El tronco tenía dos agujeros: uno grande, a medio metro del suelo; otro, más pequeño, a la altura, aproximadamente, de un primer piso. Fue algo sorprendente ver cómo, en el momento en que Mea echó por el agujero inferior las primeras ramas humeantes, comenzaron a salir por el de arriba varios murciélagos, que, cegados por la luz, revoloteaban torpemente alrededor del árbol. Pero no eran esos los únicos huéspedes que habitaban aquel recinto; un momento después se deslizó como un relámpago, por el agujero inferior, una enorme boa, que, aletargada sin duda por la digestión de la última de sus víctimas, había permanecido allí sin darse cuenta siquiera, hasta que el humo que se le metió por las narices la reanimó y la obligó a huir para poder respirar.
Alarmados ante la aparición de aquel corpachón de acero, que como movido por un resorte saltó de entre las espirales de humo, Estasio cogió a Nel de la mano y echó a correr buscando campo abierto. El reptil, no menos asustado que ellos, no pensaba, ciertamente, en perseguirlos, sino que, dando botes por encima de los paquetes y de la hierba, fue con asombrosa ligereza a refugiarse en el barranco, entre las quebraduras de las rocas. No fue pequeño el susto que se llevaron los niños, pero al ver la actitud de la boa respiraron tranquilos. Entonces Estasio soltó a Nel, corrió a buscar el fusil y se lanzó en su persecución, pero Nel quiso seguirle.
Apenas habían andado unos pasos, cuando presenciaron un espectáculo que los dejó extraordinariamente sorprendidos. Apareció en el aire, por un instante, sobre el barranco, el cuerpo de la boa, y describiendo un zigzag cayó de nuevo al fondo. Al acercarse al borde del peñasco vieron que era su amigo el elefante el que se estaba divirtiendo de aquella manera, el cual, después de haber zarandeado varias veces al repugnante reptil azotándolo contra las rocas, se puso a machacarle la cabeza con sus patas como con un mazo. Cuando acabó de rematarlo, lo volvió a coger con la trompa y lo lanzó al torrente. Después, con un bamboleo que parecía una danza para celebrar su contento, y abanicándose con las orejas, dirigió una mirada a Nel, como pidiendo recompensa por su heroica y atinada acción.
Nel corrió a la tienda y volvió en seguida con una caja de higos silvestres, que le fue echando a puñados. El elefante los buscaba con la trompa entre la hierba, engulléndolos uno a uno. Y si alguno caía en la grieta de alguna roca, daba un resoplido tan fuerte que lo hacía saltar acompañado de piedras grandes como un puño.
Los dos amiguitos celebraban con grandes aplausos aquellas graciosas habilidades, y estuvieron echando nuevas provisiones al elefante hasta que se cansaron, principalmente Nel, que aseguraba que aquel animal era tan manso, que a ella no le daría miedo llegar hasta él.
—Si verdaderamente se domestica y puedo hacerle guardián tuyo —dijo Estasio—, podré yo irme tranquilo a cazar, pues en toda África no hallaría un defensor mejor que él. He leído mucho sobre la ferocidad de estos animales, pero sé también que los de Asia sienten un gran cariño por las criaturas. Allí no se sabe de ningún elefante que le haya hecho daño a un niño, y hasta cuando alguno se enfurece, como suele suceder con frecuencia, los indígenas envían niños para calmarlo.
—¿Lo ves? ¿Lo ves? —exclamó Nel.
—Quiero reconocer que hiciste bien en no dejar que lo matara.
Una incontenible alegría brilló en los ojos de Nel al oír esto, y poniéndose de puntillas puso las manos sobre los hombros de Estasio, levantó la cabeza para mirarle a los ojos y le dijo:
—Me he portado como si tuviera… ¿cuántos años?
—Por lo menos setenta —respondió él.
—¡Te burlas siempre! —murmuró Nel, enfurruñada.
—¡Sí! ¡Enfádate, enfádate! ¡Ya veremos quién liberta al elefante!
Al oír esta amenaza, Nel corrió a acurrucarse junto a Estasio como una gatita, diciéndole mimosa:
—¡Tú! ¡Tú lo sacarás de allí! Y yo te voy a querer mucho, y él también.
