla, y aguzando la vista miró en la dirección que el negro le indicaba y vio, en efecto, a la luz rojiza del sol poniente, que una columna de humo se elevaba a lo lejos, entre las cumbres de dos lejanas colinas de respetable altura.
Kali no cesaba de temblar, pues recordaba con horror los tiempos de su esclavitud con los mahadistas, y estaba seguro de que aquel era su campamento.
Estasio pensó también que debía de ser el campamento de Esmaín y los suyos, y en el primer momento quedó aterrado. «¡Sólo esto nos faltaba! —se decía a sí mismo—. ¡Además de la enfermedad de Nel, los mahadistas! Nuevo cautiverio, y nueva vuelta a Fashoda o a Kartúm, bajo la tiranía del Mahdi o las palizas de Abdullahí. ¡Si nos encuentran, Nel morirá el primer día y yo seré esclavo el resto de mi vida! Y aunque yo lograse huir, ¿qué me importaría ya la vida o la libertad sin ella? ¿Cómo podría presentarme ante mi padre y ante el señor Rawlison, si los mahadistas arrojaran el cadáver de Nel a las hienas y no pudiera decirles siquiera dónde estaba sepultada?».
Todos estos terribles pensamientos cruzaron raudos por su cabeza en un segundo. De pronto sintió un irresistible deseo de ver a la niña, y regresó al árbol. Por el camino ordenó a Kali que apagara el fuego y no volviera a encenderlo de noche.
Nel estaba despierta: se sentía mejor, y fue lo primero que le dijo a Estasio. Saba, tendido junto a ella, le daba calor con su enorme cuerpo. La niña lo acariciaba y se distraía viéndole coger en el aire a bocados las partículas de polvo que revoloteaban en los últimos rayos de sol que penetraban en el árbol.
El convencimiento de su mejoría no era, sin duda, una ilusión, porque al cabo de un rato, con el semblante más animado, se volvió a Estasio y le dijo:
—¡Quién sabe, Estasio! ¡A lo mejor no me muero!
—¡No pienses en morir, Nel! Si después del segundo ataque te sientes más fuerte, no se presentará el tercero.
La niña contrajo su pálida frente, como si pensara en algo, y poco después replicó:
—Si tuviera un poco de aquellos polvos que me hicieron tanto bien la noche de los leones, ¿te acuerdas?, no tendría miedo de morirme ni tanto así —y señaló el borde de una uña de sus diminutos dedos.
—¡Ah! —respondió Estasio—. ¡No sé lo que daría por un gramo de quinina!
«Sólo con que dispusiera de un par de tomas —pensaba—, podría administrárselas, y bien arropadita la montaría en su borriquillo y partiríamos en dirección contraria al campamento de los mahadistas».
Entretanto desapareció el sol, y la estepa quedó sepultada bajo un manto de tinieblas.
La pequeña siguió hablando por espacio de media hora, y al fin se quedó dormida. Estasio comenzó a barajar en su imaginación mil planes a cuál más atrevido. Primero pensó que el humo podía proceder de la partida de Esmaín o quizá de los árabes de las riberas del océano, los cuales solían hacer excursiones al interior de África en busca de marfil y de esclavos, y odiaban a los mahadistas porque les dificultaban su comercio. Podía tratarse también de una caravana de abisinios o de alguna aldea de negros situada en la montaña, hasta la cual no hubiesen llegado los soldados de Esmaín. Sin embargo, sin medir las consecuencias, fuere lo que fuere, era preciso, a toda costa, saber exactamente de lo que se trataba.
Los árabes de Zanzíbar, de los contornos de Bagamoyo, de Witu y de Mombás, y, en general, de las orillas del océano, tenían frecuente trato con los blancos. Si fuera una de esas caravanas, ¿no sería posible que se comprometieran, mediante una buena recompensa, a conducirlos a algún puerto cercano, seguro como estaba de que sus padres cumplirían encantados tal promesa, y de que los árabes, por su parte, creerían en su palabra?
Pensando esto, acudió a su mente una idea que le animó aún más a intentarlo. En Kartúm había visto que los árabes atacados de fiebre se curaban también con quinina, la cual tenían en tan gran estima que, cuando no podían robarla, la compraban a peso de oro a los griegos o coptos renegados. Era lógico suponer que aquellos árabes, en el caso de que lo fueran, llevarían también buena provisión del preciado medicamento.
«Iré —se dijo resueltamente—, lo haré por Nel».
Y firme ya en su resolución, llegó a convencerse de que aún en el caso de que resultara ser Esmaín, debía hacerlo, pues, a causa de la ruptura de comunicaciones entre Egipto y el Sudán, Esmaín ignoraría el secuestro de El Fayum, y Fátima no habría podido ponerse de acuerdo con él. Apoyándose en estas conjeturas, deducía que el secuestro había sido tramado sólo por ella, en combinación con Kamis, Idrys, Gebhr y los beduinos. En cuanto a estos últimos, poco le importaban a Esmaín, pues ni siquiera los había oído nombrar y sólo conocía a Kamis. Lo único que le interesaría, sin duda, eran sus hijos y su mujer. Era posible que estuviera deseando volver a reunirse con ellos, sobre todo si se había cansado de servir al Mahdi, como era de suponer, puesto que, en vez de haberle puesto al frente de un gran ejército o de una extensa comarca, le había reducido a andar a caza de esclavos por tan lejanos parajes, si quería mejorar su suerte.
