Capítulo 23

Los sucesos del día anterior y las impresiones de aquella noche extenuaron de tal modo a los muchachos, que cuando el sueño los rindió se quedaron como troncos. Nel se levantó cerca del mediodía. Estasio, que había pasado la noche junto al fuego, envuelto en una manta, se había levantado un poco antes, y cuando la niña salió de su pabellón mandó a Kali que preparara el almuerzo; pero como era tan tarde, el almuerzo se convirtió en comida.

La luz del día ahuyentó los temores pasados, y tanto Estasio como Nel, habiendo reposado mucho, se levantaron con más ánimo. Nel se sentía más fuerte y parecía tranquila, pero como deseaba alejarse lo más pronto posible de aquel triste lugar, apenas terminaron de comer recogieron las provisiones, ensillaron los caballos y prosiguieron la marcha.

En las regiones tropicales de África nadie viaja a mediodía, y hasta las caravanas de negros tienen que hacer alto y buscar la sombra de algún árbol para protegerse de los ardientes rayos del sol, que abrasan sin piedad; los animales corren a ocultarse en los parajes más frondosos; no se oye el canto de las aves ni el zumbido de los insectos, y la Naturaleza entera queda sepultada en el silencio más profundo, mientras el astro rey, desde su cenit, tiene clavados los ojos en aquellas estepas solitarias, como buscando una víctima.

No obstante, como los cuatro viajeros cabalgaban por el fondo del barranco, cobijados por la sombra de una de sus vertientes, podían seguir adelante sin temor a la amenaza de los rayos solares. Los favorecía, además, este camino, porque en el caso de que los soldados de Esmaín merodeasen por allí, no podrían verlos, y no era tampoco menor ventaja el ofrecerles con frecuencia agua embalsada en las oquedades de las rocas, que posiblemente no hubieran hallado en los parajes descubiertos.

El camino iba ascendiendo siempre, aunque apenas se notaba el desnivel del terreno. En todas las grietas de los peñascos aparecían adormideras, de cuyo olor estaba impregnada hasta el agua de los charcos, trayendo a los muchachos el desagradable recuerdo de Omdurmán y de los mahadistas, que se ungían con su aceite.

En compensación, se percibía de trecho en trecho el delicioso aroma de la vainilla, que deslizándose en cascada a lo largo de las rocas, las tapizaba con el entretejido de sus floridos tallos, formando en el borde del barranco un hermoso dosel de verdes hojas y florecillas de color púrpura y violeta. Allí se detenían frecuentemente a descansar, con gran regocijo de las caballerías, para las que aquellas hojas constituían un sabrosísimo alimento.

La frondosidad de la vegetación contrastaba con la soledad de aquel paraje. Muy raras veces aparecían en lo alto de las rocas algunos monos, cuyas siluetas, destacándose sobre el fondo azul del cielo, recordaban las de ciertas divinidades que adornan algunos templos en la India.

Los corpulentos simios, al divisar a Saba, le mostraban su enojo enseñándole los dientes o alargando el hocico, mientras saltaban rascándose los lomos y parpadeando, pero el noble mastín ni siquiera se dignaba contestar a aquellas amenazas, por estar ya acostumbrado a ellas, y seguía tranquilamente su camino.

Poco a poco, lo agradable del lugar y la satisfacción por la libertad recuperada fueron desvaneciendo en el ánimo de Estasio hasta el más pequeño recuerdo de las angustias del día anterior, y dejando atrás lo pasado, empezó a preocuparse por lo por venir.

Lo primero que hizo fue afianzarse en su decisión de dirigirse a Abisinia, para lo cual, ante todo, tenía que orientarse. Recordó que el viejo Hatim había dicho en casa del emir que de Fashoda a la frontera había cinco días de jornada, pero como ya llevaban dos semanas andando, comprendió que el camino recorrido no los había conducido a ella, sino que habían subido hacia el mediodía, es decir, que alejándose de Fashoda se habían ido internando en la Nigricia, del mismo modo que lo había hecho Esmaín. Resultaba, pues, poco menos que imposible seguir caminando barranco arriba sin caer en sus manos.

No había más remedio que abandonar esta ruta y, buscando una vereda por la vertiente oriental, encaminarse en línea recta hacia Abisinia. Iba a tomar ya esta decisión cuando se le ocurrió que Esmaín, que llevaba mucha delantera, no volvería con su botín por aquellos vericuetos, sino que torcería hacia el Nilo por el camino más corto para conducirlo a los mercados. Y como las fronteras más meridionales, que no limitaban ya con los estados del Mahdi, eran las más accesibles por no estar vigiladas por mahadistas, lo más sensato era seguir a lo largo del barranco, camino del mediodía.