—Ya estoy pensando en el modo de lograrlo, pero me costará mucho trabajo, y no lo haré en seguida, sino cuando ya estemos dispuestos a seguir nuestro viaje.
—Y ¿por qué no antes?
—Porque si lo pongo en libertad antes de domesticarlo por completo, se marcharía.
—¡Eso sí que no! ¡Ya no se irá nunca de mi lado!
—¡Sí! ¡Tú crees que el elefante es como yo! —respondió Estasio, casi un poco celoso.
La llegada de Kali trayendo la cebra muerta y una cría mordida por Saba interrumpió el diálogo de los muchachos.
Fue una verdadera suerte que el perro no estuviera allí cuando apareció la boa, pues, sin duda, se hubiera lanzado sobre ella y habría perecido entre sus terribles anillos, si no era devorado por el imponente reptil, sin que ni el mismo Estasio hubiese podido socorrerlo. Pero las mordeduras del cebritillo le valieron un buen tirón de orejas de manos de Nel, tirón que, al parecer, no le causó gran daño ni enojo, pues ni siquiera escondió la lengua, que, debido al cansancio, llevaba colgando.
Estasio refirió a Kali su propósito de construir una vivienda en el árbol, y le contó lo ocurrido y lo que el elefante había hecho con la boa.
Al negro no le pareció mal la idea de su amo, pero desaprobó la acción del elefante.
—El elefante ser un tonto —exclamó—, y por eso tirar la nioka al agua. ¡Kali sabe que es buena para comer y la buscará y asará, porque Kali ser donkey!
—Desde luego, lo eres —replicó Estasio—. ¿Vas a comerte la boa?
—La nioka ser buena, mejor que esta niama —insistió el negro señalando la cebra.
En seguida pusieron manos a la obra para preparar la nueva morada.
Kali buscó en el torrente una piedra plana del tamaño de un plato grande, la sujetó en el centro del interior del árbol y echó sobre ella una buena cantidad de brasas, cuidando de que el fuego no prendiera en el árbol y lo redujera a cenizas. Dijo que hacía aquello para que nada molestase allí dentro a su gran señor y a Bibi. Y, verdaderamente, era muy necesaria aquella operación, pues cuando el fuego fue requemando el interior y parte del exterior, de entre las rugosidades de la corteza comenzaron a salir una cantidad de insectos y de bichos de muy distintas clases: abejarucos negros y rojos, arañas peludas y grandes como ciruelas, una especie de erizos recubiertos de púas gruesas como un dedo, y repugnantes y venenosas escolopendras, cuya picadura es mortal. Por los que iban saliendo, se podía juzgar los bichos que deberían perecer dentro, abrasados. Los que caían del tronco o de las ramas bajas eran aplastados sin compasión por Kali, con gruesas piedras, sin que apartara un momento la vista de los dos agujeros, como temiendo que saliera algo nuevo y espeluznante de un momento a otro.
—¿Qué miras con tanto interés? —le preguntó Estasio—. ¿Crees que aún puede haber ahí otra serpiente?
—¡No! Kali temer al Msimu.
—¿Qué es eso del Msimu?
—El mal espíritu.
—¿Le has visto alguna vez?
—No, pero oír el ruido espantoso que hace en las chozas de los brujos.
—Esto quiere decir que vuestros hechiceros no le temen.
—Ellos saben cómo conjurarle, y cuando se irrita lo comunican por las chozas, y los campesinos darles bananas, miel, huevos y carne para aplacarle.
—Veo que no es mal oficio el de brujo entre los de tu raza —exclamó Estasio cruzando los brazos—. ¿Crees tú que la serpiente que salió del árbol era el Msimu?
—¡No! —respondió el negro—. Si lo fuera, elefante no matar al Msimu, sino este al elefante, porque el Msimu ser la muerte.
En esto sonó un gran estruendo en el interior del árbol, y del agujero inferior salió una densa humareda de polvo negruzco, seguida de otro estruendo aún mayor.
Kali se arrojó desesperadamente al suelo boca abajo, gritando con espanto:
—Aka! Msimu! Aka! Aka! Aka!