«Le diré lo siguiente —pensaba Estasio—: Si nos conduces a algún puerto del océano y regresas con nosotros a Egipto, el gobierno te perdonará, y mi padre te hará rico, y podrás vivir tranquilo y feliz con tu familia. Si no lo haces, no volverás a ver a tu mujer ni a tus hijos en tu vida».
Debía suponerse que, como hombre discreto, Esmaín, al oír semejante oferta, pensara detenidamente en su conveniencia. No dejaba de ser una cosa muy arriesgada, en verdad, y, lo que era peor, aquel encuentro podía ser su perdición, pero también podía convertirse en el único medio de salvarse en aquel mar de angustiosas aventuras.
Le extrañaba a sí mismo que le hubiera aterrorizado de tal modo la idea de encontrarse con Esmaín en un principio, pudiendo ser esta la única tabla salvadora de Nel; y, como el tiempo y las circunstancias apremiaban, decidió ir aquella misma noche.
Sin embargo, la mayor dificultad no estaba en pensarlo, sino en llevarlo a la práctica. Era muy distinto permanecer en la estepa, durante la noche, junto a una gran hoguera, protegido por un alto seto de espinosas ramas, que lanzarse a través de la espesa vegetación, en medio de la más profunda oscuridad, a las horas en que los leones, las panteras y los leopardos acostumbran andar de cacería, sin contar las hienas y los chacales. Pero recordó las palabras de Kali cuando fue de noche a buscar a Saba para consolar a Nel: «Kali temer, pero ir», y se las aplicó a sí mismo, diciéndose: «Tendré miedo, pero iré».
Aguardó a que la luna rasgase un poco la densa oscuridad de aquel momento, y, en cuanto la estepa empezó a platearse con su luz, llamó a Kali y le dijo:
—¡Kali! Sujeta a Saba, entra en el árbol, cubre bien la puerta con espinos, y entre tú y Mea cuidadme bien a Nel; yo voy a ver qué clase de gente está allí acampada.
—Mi señor, Kali querer ir también, y mi señor llevar fusil que mata las fieras. Kali no quedarse aquí sin su señor —replicó el negro.
—¡Te quedarás! —repuso Estasio—. No quiero que vengas.
Guardó silencio, y al ver al negro entristecido añadió, cariñosamente:
—Kali, eres fiel e inteligente; confío que cumplirás lo que voy a encargarte. Si no volviera y Nel muriese, dejarás su cadáver bien envuelto, dentro del árbol, levantarás a su alrededor una espesa valla de espinos, y en la corteza grabarás esta señal —y tomando dos cañas de bambú formó con ellas una cruz—. Si Nel no muere y yo no regreso, la servirás y obedecerás; procurarás conducirla a tu país, y dirás a los de Wa-hima que vayan con ella hacia el oriente hasta el gran mar. Allí encontraréis blancos que os darán muchos fusiles, pólvora, abalorios, alambre, y toda la tela que podáis llevar. ¿Me has entendido?
El negro se echó a sus pies, y, abrazándose a sus rodillas, exclamó, repetidamente, con gran desesperación:
—¡Oh Bawna Kubwa! ¡Volver! ¡Volver!
Conmovido Estasio ante tanta fidelidad, se inclinó y le puso la mano en la cabeza, diciéndole:
—¡Kali, levántate, vuelve al árbol y que Dios te bendiga!
Al quedarse solo, Estasio pensó si le convendría, para asegurar en algo su vida, ir montado en el asno, pues los leones del África, lo mismo que los tigres de la India, cuando se encuentran con algún jinete se lanzan siempre sobre la cabalgadura. Pero al recordar que Nel podría necesitarlo, desechó la idea y se internó a pie por la espesura.
La luna estaba ya bastante alta y proyectaba una tenue claridad, pero su luz no podía superar las dificultades con que Estasio empezó a tropezar mientras avanzaba por entre la hierba, de tan gran altura que fácilmente podía esconderse un hombre entre ella. Si de día hubiera sido difícil orientarse, ¡qué no sería de noche, cuando la luna iluminaba apenas una parte de la superficie, quedando lo demás sumergido en tinieblas! ¡Quién le aseguraba que no estaba dando vueltas en vez de ir avanzando!
