Cuando Estasio y Kali terminaron de apartar del camino los cadáveres del león y de los funestos árabes y beduinos, el sol se había ocultado por poniente y la noche se aproximaba.
Al joven negro se le hacía la boca agua mirando los despojos del león, y frotándose el vientre y relamiéndose exclamaba: «Msury niama! Msury niama!» (¡Qué carne tan rica!). Repetía estas palabras sin cesar, para convencer a su nuevo amo de que le permitiera comérsela.
Pero Estasio no quería de ningún modo pasar la noche en aquel lugar, tan cercano a los cadáveres, y no accedió a sus ruegos; le mandó recoger los caballos, que se habían dispersado asustados por los disparos, y puso fin al asunto.
El negro cumplió la orden con una habilidad asombrosa, pues en lugar de perseguirlos por el camino trepó como un gamo a la cumbre de la vertiente buscando un atajo, y cortándoles el paso se apoderó de dos y obligó a los otros a dar la vuelta hacia donde estaba su amo.
Tuvieron que resignarse a perder los de Kamis y Gebhr, a los que no fue posible alcanzar, pero a pesar de ello contaban con cuatro cabalgaduras, además del borriquillo, el cual durante aquella terrible escena había mostrado la serenidad de un filósofo, apartándose, discretamente, sólo lo preciso para ocultarse en la primera revuelta del camino, y allí permaneció tranquilo arrancando las hierbas que alfombraban las rocas de la vertiente. En cambio, costó muchísimo hacer que los caballos pasaran junto a la roca cuando llegó el momento de reemprender la marcha, porque aún negreaba en ella la sangre del león, y aunque los del Sudán están acostumbrados a la vista de las fieras, no pueden resistir la del rey de la selva, y hubo necesidad de hacer que el borriquillo pasara delante, el cual, al llegar a aquel sitio, se detuvo un momento, como plantado, estiró las orejas y pasó tranquilamente; los caballos, tranquilizados al verle, siguieron su ejemplo y obedecieron.
Avanzaron un kilómetro, aproximadamente, ya entrada la noche, hasta que hallaron un pequeño valle que el barranco formaba al ensancharse, y que estaba cubierto de espinos y mimosas.
Allí hicieron alto, y Kali cortó en seguida, con el alfanje de Gebhr, abundante provisión de ramas de acacia y de zarzas, para encender fuego. Instalaron después la tienda de campaña de Nel junto a una roca que cerraba el valle, cercando el frente y los lados con un elevado seto de punzantes mimosas, y como no había lugar suficiente para los caballos, después de descargar los sacos y los utensilios y de desaparejarlos, les trabaron los pies para que no se alejaran demasiado.
La suerte quiso que, mientras ellos se ocupaban en esos menesteres, la esclava negra encontrara cerca de allí, en el hueco de una roca, una cavidad que las aguas habían formado, con tal abundancia de agua que bastaba y aún sobraba para abrevar los caballos, satisfacer la sed de todos ellos y preparar la cena que consistió en cinco gangas que Kamis había cazado durante el día, y que, con unos puñados de maíz y un manojo de raíces de manioka que hallaron entre las provisiones, bastaron para saciar a los dos esclavos, pues Estasio y Nel apenas probaron bocado.
El pobre Kali, que estaba medio muerto por los malos tratos de Gebhr, se sentía tan agradecido a su nuevo amito, que en cuanto acabó de comer fue a arrojarse a los pies de los niños, pidiéndoles que le dejaran ser su esclavo hasta la muerte.
Después se levantó, hizo una profunda reverencia también al fusil en señal de lo mucho que lo respetaba, y, prometiendo que él y la criada negra cuidarían toda la noche de que no se apagara el fuego, se retiró junto a la hoguera, y allí sentado en cuclillas comenzó a tararear una canción, repitiendo continuamente el estribillo: «Simba Kufa, Simba Kufa!» (¡El león ha muerto!).
Pero ninguno de los muchachos estaba en disposición de dormir. Estasio había conseguido con gran trabajo que Nel comiera dos bocados de carne, y ahora no quería irse a descansar; en cambio, demostraba tener una sed tan abrasadora, que el muchacho llegó a temer que tuviera fiebre. Le tomó sus manos entre las suyas y se tranquilizó en seguida al notar que estaban frías, y le rogó de nuevo que se fuera a dormir. La arropó lo mejor que pudo entre las mantas de viaje, en el interior de su pabellón, y, después de examinar la hierba por si había algún escorpión entre ella, volvió a salir y se sentó en una pequeña roca, fusil en mano, para defender a su hermanita de las fieras, en caso de que los asaltaran y el fuego no bastara para detenerlas. Pero, en realidad, estaba el pobre tan agotado que casi no se daba cuenta de lo que sucedía en torno suyo.
