A pesar de la visita al Profeta, la enfermedad de Idrys no se alivió, antes al contrario, durante la noche aumentó la fiebre y a la mañana siguiente estaba sin conocimiento.
Aquella misma mañana el califa hizo llamar a Kamis, Gebhr y los beduinos, y después de cubrirlos de alabanzas por los peligros a que por el Profeta se habían expuesto, les dio por toda recompensa una libra egipcia y un caballo.
Se indignaron de tal manera los beduinos ante esto que faltó poco para que la emprendieran a golpes con Gebhr, y al fin decidieron ir a Fashoda para obtener de Esmaín mejor recompensa.
Esto hizo que empezara para los niños una semana de martirio.
Gebhr no se acordaba ni de darles de comer, y no fue poco que permitiera a Estasio ir al mercado con la moneda que le había regalado el griego. Nuevas desventuras cayeron allí sobre el muchacho, pues al verle solo el populacho le recibió a pedradas, y sólo los frenó el recordar haberle visto en casa del Profeta.
A Estasio no le intimidó aquella agresión, y compró a muy alto precio, a falta de dátiles, un poco de arroz para Nel; pero no pudo probarlo, pues Gebhr le esperaba impaciente para arrebatárselo para su hermano enfermo. El muchacho se defendió valientemente, y los dos se trabaron en una lucha desigual, de la que Estasio salió molido a puñetazos.
Kamis, pagando con la más negra ingratitud los favores que de él había recibido, reíase también de sus padecimientos. Un día en que le vio dar al perro un trozo de carne, Estasio le rogó que al menos tuviera compasión de Nel y le diera un bocado, y Kamis, echándose a reír, le respondió que se fuera a pedir limosna.
Y, efectivamente, el niño se vio reducido a este último recurso para salvar a su amiguita. Por fortuna no fue absolutamente en vano, pues algunos de los soldados egipcios que habían desertado, pasándose al Mahdi, le daban limosna.
En cierta ocasión encontró a un misionero y a una hermana de la Caridad, los cuales, compadecidos de su situación, le dieron cuanto tenían, a pesar de que ellos mismos se morían de hambre. Le prometieron ir a visitarlos al día siguiente con la esperanza de que Gebhr les permitiese llevárselos con ellos hasta el día de la marcha. Cumplieron su promesa; pero Gebhr, al oír su proposición, los hizo salir a latigazos.
Cuando Estasio volvió a encontrarlos al día siguiente, le proveyeron de un poco de arroz y de unas tomas de quinina. Le recomendaron que las guardara bien, y le dieron además algunas instrucciones muy necesarias respecto del viaje que iban a emprender.
—El camino que vais a seguir —le dijeron—, se abre a lo largo del Nilo, pero como el río está ahora poblado de cañaverales y no puede correr por su cauce libremente, se desborda por las orillas y forma pantanos cenagosos, en los que se engendra una fiebre que no perdona ni a los mismos negros. Para libraros de esa fiebre tan maligna cuidad, sobre todo, de no pasar las noches sin fuego, ni sobre la tierra desnuda.
—¡Mejor sería que nos muriésemos! —exclamó sollozando Estasio.
El misionero levantó sus ojos al cielo, y después de orar un momento le bendijo, diciéndole:
—No, hijo mío. Confía en Dios; no has renegado de Él, y no te faltará su misericordia.
En los siguientes días, para que no le faltase alimento a Nel, Estasio intentó ganar alguna cosa trabajando. Vio una multitud de jornaleros en la plaza, que estaban haciendo adobes, y se incorporó a ellos, y aunque le recibieron con risotadas y empellones no se arredró. Al final de la jornada el capataz que cuidaba las obras le dio una docena de higos, y fue la mejor paga que pudieron darle, pues en Omdurmán andaban muy escasos y eran el alimento más nutritivo para Nel.
Loco de alegría corrió al barracón para entregárselos a la niña, como solía hacerlo con todas las limosnas que recibía, pues él se alimentaba únicamente de los puñados de maíz que robaba a los camellos. Pero Nel, aunque se alegró mucho de ver aquella fruta que tanto le gustaba, no quiso probarla sin que Estasio comiera también, y, poniéndose de puntillas y echándole los brazos al cuello, insistía para que comiese algunos.
—No, Nel, yo he comido hasta hartarme —replicaba Estasio.
Pero al decir esto se mordió los labios para que las lágrimas no brotaran de sus ojos, pues hacía veinticuatro horas que no probaba bocado.
No obstante, contento de haber proporcionado aquella satisfacción a su compañerita, se propuso volver al día siguiente al mismo trabajo, pero la suerte lo dispuso de otro modo.
A primera hora de la mañana llegó un criado de Abdullahí anunciando que aquella noche salía el correo para Fashoda, al cual debían incorporarse Idrys, Gebhr, Kamis y los beduinos con los pequeños.
Gebhr quedó extremadamente sorprendido con aquella orden, y lleno de indignación respondió al enviado que no iría; primero porque su hermano estaba enfermo y necesitaba de sus cuidados, y además porque su voluntad era quedarse en Omdurmán.
—El Mahdi no tiene más que una palabra —respondió el criado—, y ni él, ni su califa Abdullahí, mi señor, acostumbran repetir sus órdenes. A tu hermano le cuidará un esclavo, y tú irás a Fashoda.