Le alentaba para seguir el pensar que la columna de humo que había visto no distaba más de tres o cuatro millas inglesas, y que se elevaba de entre dos montes altos, por lo que, si no los perdía de vista, no era posible extraviarse, a pesar del gran inconveniente de que las mimosas y las acacias lo ocultaban todo. Por suerte, de cuando en cuando encontraba grupos de terebintos de bastante altura, desde los cuales, encaramándose con cuidado hasta la copa, después de dejar al pie la escopeta, divisaba en el fondo del horizonte las negras siluetas de los montes, y, orientado de nuevo, bajaba y proseguía su camino.
Le aterraba la idea de que las nubes llegaran a ocultar la luna y le dejaran como enterrado en las entrañas de la tierra. No era este el único motivo de temor e inquietud. Sabido es que en la estepa, durante la noche, cada ruido, cada movimiento de los insectos entre la hierba es aterrador, porque tras ellos sobreviene, no la amenaza, sino el verdadero peligro.
Estasio estaba atento a todo, escuchaba, vigilaba, miraba en todas direcciones, movía la cabeza como si la tuviera a tornillo, y llevaba el fusil siempre pronto para disparar. A cada paso que daba tenía la sensación de que algo se acercaba, se ocultaba y se ponía en acecho. En otras ocasiones oyó perfectamente el ruido que hacían las ramas al agitarse, al huir los animales. Deducía que eran antílopes, los cuales, además de tener centinelas, duermen vigilantes, pues saben cómo se aprovechan de la oscuridad sus enemigos nocturnos.
Avanzaba ensimismado en estos pensamientos cuando, de pronto, detrás de una formidable acacia, distinguió una sombra negra: no podía decir si era una roca, un rinoceronte o un búfalo, que, habiendo olfateado la presencia de un hombre, se hubiese despertado y se preparara al ataque. Por fortuna, resultó ser lo primero; pero aún no se había repuesto del susto cuando divisó dos puntos brillantes tras un espeso matorral. ¡Cuidado! Amartilló el fusil, ¿sería un león?… ¡Pronto respiró tranquilo! Eran luciérnagas, y se dio cuenta en seguida, al ver que uno de los dos puntos brillantes se elevaba trepando por las hierbas.
Sin embargo, continuaba subiendo de cuando en cuando a los árboles, no sólo para orientarse, sino también para enjugarse el sudor frío que bañaba su frente, descansar y dar un poco de sosiego al corazón, que latía con violencia extremada. Llegó a sentirse tan rendido de fatiga y tan extenuado, que apenas podía sostenerse en pie.
El constante meditar en que todo cuanto hacía era por salvar a Nel, le daba nuevos ánimos y le alentaba a proseguir su camino. Al cabo de unas dos horas se encontró en un terreno pedregoso, donde las hierbas no eran tan altas y la luz más clara. Las siluetas de los dos montecillos se dibujaban tan lejanas como antes, pero la falda rojiza de uno de ellos se destacaba más, y tras esta se elevaba la segunda, de vertiente más pronunciada. Al parecer, las dos debían de cerrar un barranco muy semejante a aquel en que King estaba preso.
De pronto, a no más de trescientos o cuatrocientos pasos hacia la derecha, divisó en el muro que formaban las rocas el resplandor rojizo de una hoguera. Se detuvo; el corazón le palpitaba con tal violencia, que en el silencio de la noche le pareció percibir sus latidos. ¿Quiénes serían los que allí acampaban? ¿Árabes ribereños? ¿Los soldados de Esmaín? ¿Negros salvajes escapados de sus aldeas ante la persecución de aquel, y refugiados en el profundo seno del desierto? ¿Encontraría él la muerte o una nueva esclavitud, o, por el contrario, hallaría auxilio para Nel?
No podía vacilar. Retroceder era imposible, y no quería ni pensarlo. Al fin se decidió, y, en silencio y conteniendo la respiración, comenzó a deslizarse arrastrándose hacia donde estaba el fuego. Habría avanzado unos cien pasos de este modo, cuando, de repente, le obligó a detenerse un alegre relinchar de caballos. A la luz de la luna pudo contar hasta cinco. Eran pocos para que aquel fuera un campamento de mahadistas, pero también podía ser que los demás estuvieran ocultos entre la alta hierba. Le extrañó en gran manera que no hubiese guardias y que no encendieran más fogatas en el monte para ahuyentar a las fieras, pero dio gracias al cielo por aquella circunstancia que le permitía aproximarse más sin que le vieran.
El reflejo que iluminaba el peñasco que tenía enfrente se iba haciendo cada vez más grande, lo cual le hizo pensar que la hoguera debía de hallarse al pie de la colina en cuya cumbre se encontraba. Agachándose cuanto pudo se asomó al borde del peñasco, y lo primero que apareció ante su vista fue una amplia tienda, y, frente a ella, un catre de campaña, en el que estaba tumbado un hombre vestido de blanco, a la europea; un negrito de unos doce años, que alimentaba el fuego que iluminaba la opuesta roca, y una hilera de negros que dormían a ambos lados del pabellón.
En cuanto hubo comprendido de lo que se trataba, Estasio se deslizó por la vertiente hasta el fondo del barranco.