Recordaba vagamente lo ocurrido aquel día: la muerte de Gebhr y de los beduinos, la de Kamis y el león, el logro de la ansiada libertad, con una leve satisfacción por ello, pero mezclada con un sentimiento de horror y de angustia tan grandes, que el corazón le pesaba dentro del pecho como una losa de piedra.
Rendido, aniquilado como estaba, sus ideas comenzaron a barajarse y confundirse; contempló largo rato como hipnotizado los murciélagos que revoloteaban en torno de la llama, hasta que empezó a dar cabezadas y al final se quedó dormido.
Kali estaba también medio adormecido, pero no tanto que se descuidara de avivar el fuego de cuando en cuando. Iba ya muy avanzada la noche, y, lo que raras veces ocurre en los trópicos, aquella era en extremo silenciosa. No la turbaba más que el crepitar de la leña al arder y el chisporrotear de la hoguera, cuya llama esparcía su luz sobre las rocas circundantes.
Y aunque la luna no iluminaba el fondo del barranco, en el cielo centelleaban enjambres de estrellas que Estasio jamás había visto.
De pronto sintió un frío tan intenso que se despertó y empezó a preocuparse temiendo que Nel se pudiera constipar, pero al recordar que la había dejado bien abrigadita, su inquietud se trocó en alegría, pues el frío era indicio de que se habían elevado mucho sobre el nivel del mar y no era de temer que los atacaran las fiebres.
Este pensamiento le devolvió un poco de ánimo, se levantó, se acercó al pabellón donde la niña descansaba y se puso a escuchar a través de la cortina si dormía tranquila, y al oír que su respiración era normal volvióse junto al fuego y, sentándose otra vez, se quedó dormido.
Pero a los pocos instantes se despertó sobresaltado por los gruñidos de Saba, que estaba tendido a sus pies. Kali se levantó también con el mismo sobresalto, y, sin apartar los ojos del mastín, amo y criado observaron la inquietud con que el animal, estirado como una tabla, las orejas tiesas, la melena erizada y olfateando hacia el sendero por donde habían venido, gruñía sordamente.
El negro, presa de gran azoramiento, cogió los haces de leña que había amontonado y los arrojó a la hoguera.
—¡El fusil, señor, el fusil! —exclamó aterrado.
Estasio preparó el arma inmediatamente, y, separándose del fuego para ver mejor, miró hacia el fondo del barranco. Los sordos gruñidos de Saba fueron convirtiéndose en secos y entrecortados ladridos, y, aunque al pronto nada se percibía, no pasaron muchos segundos sin que a los oídos de Estasio y de Kali llegaran los ecos de una especie de trote, confusos al principio, pero que, acentuándose más y más, no dejaron duda de que alguna fiera se acercaba corriendo hacia donde ellos estaban.
En medio de aquella terrible angustia, a Estasio se le ocurrió lo peor; pensó que el animal que los perseguía podía ser algún rinoceronte o búfalo, los únicos que no retroceden ni ante el fuego ni ante impedimento alguno, por lo cual, si los disparos no lograban hacerlos retroceder, estaban irremisiblemente perdidos. Esperaba ya la acometida de la imaginaria fiera, cuando cruzó por su mente otra idea que le erizó los cabellos. ¿No podría ser quizás algún destacamento de Esmaín, que, al encontrar los cadáveres de Gebhr y sus hombres, hubiese seguido el rastro y los hubiera descubierto al fin, ayudado por la luz de la hoguera?
«¡Dios mío! —se decía pensando en esto—. ¡Qué sean fieras y no hombres!».
A todo esto, el trote se fue acercando hasta que percibieron el chasquido de herraduras, y a los pocos instantes se destacaban de la oscuridad dos negras siluetas con los ojos centelleantes y revueltas las crines.
—¡Son los caballos! —exclamó Kali.
Efectivamente, eran los caballos de Gebhr y Kamis, los cuales, viéndose, sin duda, perseguidos por algún enemigo cuando huían, habían retrocedido corriendo barranco arriba, acosados por él, y al llegar junto a la hoguera y encontrarse con sus compañeros se detuvieron asombrados, encabritándose primero, y quedando después inmóviles como estatuas.
