Capítulo 21

—¿Por qué no encontramos a Esmaín después de haber andado tanto? —preguntó Nel a Estasio.

—No lo sé, Nel —respondió este.

—Y ¿por qué no paramos un poco?

—Seguramente Gebhr no quiere detenerse para llegar cuanto antes a un lugar donde haya negros. ¿Quisieras encontrar pronto a Esmaín?

La niña hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—¿Tienes mucho interés en ello? —le preguntó el muchacho.

—Sí, porque quizá cuando él esté delante Gebhr no se atreva a maltratar tanto al pobre Kali.

—No creo que Esmaín tenga mejores entrañas, Nel. Todos tratan del mismo modo a sus esclavos.

Estas palabras causaron una profunda impresión en la niña y de sus ojos brotaron dos gruesas lágrimas.

Era el noveno día de viaje. En las primeras jornadas le fue fácil a Gebhr, que dirigía la caravana, seguir el rastro de Esmaín por las huellas del fuego; pero al cabo de cinco días el viento había dispersado tanto las llamas, que había arrasado una extensión inmensa, y se encontró desorientado, sin saber hacia qué lado dirigirse.

Andando, pues, sin rumbo, llegaron a una región poblada de bosques, a la salida de los cuales se encontraron con un terreno pedregoso y lleno de rocas. La vegetación era allí muy escasa. Sólo por entre las rocas asomaban las ramas de alguna mimosa y unos árboles de enhiesto tronco, que, en idioma ki-swahili, Kali llamaba m’ti, cuyas verdes y transparentes hojas servían de pasto a las cabalgaduras. No se adivinaban señales de la existencia de ningún manantial ni riachuelo, pero como se iniciaba la época de lluvias no escaseaba el agua. Más los angustiaba la escasez de víveres, pues el emir los había provisto para tres jornadas únicamente, y el paso de Esmaín iba asolando aquellos contornos, sin dejar un ser con vida. Hubieran perecido de hambre a no ser por la enormidad de aves terreras que habitaban por allí. Con frecuencia saltaban de entre las patas de los caballos, y eran de vuelo tan pesado y lento que hasta Saba les daba alcance sin ninguna dificultad. Kamis cazaba alguna con una carabina vieja que en el camino de Omdurmán a Fashoda le había regalado uno de los hombres de la caravana de Hatim. También hubieran podido matar alguno de los antílopes que aparecían de cuando en cuando entre las rocas con el fusil de Estasio, pero Gebhr prefería privarse de ese alimento a entregar el arma al muchacho, que era el único que sabía manejarla.

Después de tantos días de andar a la ventura, el árabe comenzaba a preocuparse, temiendo perderse por aquellas soledades desconocidas para él, y con el peligro, además, de caer en cualquier momento entre las garras de las fieras, o en poder de alguna tribu de negros enfurecida por la persecución de Esmaín.

A no ser por el temor que la severidad de las palabras del emir le habían infundido, hubiera regresado a Fashoda sin perderse en nuevas aventuras, pero como no sabía nada de su marcha a Lado y tenía el encargo de encontrar a Esmaín, por nada del mundo se hubiera atrevido a volver a su presencia sin haber cumplido su misión.

Exasperado por tantos contratiempos, la ferocidad de su carácter se había redoblado, y no atreviéndose a descargar su malhumor sobre los niños se ensañaba en las espaldas del pobre Kali, las cuales cruzaba a latigazos todos los días, hasta que vertían sangre.

El infeliz negro se llegaba hasta él temblando, se abrazaba a sus rodillas y le besaba los pies para aplacar su furia, pero todo era en vano, pues el corazón de hiena de Gebhr no se compadecía ante nada y contestaba a todo a golpes y patadas. Para que no se fugase le ponían por la noche en un cepo, y durante el día le llevaban atado con una cuerda al caballo de Gebhr, lo cual divertía mucho a Kamis. Nel lloraba compadecida del pobre negrito, y Estasio, sin poder contener su indignación, había tratado varias veces de oponerse a estos excesos; pero viendo que su intervención no hacía más que avivar la cólera de aquel salvaje, optó por no decir nada. Naturalmente Kali comprendió que aquellos dos niños se interesaban por él y le compadecían, y en el fondo de su humilde y triste corazón fue naciendo un cariño entrañable hacia ellos.