Cierto que por allí los amenazaba el peligro de caer en manos de los salvajes, pero el muchacho lo prefería mil veces a parar en las de los fanáticos del Profeta. Por otra parte, si ocurría lo primero, podría servirles de mucho la ayuda de la esclava negra, quien en la largura y delgadez de su cuerpo denotaba claramente su procedencia de la raza de Dinka o Syluk, que puebla las comarcas ribereñas y es zancuda como las cigüeñas que discurren por sus ciénagas. En el caso de tropezar con montañeses llevaban a Kali, del cual se podía deducir que lo era por su robusta complexión, a pesar de las huellas que se apreciaban en su cuerpo de los malos tratos del sanguinario Gebhr. A Estasio le extrañaba mucho que el negro no supiera una palabra de árabe y casi desconociera el ki-swahili, dialecto que se habla en casi toda el África explorada, y, sospechando que debía de proceder de alguna comarca del interior, se decidió a averiguarlo. Mientras iban, pues, camino arriba, se volvió a él y le preguntó:

—Oye, Kali, ¿cómo se llama tu pueblo?

—Wa-hima —respondió.

—¿Y es grande?

—Grande, señor; y estar siempre en guerra con Sambur, que es gente mala y roba ganados.

—¿Y sabes hacia dónde cae tu aldea?

—¡Oh, lejos, muy lejos! Pero Kali no saber dónde.

—¿El país se parece a esta?

—No. Allí muchos montes y agua.

—¿Y qué nombre dais a esa agua?

—Aguas Negras —respondió Kali.

Al oír esto, Estasio pensó que tal vez el negro procedía de los alrededores del Alberto Nyanza, que en aquel entonces estaba en poder del bajá Emín, y para asegurarse volvió a preguntarle:

—Oye: ¿no hay por allí un jefe blanco, con unas barbas muy grandes, que echan humo, y que tiene muchas tropas?

—No, señor —respondió el negro—. Los viejos de mi país recordar solamente haber visto uno, dos, tres blancos —dijo contándolos con los dedos—, cubiertos con vestidos blancos muy largos, buscando marfil. Kali no haber nacido todavía, pero mi padre recibirlos con honores y darles mucho.

—¿Quién es tu padre?

—Es el rey de Wa-hima.

Aun a pesar suyo, Estasio no pudo menos que sentirse halagado de tener por esclavo al hijo de un rey, y siguió preguntándole:

—Oye, Kali: ¿querrías ver a tu padre?

—¡Oh, si! ¡Kali querer, señor! —respondió con un nueva brillo en los ojos.

—¿Y qué harías tú si llegásemos a Wa-hima, y qué harían ellos con nosotros?

—Wa-hima, señor, postrarse a los pies de Kali.

—Pues llévanos allá —le dijo Estasio—. Tú serás rey cuando tu padre muera, y nosotros seguiremos nuestro viaje hasta el mar.

—Kali no poder, porque no saber el camino —respondió el negro—. Y aunque pudiera, no quedarse en Wa-hima. Kali ir con su señor y con la Hija de la Luna, porque quererlos mucho.

A Estasio le hizo mucha gracia el apodo con que el negro designaba a Nel, y volviéndose hacia ella exclamó riéndose.

—¿Has oído, Nel? ¡Dice que eres hija de la luna!

Pero la risa desapareció de sus labios al mirarla, porque la pobre niña estaba tan paliducha y demacrada, que más que de este mundo parecía, en efecto, haber caído de las regiones lunares.

—¡Oh, sí! —continuó diciendo Kali—. Yo amar mucho a mi señor, porque Bwana Kubwa matar al malo Gebhr y dar mucha comida a Kali. ¡Oh, mucha, mucha! —repitió el negro, relamiéndose de gusto y frotándose el vientre.

Estasio quiso que le dijera cómo había ido a parar a manos de los mahadistas, pero el pobre negro había rodado tan de mano en mano que lo único que recordaba era que una noche, habiéndose caído en una trampa preparada para cazar cebras, lo cogieron y lo llevaron a través de muchos países hasta llegar a Fashoda.

Por todo lo dicho por el negro, Estasio dedujo que no podrían encontrar el pueblo de Wa-hima.