Pero esto, lejos de tranquilizarle, aumentó la inquietud de Estasio, y temiendo ver aparecer a cada instante por entre las grupas de los caballos la cabeza de un león o el afilado hocico de una pantera, no bajó el arma hasta que los caballos se aquietaron y Saba, dejando ya de olfatear, dio una vuelta, se echó otra vez en tierra, se hizo un ovillo y cerró los ojos.
Probablemente la fiera que los perseguía, al ver reflejarse en las rocas la llama de la hoguera, o al divisar el humo, había retrocedido, renunciando a la presa.
—Muy asustados debían de estar —dijo Estasio a su criado— cuando se han atrevido a pasar junto a los muertos.
—Señor —respondió aquel—, Kali adivinar qué ha sido. Muchas hienas y chacales llegar al barranco y buscar cadáveres. Caballos huir, pero ellos dejarlos marchar, entretenidos con Gebhr y demás muertos.
—Puede ser. Ahora quítales las monturas y lo que lleven encima, y no tengas miedo, que yo estoy aquí con el fusil.
—Kali no tener miedo —respondió el negro. Y abriéndose paso entre la roca y el seto, se fue hacia los caballos.
En aquel mismo momento salía Nel de su pabellón, y al verla Saba se levantó y se fue a ella, contento, para recibir las acostumbradas caricias. La niña, siguiendo su natural inclinación, alargó la mano, pero en cuanto sintió el contacto del hocico del perro la retiró como con aversión y repugnancia.
—¿Qué era ese ruido, Estasio? —pregunto al muchacho, yendo hacia donde él estaba.
—Nada, Nel; que han vuelto los caballos que habíamos perdido. ¿Te han despertado?
—No, ya estaba despierta, y quería salir al oírlo, pero…
—Pero ¿qué?
—He pensado que quizá te enfadarías.
—¿Yo, Nel? ¿Enfadarme yo contigo?
La niña fijó en él sus ojos, mirándole de un modo tan extraño como nunca lo había hecho. Estasio lo notó y se quedó asombrado.
«¡Me tiene miedo!», pensó inmediatamente. Y ante esta idea sintió primero algo así como un pequeño relámpago de vanidad, porque su heroica actitud le había llevado a imponerse en el ánimo de la niña, no ya como un hombre, sino como un temible guerrero, sembrador de espanto. Pero su alma, curtida ya por el infortunio, comprendió bien pronto que lo que la niña sentía no era la veneración respetuosa que inspira un héroe, sino el horror hacia un homicida, el mismo sentimiento que le había hecho retirar la mano de la cabeza de Saba, recordando lo ocurrido con el beduino. Aquel ademán de la niña despertó la conciencia de Estasio, y empezaron a destacarse en ella, con gran relieve, la monstruosidad y el espanto de la tragedia de aquella tarde, y se asustó de sí mismo.
¡No era lo mismo leer en Port Said aquellas grandes matanzas de pieles rojas realizadas por aventureros americanos, que manchar sus propias manos con sangre humana y ver a sus propias víctimas tendidas sobre un charco de sangre! ¡Nel tenía sobrada razón para sentirse horrorizada ante su presencia, y aquel horror persistiría en su corazón toda la vida!
«Sí, tiene motivos —pensaba—; pero lo hice por ella, y ella me aborrecerá para siempre por haberlo hecho. ¡Esta será mi recompensa! Si hubiese sido yo solo el secuestrado, hubiera huido, o me hubiese muerto; pero por Nel lo he soportado todo: el hambre, la sed, estos tormentos, y me he expuesto a tales horrores, y ahora ella me aborrece y me mira, no con aquel mirar confiado de una hermana, como me miraba, sino como el que contempla una cosa repulsiva que causa pavor».
El pobre muchacho se sintió entonces muy desgraciado. Por primera vez en la vida saboreaba la verdadera hiel de la amargura. Las lágrimas acudían a sus ojos, y las hubiera derramado en abundancia de no haberlas contenido la vergüenza de aparecer como un cobarde ante la niña. Dominó su emoción y, volviéndose a ella, le preguntó:
—Nel, ¿de veras tienes miedo?
A lo que la niña respondió casi sin voz:
—¡Estoy muy asustada!