Estasio retrocedió también instintivamente en el primer momento, pero en seguida recobró su serenidad habitual y refirió lo ocurrido a Nel y a su criada, que llegaron en aquel instante.
—Lo que probablemente ha sucedido —dijo Estasio—, es que al ahuecarse el interior del tronco por efecto del fuego se ha desprendido, cayendo sobre las brasas, y este cree que es el Msimu. Echa un poco de agua dentro, Mea, pues si prenden las llamas podrían reducir todo el árbol a cenizas.
Y viendo que Kali continuaba en el suelo, sin cesar de gritar «Aka! Aka!», hizo un disparo de fusil sobre el agujero, y dándole al negro con la culata le dijo:
—¡Levántate, que ya he matado a tu Msimu! Kali se incorporó, quedándose de rodillas.
—¡Oh! ¡Mi señor no temer ni al mismo Msimu!
—Aka! A ka! —exclamó Estasio, remedándole y riéndose.
Tranquilizado Kali, se sentó a comer, sin que por lo visto el miedo le hubiese quitado el apetito, pues además de un gran trozo de carne se engulló todo el hígado crudo del cebritillo, sin contar los frutos que había cogido del vecino sicomoro.
Terminado el almuerzo, volvieron a trabajar en la preparación de la vivienda, en la que aún les quedaba mucho que hacer. Tardaron dos horas en limpiar el tronco de los requemados escombros, de las brasas amortiguadas y de los centenares de abrasados animaluchos, como ciempiés, abejarucos y murciélagos, que cubrían el suelo.
A Estasio le extrañaba que la boa hubiese podido convivir con aquellos animales, lo cual se debía, sin duda, a que el enorme reptil despreciaba la diminuta presa, o a que no podía alcanzarla por no tener suficiente espacio para revolverse dentro del árbol.
Cuando el fuego hubo consumido la parte carcomida del interior del tronco, quedó un hueco suficiente para albergar hasta diez personas.
Los problemas de luz y ventilación estaban resueltos, ya que el agujero inferior haría de puerta y el otro de ventana.
Estasio pensó dividirlo en dos compartimientos, poniendo como tabique la tela del pabellón, y destinar uno para Mea y Nel, y otro para él, Kali y el perro.
Como la parte de arriba del tronco no estaba hueca, se hallaban a cubierto de la lluvia, pero para más seguridad hicieron una especie de tejadillo con la misma corteza del árbol. Luego trajeron arena seca de las orillas del torrente, con la cual cubrieron el suelo, poniéndole después encima una espesa capa de musgo.
Fue una faena muy complicada y ruda para todos, especialmente para Kali, quien, además, tenía a su cargo el salar la carne, abrevar los caballos y suministrar provisiones para el elefante, que no cesaba de trompetear. Pero trabajó con gran entusiasmo en el arreglo de la nueva morada, animado por una esperanza, que comunicó a Estasio:
—Cuando el gran señor y Bibi tengan arreglada la casa —le dijo—, Kali ya no tendrá que trabajar todas las tardes para hacer empalizadas y setos, y podrá descansar y no hacer nada.
—¿Te gusta mucho holgar? —le preguntó Estasio.
—Kali ser hombre —respondió—. Y a Kali gustarle holgar, porque sólo mujeres trabajar.
—Pero ¿no ves cómo yo trabajo para Bibi?
—Sí, gran señor; pero cuando Bibi ser mujer, tener que trabajar para mi señor, y si no querer, mi señor seguramente pegarle.
Oírle Estasio hablar de pegar a Bibi y de un salto plantarse frente al negro, todo fue uno, y lleno de cólera gritó:
—¡Necio! ¿Tú sabes quién es Bibi?
—No, señor, yo no saber —respondió el negro, muerto de espanto.
—Pues Bibi es… Bibi es… ¡El buen Msimu!
Ante tal afirmación, Kali creyó que un rayo acababa de fulminarle, y en cuanto hubo terminado el trabajo que estaba haciendo se acercó temblando a Nel, y cayendo ante ella de bruces se puso a clamar, con voz trémula y suplicante:
—Aka! Aka! Aka!…
Pero el buen Msimu le miraba con sus lindos ojitos llenos de asombro, sin comprender ni poco ni mucho lo que significaban aquellas extrañas demostraciones de Kali.