A todo esto el sol comenzaba ya a declinar y el calor a ser menos intenso, cuando llegaron a una explanada en la que crecían algunos sicomoros y no escaseaba el agua, por lo que se sintieron atraídos por el deseo de detenerse allí unos instantes para tomar un bocado y dar un breve descanso a los animales. Como la falda roqueña de la vertiente no era allí muy alta, Estasio mandó al negro que subiera a la cima para ver si divisaba por las cercanías alguna fogata que pudiera indicarles el paso de Esmaín.

Recibir la, orden y encaramarse peña arriba fue obra de un instante, y en otro segundo se plantó abajo, deslizándose a lo largo de un grueso tallo de vainilla, diciendo que no se veía humo, pero que había visto mucha niama, y al decir esto señaló el fusil y se puso los dos índices en la frente, por cuya seña Estasio comprendió que la niama eran antílopes o cosa por el estilo. Impulsado por la curiosidad, se encaramó también, y sin sacar la cabeza por encima de la roca tendió la vista hacia adelante.

Nada impedía extenderla hasta donde pudiera alcanzar, pues las hierbas y matorrales habían sido incendiados, y los brotes apenas levantaban del suelo. A la sombra de un corpulento baobab, cuyo tronco sólo había chamuscado el fuego, vio pacer un rebaño de antílopes, cuyo cuerpo recordaba el del caballo y cuya cabeza semejaba la del búfalo.

Estasio pudo contar hasta nueve, y aunque sólo se hallaban a cien pasos, el hecho de que el viento soplara en dirección opuesta hizo que no le advirtieran, permitiéndole disparar a su placer, apuntando al más cercano, que se desplomó al primer tiro, como fulminado por un rayo. Los demás se dispersaron al ruido del disparo y Estasio pudo ver que entre ellos había un búfalo enorme, el cual se había ocultado hasta entonces en un peñasco, y obedeciendo a su instinto de cazador aprovechó un momento en que el animal se volvió de espaldas dispuesto a huir para disparar sobre él. El búfalo, al sentirse herido, se bamboleó un instante, pero recobrando rápidamente las fuerzas echó a correr de nuevo y, sin dar tiempo a que Estasio volviera a cargar su fusil e hiciera otro disparo, desapareció entre las desigualdades del terreno.

Cuando se disipó el humo de la pólvora, vio a Kali sentado va sobre el antílope dispuesto a desentrañarlo; llegó hasta él para contemplar al animal de cerca, en el instante en que el negro acababa de arrancarle los hígados, los cuales le ofreció, palpitantes aún, en sus manos ensangrentadas.

—¿Por qué me das eso? —le preguntó Estasio.

Msuri, msuri![12] Cómelo en seguida, señor —respondió el negro.

—Cómetelo tú —respondió Estasio, indignado y asqueado de tal oferta.

No hizo falta más para que el negro, sin insistir, desgarrara en seguida los hígados entre sus dientes, devorándolos con avidez, y al ver que su señor le miraba con asco, exclamaba, entre bocado y bocado:

Msuri, msuri! Msuri, Bwana Kubwa, msuri!

Después de que hubo acabado con la mitad se puso a descuartizar la pieza, con tal maña, que en un momento la desolló y separó los cuartos.

Sorprendido Estasio de que Saba no se hallara presente en la operación, dio un silbido invitándolo a un festín con los despojos. Pero el mastín no apareció, y Kali, que aún estaba inclinado sobre el antílope, levantó la cabeza y dijo:

—Señor, el perro correr tras el búfalo.

—¿Lo has visto tú?

—Sí, señor; Kali verlo —respondió el negro.

Y cargando sobre su cabeza los lomos de la pieza cobrada, y el resto del cuerpo en sus brazos, se dirigió al barranco. Estasio esperó todavía un buen rato y dio silbidos para ver si volvía Saba, pero en vista de que no aparecía, echó a andar detrás de Kali.

En el barranco, Mea se apresuraba a cortar espinos para hacer el seto que los resguardara durante la noche, y Nel se entretenía en desplumar con sus deditos el último pájaro que quedaba. Al ver a Estasio le preguntó:

—¿Estabas llamando a Saba? Salió corriendo detrás de vosotros.

—Sí, pero luego se fue en persecución de un búfalo al que yo había herido, y me tiene preocupado, porque esos animales son muy fieros y tan resistentes, que hasta el mismo león los respeta. Si se atreve a luchar con él, lo pasará mal.