Estasio mandó a Kali que trajera dos mantas del pabellón, y después de extender una sobre la piedra en que él se había dormido, y otra en el suelo, volvió a dirigirse a la niña, diciéndole:
—Ven, siéntate aquí a mi lado, junto al fuego. ¡Qué frío hace esta noche! ¿Verdad? Mira; si te da sueño, apoya tu cabeza en mí y duerme.
—¡Estasio, tengo miedo! —repitió Nel.
Él la envolvió en la manta con mucho cariño; la niña reclinó su cabecita sobre su brazo, y así permanecieron largo rato en silencio, envueltos en el rojizo resplandor de la hoguera, contemplando cómo trepaba su claridad por las rocas y reverberaba en los espejuelos de mica incrustados en ellas.
Entretanto, fuera del seto, no se oía más que el relinchar de los caballos y el crujir de la hierba entre sus dientes. Al cabo de un rato dijo Estasio:
—Oye, Nel. Quiero decirte que lo que he hecho tuve que hacerlo por ti. ¿Oíste cómo me amenazó Gebhr con degollarnos a ti y a mí si Kali no bastaba? ¡Y lo hubiera hecho, Nel, puedes estar segura! Aquella amenaza fue la que colmó la medida. ¿No recuerdas con cuánta crueldad y ensañamiento trataba al pobre Kali? Y Kamis, ¿has olvidado cuán traidoramente nos vendió? Piensa, además, Nel, que si Gebhr hubiese vivido y no llega a encontrar a Esmaín hubiera descargado su desesperación contra nosotros, y sobre todo contra ti. ¡Me horroriza sólo el pensar cómo te hubiera deshecho a latigazos! Y después de habernos martirizado se hubiera vuelto a Fashoda, diciendo que habíamos muerto de fiebre en el desierto. Nel, no he matado a Gebhr y a los otros por crueldad, sino por ti, porque no había otro medio de salvarte.
Había tal acento de emoción y de tristeza en sus palabras, que la niña, comprendiendo lo que estaba sufriendo, se estrechó más contra él. Estasio prosiguió:
—Yo seré siempre el mismo para ti, Nel, y te cuidaré y te defenderé como antes. Mientras estábamos prisioneros de esa gente no era posible pensar en tu salvación; ahora no es difícil: basta con que nos vayamos a la Abisinia, que no debe de estar lejos. Los abisinios son negros y semi salvajes, pero son cristianos y enemigos del Mahdi. Y si por desgracia llegásemos a caer en manos de Esmaín, no temas que se vengue. Esmaín no conocía a Gebhr y le importa un ardite de Kamis. Además, no tenemos ninguna obligación de decirle que venían con nosotros. De modo que si llegamos a Abisinia estamos salvados, y si no, nunca estaremos peor que antes, porque no es posible que existan en el mundo hombres tan feroces. Anímate, Nel, y no temas —concluyó diciendo Estasio, acariciándola para excitar más la confianza en ella.
Pero la niña apenas se atrevía a levantar los ojos, y como dudando decir algo que la atormentaba, se abrazó más a Estasio y muy bajito, con un temblor en la voz, exclamó al fin:
—¡Estasio!…
—¿Qué quieres, Nel?
—¿Y ellos no vendrán aquí?
—¿Quiénes? —preguntó el muchacho, extrañado de la pregunta.
—Ellos, los muertos.
—¡Qué ocurrencia, Nel!
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
Y al pronunciar estas palabras sus descoloridos labios comenzaron a temblar.
Estasio no contestó. No creía que los muertos pudieran ir a molestarlos, pero, como era de noche y los cadáveres no estaban muy lejos, comenzó a sentir una extraña inquietud y desasosiego. A pesar de ello logró dominarse y procuró tranquilizar a la niña, diciéndole:
—¡No creas esas cosas, Nel! Dinah te enseñó a tener miedo a los muertos. Los muertos…
No pudo terminar, porque en aquel momento, allá, en el fondo del barranco, hacia donde los cadáveres yacían, resonó una explosión de horribles carcajadas, en las que se mezclaban desesperación y alegría, dolor, ferocidad, ironía y llanto, algo así como aterradoras carcajadas de locos o condenados.
Nel dio un grito de espanto, asiéndose fuertemente a Estasio, a quien se le heló la sangre en las venas. Saba se levantó de un salto y se puso a ladrar furiosamente. Pero Kali, que estaba sentado junto a él, levantó tranquilo la cabeza y dijo sonriendo:
—No temer, señor; son las hienas que se ríen de Gebhr y del león…