Capítulo 20

El anciano Hatim, que así se llamaba el jefe del correo, cumplió fielmente la palabra que diera al griego de cuidar a los niños con toda solicitud. No obstante, el camino del Nilo fue muy molesto. Pasaron por Katain, El Dueim y Kawa, y vieron la isleta de Abba, situada en el centro del río y rodeada de bosque, en la cual había vivido solitario el Mahdi antes de la guerra. Con frecuencia les impedían el paso los pantanos de que los misioneros habían hablado a Estasio, los cuales era preciso rodear, y de los que se desprendía un hedor insoportable. Antes de la guerra, el viaje se hacía por el mismo Nilo, pero las hordas del Mahdi, para dificultar las comunicaciones, habían dejado crecer los cañaverales que ahora lo obstruían, y el camino, en la actualidad, era mucho más largo y penoso.

Durante las dos primeras semanas encontraron al paso algunas cabañas árabes, de pobrísimo aspecto, hechas con barro y paja, pero al dejar a sus espaldas la isleta de Abba entraron de lleno en el país de los Negros.

Se hallaba completamente despoblado en aquel entonces, pues sus infelices habitantes o habían sido asesinados por los secuaces del Mahdi, o vendidos como esclavos en los mercados de Kartúm, Omdurmán, Dar, Faser, y en las demás ciudades del Sudán, Darfur y Kordofán. Los pocos que habían logrado huir, refugiándose en los bosques, habían perecido por el hambre, la viruela o la fiebre. Sus plantaciones de bananos y zahina se habían convertido en espesos matorrales, en los que anidaban las fieras, multiplicándose.

Más de una vez divisaron a lo lejos manadas de elefantes, que parecían rocas por su inmovilidad. Hatim, al verlos, sentía renacer en él su antigua afición a este género de caza, y sin poder contener su indignación se volvía a Estasio diciéndole:

—¿Ves cuánta riqueza perdida, muchacho? Antes el mercado del marfil era un gran negocio, pero hoy, desde que el Mahdi ha cerrado la puerta al comercio de Egipto, todo esto que ves no vale un comino.

También aparecían de vez en cuando gigantescas jirafas, las cuales, al divisar la caravana, huían asustadas con pesado galopar, cimbreando sus largos cuellos. Pero lo que más distraía la vista de, los viajeros eran las manadas de antílopes, que también abundaban. Cada intento de perseguirlos y darles alcance fue frustrado, pues los astutos y despiertos animales no se dejaban sorprender ni rodear. Hubiera sido una gran suerte para los viajeros poder capturar alguno, pues las provisiones escaseaban de día en día, y el país estaba tan abandonado que les era imposible hallar ni mijo, ni bananas, ni peces, que en otros tiempos suministraban las tribus de Syluk y Dinka a cambio de abalorios y otras chucherías.

A pesar de lo alarmante de la situación, Hatim, el anciano jefe del correo, no dejaba que los niños pasaran hambre, y, lo que valía mucho más aún, tenía atemorizado al cruel Gebhr, a quien, por haberse atrevido una noche a poner la mano encima de Estasio mientras desalbardaba las cabalgaduras, le mandó dar, tendido en tierra, treinta cañazos con un bambú en las plantas de los pies. Durante dos días tuvo que andar apoyado sobre los dedos, maldiciendo la hora en que había salido de El Fayum y cebando su furor en un pobre muchacho negro, llamado Kali, que le habían regalado como esclavo.

Estasio se alegraba de haber dejado Omdurmán y de ver aquellas tierras. Su fuerte organismo resistía muy bien las fatigas del viaje, y a medida que el alimento le iba haciendo recuperar las energías perdidas, y con ellas el buen humor, empezaba a acariciar nuevas esperanzas, que refería a Nel mientras cabalgaban, para tranquilizarla. Lo único que le preocupaba era la salud de su compañerita, pues, aunque no se había presentado la fiebre, a la tercera semana de camino su rostro y sus manos empezaron a palidecer y a transparentarse como si fueran de cera. Todos los días, desde que llegaron a Goz-Abu-Guma, le daba media toma de quinina para preservarla de la calentura, pero le angustiaba el temor de que esta les pudiera faltar cuando más la necesitaran, y lo único que le consolaba era pensar que si Esmaín quería obtener por ellos el rescate de los suyos, les tendría que procurar un clima más saludable que el de Fashoda.

Sin embargo, la desgracia parecía ensañarse con sus víctimas. Cuando faltaban sólo veinticuatro horas para llegar al término de su viaje, Dinah, la criada negra, que ya en Omdurmán había empezado a sentirse mal, al abrir la maleta de Nel perdió el conocimiento y cayó del camello. Estasio y Kamis le dieron fricciones para hacerle recobrar el sentido, pero no lo recobró hasta el anochecer, y desgraciadamente, sólo por un momento, pues no hizo más que despedirse de su adorada Nel y exhalar el último suspiro. Gebhr se empeñó en cortarle las orejas, como se hacía en el tráfico de esclavos, para obtener por ella la recompensa correspondiente de Esmaín; pero Hatim, atendiendo las súplicas de Nel y Estasio, se opuso terminantemente a que lo hiciera, y le dieron sepultura, cubriéndola con piedras y zarzas para defender el cadáver de la voracidad de las hienas.