Llevaban ya dos días caminando cuesta arriba, entre las vertientes de un estrecho barranco, a cuya cima tenía prisa Gebhr por llegar para dominar desde allí los alrededores. Por sus vertientes crecía algo de hierba, muchos espinos y algún árbol. A veces se estrechaba en angostísimas cañadas, y otras se ensanchaba formando pequeños valles rodeados de escarpadas rocas, entre las que jugueteaban algunos monos, que al verse sorprendidos por los viajeros se ponían a aullar, enseñándoles los dientes.

Eran ya las cinco de la tarde, y como el sol empezaba a declinar, Gebhr ansiaba llegar a uno de aquellos pequeños valles para pasar la noche. Saba, al ver a los monos, se lanzó tras ellos, perdiéndose de vista por las revueltas del camino; pero en el acto volvió corriendo a todo correr, asustado, con el rabo entre piernas y la cola erizada. Al verle llegar de aquel modo, Gebhr y los beduinos comprendieron que el atrevido mastín había visto algo extraordinario que le había aterrorizado, y picaron espuelas para averiguar de qué se trataba.

Pero al primer recodo del camino se plantaron los caballos como clavados en tierra, y no sin causa justificada. En el centro de una pequeña hondonada, y sobre una roca atravesada en el camino, estaba echado un león, el cual, al divisarlos, se levantó sobre las patas delanteras y se quedó mirándolos de hito en hito. Iluminado por el sol, que hería de soslayo su enorme cabeza y su ancho pecho, tenía la apariencia de una de esas esfinges que adornan la entrada de los antiguos templos egipcios. Ante la presencia del temible animal los caballos se encabritaron, forcejeando por retroceder. «Alah! Bismilah! Alah akbar!», exclamaban los jinetes, no menos aterrorizados y sin saber qué hacer, mientras el rey de la selva no apartaba sus ojos de ellos, inmóvil como una estatua de bronce.

Gebhr sabía que cuando los viajeros se encuentran en semejante apuro suelen dispersarse, desviándose del camino, para desaparecer a los ojos del león, pero como en el lugar donde se hallaban era imposible hacerlo, no tenían más remedio que retroceder, y en este caso la fiera se arrojaría sobre ellos. Todos se preguntaban, aterrados, qué debían hacer.

—Quizá nos deje pasar —dijo uno.

—¡Imposible! —exclamó otro.

Hubo un momento de angustioso silencio en el que se percibía claramente el anheloso respirar de los jinetes y de los caballos.

De pronto Kamis exclamó, como quien ha hallado la solución a un grave problema:

—¡Suelta a Kali! Los demás huiremos y el león se cebará en él.

A Gebhr le pareció muy acertado el consejo, pero temió que el muchacho, al verse libre, trepara velozmente por la vertiente, y el león, en ese caso, se echara sobre ellos. Entonces cruzó por su mente un pensamiento espantosamente cruel: degollar al negro y echarlo al camino. El león, al ver la sangre, se detendría dándoles tiempo para escapar. Y sin vacilar ni decir una palabra arrastró con la cuerda a Kali hasta la montura y levantó el cuchillo. Pero Estasio, comprendiendo su criminal intención, se abalanzó sobre él y, asiéndole de la manga, detuvo el golpe.

—¡Déjame, perro! —gritó Gebhr, loco de furor—. Que si Kali no basta, ¡por Alá, que os degüello a vosotros también!

Estasio, al oír esto, se estremeció de horror. Si aquel bárbaro degollaba al negro, y el león, ciego en su carrera, saltaba por encima del cadáver lanzándose sobre la caravana, él y Nel estaban perdidos. Hizo un esfuerzo sobrehumano y, tirando al árabe de la manga con todas sus fuerzas, gritó:

—Dame el fusil, y yo mataré al león.

Los beduinos quedaron asombrados al oír tal proposición, pero Kamis, que recordaba las proezas realizadas por el muchacho en Port Said, gritó a Gebhr:

—¡Sí, dáselo, que él lo matará!

Gebhr, sin esperar más, pues el tiempo apremiaba, le entregó el arma.

Kamis abrió rápidamente la caja de las municiones, con las que Estasio se llenó el bolsillo, y saltando del caballo cargó el fusil y echó andar.