Nel quedó tan triste con aquellas palabras, que resolvió no irse a dormir hasta que regresara el mastín. Estasio lamentó la imprudencia que había cometido al hacerle notar el peligro que corría Saba, y trató de consolarla diciéndole:

—No te asustes, Nel, que no hay para tanto. El búfalo iba muy malherido y habrá caído sin duda alguna. En todo caso perderá mucha sangre y con ella muchas fuerzas, y Saba podrá huir fácilmente si se revuelve y le ataca. Yo iría a buscarlo, pero la noche se viene encima y perdería el rastro, porque han debido de correr mucho.

Trataba de consolar a Nel, pero iba temiendo cada vez más que el perro saliera duramente castigado de aquella aventura. Había leído varias veces que el búfalo africano es tan vengativo y astuto como fuerte y atrevido. Cuando se siente malherido, corre para obligar al cazador a perseguirlo, se esconde en el sendero por donde aquel debe pasar, y al verlo llegar lo acomete de improviso, lo coge entre sus cuernos y lo lanza al aire. Eso era lo que podía sucederle a Saba, sin contar con otros peligros que tal vez le saldrían al paso al volver, ya cerrada la noche.

Esta no tardó en llegar, mientras Kali y la negra entretejían el parapeto con las ramas punzantes de las acacias. Terminado este trabajo, encendieron fuego y prepararon la cena; pero el mastín no aparecía.

Nel se entristecía cada vez más, cansada de esperarlo, hasta que al fin no pudo contener su pena y se echó a llorar. Con gran esfuerzo Estasio consiguió que entrara en su pabellón y procurara dormir, después de prometerle que, apenas despuntara el día, él mismo saldría en busca del perro y no regresaría sin él. La niña acabó por obedecer, pero a cada momento sacaba la cabecita por entre la cortina para preguntar si Saba había vuelto, y estaba tan excitada que no pudo conciliar el sueño hasta la medianoche. Viendo que ya podía dejarla sola, Mea salió del pabellón para relevar a Kali en el cuidado de la hoguera.

—¿Por qué llora la Hija de la Luna? —preguntó Kali a su señor cuando se tendieron para dormir—. A Kali no gustar esto.

—Llora por Saba —respondió Estasio—. Temo que el búfalo lo haya matado.

—¡Bah! Nadie sabe —exclamó el criado.

Y sin decir nada más se acostaron en el suelo, y Estasio se quedó, al cabo de un rato, profundamente dormido.

Era todavía de noche cuando sintió frío y se despertó, viendo con asombro que la manta en que se había envuelto Kali para dormir estaba tirada en un rincón y vacía. El fuego se había apagado por descuido de Mea, a quien había rendido el sueño.

Se acercó a la hoguera y, después de reavivar el fuego, despertó a la negra, preguntándole:

—¿Dónde está Kali?

La negra abrió los ojos, sin comprender, al principio, lo que le preguntaba, pero cuando estuvo del todo despierta respondió:

—Kali tomó el alfanje y salió. Mea creyó que iría a buscar leña, pero no volver.

—¿Hace mucho?

—Mucho, señor —respondió la negra.

Después de una larga e inútil espera, Estasio pensó que el negro se había escapado. ¡Ingrato Kali! ¡Por él se había expuesto al furor de Gebhr cuando el desalmado le maltrataba; Nel había derramado muchas lágrimas de compasión al verle sufrir; les debía a ellos su libertad, y los abandonaba! ¡Y huía sin saber dónde, pues él mismo había dicho que ignoraba dónde se hallaba su país! Recordó entonces lo que había oído referir de la rudeza de los negros, que con frecuencia abandonan a sus amos, aún exponiéndose a una muerte segura, como le ocurriría a Kali, que posiblemente sería devorado por las fieras o caería en manos de los mahadistas, si no perecía de hambre.

«¡Oh, negro ingrato!», exclamaba Estasio para sí.

Entonces se puso a considerar lo difícil que le sería el resto del camino sin Kali. En adelante, tendría que abrevar él solo los caballos, armar el pabellón de Nel, cercar por las noches el campo, cuidar en el camino que no se cayera la carga, y hasta desollar y desentrañar la caza, cosa que nunca había hecho.

«¡Es terrible! —se decía a sí mismo—. ¡Pero no queda otro remedio!».