Fue una pérdida muy dolorosa para los niños, especialmente para Nel, y con esta nueva desgracia, después de la sexta semana de viaje, llegaron, no a la ciudad, sino a las ruinas de Fashoda, ya que los mahadistas, que la habían arrasado, vivían a la intemperie o en chozas improvisadas con hierbas y ramas secas. La única habitación digna de este nombre era un barracón, que había sido almacén de marfil y ahora servía de vivienda al emir Seki-Tamala. Este emir era muy querido de los mahadistas, enemigo secreto de Abdullahí, y amigo sincero de Hatim, el viejo jefe del correo.

Por esa amistad, precisamente, los recibió con visibles muestras de simpatía, pero, muy a pesar suyo, tuvo que comunicarles una noticia desagradable. Esmaín no estaba en Fashoda. Hacía dos días que había salido en dirección al sudeste del Nilo, a la caza de esclavos, y era de suponer que tardaría mucho en regresar, porque tendría que internarse por la Nigricia a causa de que las comarcas vecinas estaban muy despobladas, y no podía aventurarse a penetrar en la Abisinia con sólo trescientos hombres que llevaba con él.

El emir se llevó a cenar a su casa al viejo Hatim y a los niños únicamente, y durante la cena trataron de lo que podrían hacer en tales circunstancias a favor de los muchachos.

—Yo —decía—, tengo que partir en seguida con toda mi gente contra el bajá Emín[10], que se encuentra en Lado con barcos y tropas. Esta es, Hatim, la orden que acabas de traerme tú mismo. Tú tienes que volver a Omdurmán, y no quedará un alma en Fashoda. Aquí los muchachos no tendrán qué comer, ni dónde poder vivir con alguna tranquilidad, ni resistirán la fiebre, si es que se libran de la viruela, que por esta región suele respetar a los blancos.

—Yo he cumplido mi misión trayéndolos —dijo el viejo Hatim—, pero en atención a mi amigo, el griego Caliopuli, que me los ha recomendado con mucho interés, no quisiera que fueran víctimas de ninguna de esas desgracias.

—Pues aquí morirán sin remedio —replicó el emir.

—¿Qué podríamos hacer con ellos, entonces?

—Llevarlos a Esmaín. Por lo menos, en la montaña, adonde él se ha dirigido, el aire es más sano y no los atacará la fiebre.

—¿Y cómo podrán encontrarle?

—No les será difícil. Para echar a los negros de sus cuevas y escondrijos y poder cazarlos, lo mismo que para acorralar a las fieras en los barrancos para tener provisiones, Esmaín habrá de incendiar los breñales. Y siguiendo el rastro del fuego podrán encontrarle.

—¿Y podrán darle alcance?

—Esmaín habrá de detenerse semanas enteras para ordenar la caza; por lo tanto, no hay duda de que al cabo de unas cuantas jornadas darán con él.

—¿No sería mejor —replicó Hatim—, que le esperaran aquí hasta su regreso?

—Se exponen a esperar inútilmente —respondió el emir—. Si Esmaín logra cazar un buen número de esclavos, no volverá a Fashoda, sino que los conducirá directamente a los mercados más próximos.

—A pesar de todo, no sé qué hacer.

—No hay otro recurso —dijo el emir—. Si no lo hacemos así, en cuanto nosotros salgamos de Fashoda los niños perecerán de fiebre o de hambre.

Fatalmente, no quedaba más solución que exponer a los niños a las fatigas y peligros de un nuevo viaje. Sin embargo, Hatim, que demostraba tener un excelente corazón, temiendo los excesos del brutal Gebhr, le confió al emir sus temores, y este hizo llamar al árabe y, con aquella severidad que hacía temblar a sus soldados, le ordenó que condujera a los niños a Esmaín y los tratara bien, porque de lo contrario, a la menor queja, moriría en la horca.

Las previsiones del buen Hatim llegaron aún más lejos y suplicó al emir que le diera a Nel una esclava para que la sirviera en el camino. El emir le complació una vez más, y puso al servicio de la niña una negrita joven, de rostro amable y de trato bondadoso.

Con todo lo expuesto, Estasio comprendió que en Fashoda los esperaba una muerte segura, y no sintió tener que emprender un nuevo viaje; al contrario, más bien se alegró, porque apuntó en su alma una pequeña esperanza de huir al acercarse a Abisinia, y de hallar por lo menos en la montaña un clima más favorable a la salud de Nel. Así, pues, empezó a hacer los preparativos para la marcha, muy de buen grado.

También Kamis, Gebhr y los beduinos se aprestaron gustosos a salir de allí, ansiosos de escapar de Hatim y de Seki-Tamala, y entusiasmados con la idea de hacerse ricos con la caza de negros junto a Esmaín, pues eran muchos los que por este medio habían llegado a poseer cuantiosas fortunas.

Como los camellos no podían servir para esta nueva expedición, se dispuso que la hicieran a caballo. Kali y Mea, que ese fue el nombre que Estasio quiso dar a la esclava, los seguirían a pie. Hatim, llevando su bondad y su previsión aún más allá, les proporcionó un burrito para que condujera una tienda de campaña, donde la niña pudiera pasar las noches, y con una manta, cañas de bambú y sogas de palmera hizo colocar en el caballo de Nel un asiento bastante cómodo. Se emplearon tres días en estos preparativos, transcurridos los cuales Estasio suplicó al emir que les permitiera marcharse lo antes posible, porque las nubes de moscas y mosquitos que se levantaban del río hacían la estancia insoportable en Fashoda, y teniendo en cuenta, además, que se acercaba la época de las lluvias de primavera.