En los primeros instantes iba como aturdido; le parecía verse a sí mismo y a Nel degollados y arrojados al camino, pero le sacó en seguida de ese aturdimiento el león que tenía delante. Al verlo tuvo la sensación de que se le nublaban los ojos, sintió frío en la cara, como si tuviera plomo en los pies, y un nudo le apretó la garganta. Había leído cacerías de leones en sus libros, en Port Said, pero una cosa era imaginárselo y otra enfrentarse con aquel monstruo, que a su vez, frunciendo el ceño, le miraba como sorprendido.

Los de la caravana no se atrevían ni a respirar. Jamás en su vida habían visto una lucha tan gigantescamente desigual. Por una parte una criatura, que ante la inmensidad de las rocas que ceñían el valle parecía un pigmeo, y por otra aquel coloso, envuelto en los últimos rayos del sol, imponente y amenazador: «el señor de la gran cabeza», como lo denominaban los del Sudán.

Estasio, conteniendo su emoción, recobró el ánimo y avanzó más. No obstante, hubo un momento en que le pareció que el corazón se le subía a la garganta.

Al fin se detuvo; se echó el fusil a la cara y dudó un instante entre disparar o avanzar más. Decidido a esto último, por no errar el tiro, siguió adelantando hasta ponerse a cuarenta, a treinta, a veinte pasos, hasta percibir el hedor de la fiera. Entonces se detuvo, se persignó y apuntó, diciéndose a sí mismo:

—O atino al entrecejo, o muero.

Entretanto el león se levantó, encogió los lomos, agachó la cabeza, dejó caer los belfos y frunció el ceño, como asombrado de que un ser tan insignificante se atreviera a acercársele tanto. Ya estaba midiendo el salto para arrojarse sobre él, cuando Estasio, fija la puntería, apretó el gatillo. Sonó el disparo, retumbando por entre las rocas, el animal se estiró cuan largo era, desplomándose en seguida y revolcándose por la roca, hasta caer en el fondo del barranco. Estasio le siguió con la vista, sin bajar el arma, y, al ver que ya no se movía y que no daba ni la menor señal de vida, la abrió y cargó de nuevo.

Por el barranco seguían retumbando los ecos del disparo. Gebhr, Kamis y los beduinos no podían ver lo que ocurría por ocultárselo el humo de la pólvora, pero en cuanto se hubo disipado y se dieron cuenta de que el león había muerto, locos de alegría quisieron correr adonde Estasio se hallaba, pero los caballos, asustados todavía, se resistieron.

Entonces el muchacho se acercó a ellos, y, envolviéndolos en sus miradas, clavó los ojos en Gebhr, y apretando los dientes se le enfrentó diciéndole:

—¡Basta ya, ladrón! ¡Ya no nos matarás ni a Nel, ni a mí, ni a nadie!

Y sin desmayar un instante alzó el fusil, enfiló la puntería, y resonaron dos tiros… Gebhr se desplomó como un costal de arena, y Kamis cayó de bruces sobre su caballo.

Los beduinos dieron un grito de terror, y saltando de sus cabalgaduras corrieron hacia él, cuchillo en mano.

Pero el muchacho, aunque esperaba que, al ver la suerte de sus compañeros, buscaran su salvación en la fuga, al verlos acercarse no perdió la serenidad ni se intimidó; cargó de nuevo y se volvieron a oír otros dos estampidos siniestros. Los beduinos rodaron por el suelo, revolcándose en él, como en la arena los peces recién sacados del agua.

Uno de ellos, malherido a causa de la precipitación con que disparó Estasio, trató de incorporarse, pero al apoyarse en las manos, Saba se arrojó sobre él y le hundió los colmillos en la nuca.

Siguió a esto un silencio sepulcral, y por fin Kali, que había presenciado aquella escena lleno de terror, empezó a dar fuertes alaridos y a decir en lenguaje ki-swahili, postrado de rodillas a los pies de Estasio y tendiendo hacia él sus brazos:

Bwana Kubwa! Bwana Kubwa![11] ¡Matar al león, matar a los malos, pero no matar a Kali!

El muchacho permaneció un rato inmóvil, sin escuchar los gritos del negro, como fuera de sí mismo. Luego dirigió la vista hacia Nel, y al verla desencajada, con los ojos saliéndosele de las órbitas y pálida como la cera, recobró en seguida la serenidad y, saliendo de su turbación, corrió hacia ella.

—¡No te asustes, Nel! ¡No temas nada, que ya estamos libres!

Y verdaderamente estaban libres, pero perdidos en un desierto, en pleno corazón de la Nigricia.