Por fin amaneció, y apenas había aparecido el sol cuando empezó a escurrirse por debajo del pabellón el agua que Mea preparaba para que Nel se lavara, lo cual indicaba que ya se estaba vistiendo. Efectivamente, apareció a los pocos instantes ya vestida, pero con el peine en la mano y el cabello revuelto.

—¿Dónde está Saba? —fue lo primero que preguntó. Y al saber que no había vuelto aún comenzó a hacer pucheros.

—¡No te disgustes, Nel! —le dijo Estasio—. ¿No recuerdas que cuando cruzábamos el desierto tardaba a veces dos días en volver?

—Sí —le respondió la niña—. Pero ¿no me dijiste tú anoche que irías a buscarlo?

—No puedo, Nel.

—¿Por qué?

—Porque no puedo dejaros solas.

—¿Y dónde está Kali?

—Kali tampoco está aquí.

Y no agregó más, dudando si decirle la verdad; pero como al fin la niña habría de saber lo que ocurría, añadió:

—Temo que Kali se haya escapado, Nel, pues se ha ido con el alfanje, sabe Dios dónde. ¡Los negros son tan estúpidos! Me da lástima pensar en lo que le puede suceder; pero quizá se arrepienta y vuelva.

No había terminado de decir esto cuando resonó en el barranco el estruendoso ladrido del mastín. A Nel se le cayó el peine de las manos y echó a correr para salirle al encuentro, pero antes de que pudiera abrirse paso entre el seto apareció Saba, y detrás de él Kali, tan bañado de rocío como si le hubiera sorprendido un aguacero. Verle Nel y echarse a su cuello, todo fue uno.

—Kali no querer ver llorar a Bibi y buscar el perro —exclamó el negro.

—¡Bravo, Kali! —gritó Estasio asiéndole del brazo.

¿Y no has temido encontrarte con algún león?

—Kali temer mucho, pero Kali ir —respondió él.

Esta sencilla confesión aumentó la gratitud de los niños, y Estasio, obedeciendo los deseos de Nel, sacó de la maleta una sarta de abalorios que el griego le había dado, y acercándose a Kali la colgó de su cuello. Este, mirándose y remirándose, lleno de alegría y orgullo, se volvió a la esclava diciéndole:

—¿Ves, Mea? Tú no tener collar, y Kali tener, porque Kali ser del «gran mundo». Esto recompensó espléndidamente la lealtad del negro.

En cambio, Saba recibió de Nel una buena reprimenda, pues, con el dedito levantado, le dijo entre otras cosas terribles que, si volvía a hacerlo, lo llevaría atado con un cordel, como un cachorrito, y que era muy feo.

El perro la escuchaba sin apartar de ella los ojos y meneando la cola, lo cual podía tener varios significados, pero Nel aseguraba que era señal de que la entendía y que en sus ojos se veía bien claro que estaba avergonzado y arrepentido.

En seguida se sentaron para desayunarse con un asado de antílope y algunos higos silvestres, y mientras comían Kali refirió las peripecias de su excursión nocturna, que Estasio se encargó de traducirlas al inglés para que Nel lo entendiera. De su narración se desprendía que al principio le había sido muy difícil a Kali dar con el rastro del animal, pues la oscuridad de la noche lo dificultaba, pero como la tierra estaba reblandecida por las recientes lluvias fue tanteando con los pies hasta dar con las huellas que el enorme perrazo había dejado. Siguió por ellas y le condujeron, al fin, al lugar donde yacía la fiera, la cual había caído sin duda a consecuencia del disparo, pues nada indicaba que hubiese luchado con el mastín. Cuando Kali se acercó, el perro había ya devorado buena parte del espaldar del búfalo, manteniendo a buena distancia a dos hienas y varios chacales que estaban aguardando que el terrible mastín se hartara para que les dejara el campo libre. Al acercarse el negro a él, le recibió con sordos gruñidos, pero Kali, lejos de asustarse, se le aproximó más aún y, regañándole como a un niño travieso y amenazándole con decírselo a sus dueños, pudo cogerlo del collar y no volvió a soltarlo hasta que llegaron al barranco.

Felicitándose todos mutuamente por el buen fin de aquel lance, y terminado el desayuno, levantaron el campo y se pusieron de nuevo en marcha.

La delgaducha y estirada Mea, aunque era de natural resignado y humilde, iba entristecida, mirando con envidia a Kali y a Saba, diciendo para sus adentros:

«¡Ellos llevar collar porque ser del “gran mundo”, y yo sólo llevar una argolla de bronce en la garganta de un pie!».