—Me presentaré al califa y le manifestaré que no voy.
—Al califa sólo se acerca, aquel que es llamado. Y si intentas abrirte paso por fuerza, lo pagarás con la horca.
—¡Por Alá! ¿Conque se me trata como un esclavo? —protestó Gebhr.
—¡Calla y obedece!
En aquel momento acudió a la memoria de Gebhr una horca doblada bajo el peso de los ajusticiados, que había visto en Omdurmán y que diariamente era renovada por orden del sanguinario califa, y guardó silencio. Recordó también que todo el mundo proclamaba que el Mahdi tenía una voluntad de hierro, y que ni él ni Abdullahí repetían jamás las órdenes. Por lo tanto, no cabía más que obedecer y marchar de allí.
«¡No veré más a mi hermano!», pensó, y a pesar de sus instintos salvajes sintió que el corazón se le partía de dolor y de rabia. Kamis y los beduinos trataron de consolarle, diciéndole que en Fashoda estarían mejor, y que Esmaín sería más generoso. Pero todo fue en vano; no había palabras que aplacaran su ira, la cual fue a descargar sobre Estasio. Aquel fue un día de martirio para el muchacho; rendido de hambre, sin poder ganarse el alimento de aquel día con el trabajo ni pidiendo limosna, le hicieron trabajar como un esclavo aparejando las cabalgaduras. Sólo le consolaba la esperanza de su próxima muerte, pues lo que no consiguieran las fatigas del viaje lo conseguiría el trato despiadado del feroz Gebhr.
En medio de todo, quiso la suerte que, momentos antes de partir, se presentara el griego, quien, llevado de sus buenos sentimientos, no quiso que se marcharan sin despedirse de los niños y darles alguna provisión para el camino. Les llevó unos paquetes de quinina, algunos abalorios y víveres, y al enterarse de la enfermedad de Idrys se volvió a Gebhr y a los beduinos y les dijo:
—¿Sabéis que me envía el Mahdi?
Al oír esto, aquellos hicieron una profunda reverencia, y él continuó:
—El Profeta os ordena que tratéis bien a estos niños durante el camino, y les deis todo cuanto hayan menester. Al llegar a presencia de Esmaín, ellos le darán cuenta de vuestro comportamiento, respecto al cual escribirá él al Profeta, y si el informe no es de su agrado, con el correo siguiente recibiréis la sentencia de muerte.
Como única respuesta, Gebhr y Kamis volvieron a inclinarse profundamente, y en sus rostros se dibujaron los gestos del perro al que ponen un bozal.
El griego les mandó después retirarse, y dirigiéndose a los niños les dijo:
—Todo esto que acabo de decir es invención mía, pues el Mahdi no ha vuelto a dar ninguna disposición respecto a vosotros. Pero como ha ordenado que se os conduzca hasta Fashoda, es evidente que su voluntad es que lleguéis allí con vida. Además, ninguno de ellos volverá a ver ni al califa ni al Profeta. Con respecto a ti —añadió, dirigiéndose a Estasio—, estoy muy disgustado porque tu atrevimiento ha estado a punto de perderme. Abdullahí me ha obligado a darle la mitad de mis bienes, a fin de reconciliarme con el Mahdi, y dudo de que esto me valga para mucho tiempo. Ahora me será imposible seguir socorriendo a los cautivos, como lo hacía. Pero me inspiráis compasión, sobre todo esta pequeña. Yo tengo también una hijita como ella, a quien amo más que a mi vida. Por ella lo he hecho todo. ¡Que Dios me lo tenga en cuenta! Lleva escondida bajo su vestidito una crucecita de plata. Se llama como tú, querida mía. Si no fuera por ella, preferiría mil veces la muerte antes que vivir en este infierno.
Calló un momento para calmar su emoción, y, enjugándose el sudor que le bañaba la frente, prosiguió:
—El Mahdi os envía a Fashoda seguro de que allí moriréis. De este modo se vengará de ti por tu negativa, que le ha llegado al alma, y no perderá su fama de misericordioso. ¡Tiene una maldad muy refinada! Pero ¡quién sabe a quién está predestinada antes la muerte! Abdullahí le ha sugerido la idea de enviar con vosotros a vuestros secuestradores, por temor a que divulguen la ruindad con que se los ha recompensado y hagan saber que aún existen en Egipto, soldados, armamento, dinero e ingleses. Será un viaje muy largo y muy molesto, porque tendréis que atravesar un país desierto y malsano. Así es que debéis conservar estos polvos de quinina, como un tesoro.
—Señor, ordenad de nuevo a Gebhr que no maltrate a Nel —exclamó Estasio.
—No temáis. Os he recomendado al jefe del correo que va con vosotros. Es un anciano muy amigo mío. Le he dado un reloj y eso ha bastado para ganarme la seguridad de que ha de protegeros.
Después de esto tomó en brazos a Nel para despedirse de ella, y estrechándola contra su pecho exclamó, emocionado:
—¡Dios te bendiga, hija mía!
El sol se hundió en el ocaso, apareció la noche con su manto de estrellas, y en medio del silencio que los envolvía a todos se oyó el relinchar de los caballos y el mugir de los camellos ya preparados para la marcha.