Capítulo 17

Después de infinidad de vueltas por tortuosos callejones, llegaron por fin al mercado, situado en el centro de la ciudad, y lo primero que vieron fue un gran número de lisiados, macilentos y cubiertos con harapos, que se apiñaban como moscas en los tenduchos de comestibles. Aquellos infelices eran las víctimas de la ferocidad de las leyes del Mahdi, las cuales, por el hurto más insignificante o la ocultación del botín, castigaban con la mutilación, y en ciertos casos, por el solo uso del tabaco se condenaba a ser azotado hasta sangrar. Pero el castigo más generalizado era la confiscación de bienes, en el que la codicia de los califas llevaba una buena parte, por lo que de día en día aumentaba el número de los pordioseros, los cuales morían de hambre a consecuencia de la carestía de la vida.

Entre tantas cosas que clamaban al cielo, lo que más llamó la atención de Estasio fue una caña de bambú enhiesta en medio de la plaza, en cuyo extremo colgaba una cabeza humana. Tenía el rostro apergaminado y casi negro, pero la barba y los cabellos eran blancos como la nieve.

Preguntó qué significaba aquello, y le respondió uno de los soldados del emir que era la cabeza del general Gordon.

El muchacho quedó horrorizado al oírlo, recordando las buenas cualidades que habían adornado siempre a aquel héroe, y sintió indignación al ver cómo le habían abandonado los suyos. Siempre había sentido admiración por los ingleses, por creer que su patriotismo los llevaba a hacer la guerra al mundo entero por vengar al más humilde de sus vasallos, pero el triste final del general Gordon le desengañó.

Con esto se desvaneció la última pequeña luz de esperanza que guardaba en su corazón, pues en su sencillez de niño había creído que, de fracasar los intentos de persecución contra sus secuestradores, los ingleses no cejarían de buscar a Nel, aunque fuera en la misma corte del Profeta.

Entonces empezó a comprender la amarga realidad de la situación en que se hallaban. Habían caído en las profundidades de un abismo del que no podrían salir, y todos sus esfuerzos serían inútiles, no teniendo más remedio que someterse al infortunio.

Apesadumbrado por tan dolorosa convicción, tendió con indiferencia la vista en torno suyo, y vio una hilera de barracones con telas, goma, abalorios y otras baratijas.

Los víveres escaseaban, y los puestos en que se vendían estaban materialmente invadidos por la gente. Lo único que se vendía era un poco de salazón de búfalo, antílope y jirafa y miel silvestre diluida en agua.

Por más que lo procuraba, Idrys no hallaba en ninguna parte ni higos, ni maíz, ni dátiles, por lo que estaba desesperado, y el precio de lo que podía hallar era tan excesivo, que el dinero recibido de Fátima no podría alcanzarle más que para un par de días, transcurridos los cuales se vería obligado a pedir limosna.

Entretanto regresó Nur-el-Thadil, quien, a juzgar por el humor tan agrio que traía, había tenido algún incidente desagradable con el califa, pues al preguntarle Idrys si traía noticias de Esmaín, le respondió en tono airado:

—¡Mentecato! ¿Crees tú que el califa y yo no tenemos otra cosa que hacer que averiguar dónde está Esmaín?

—¿Y qué hago yo aquí?

—¡Eso es cuenta tuya! Haz lo que te dé la gana. Te he dado albergue en mi casa, te he dado varias instrucciones, y he hecho todo cuanto podía hacer por ti.

—Pero ¿dónde pasaré la noche? —insistió Idrys.

—¿A mí que me importa? —le respondió el emir.

Y reuniendo a sus soldados le volvió la espalda. Idrys le rogó que por lo menos le enviara su gente, la cual se unió, efectivamente, a él después del mediodía. Entonces se entabló entre ellos una discusión que vino a aumentar la confusión en que se hallaba, porque no encontraban medio para salir del paso. Los beduinos le acusaban de haberlos engañado, y, no hallando otra solución mejor, decidieron retirarse a las afueras y con cañas y ramaje construir un barracón donde pudieran pasar la noche. Pronto lo hubieron levantado, y dejando a Kamis encargado de preparar alguna cosa para la cena, se fueron los demás al lugar de la oración, llevándose los niños.

Se acercaba la hora, y era tanta la gente que se dirigía hacia el mismo lugar, que no tuvieron más que seguirla para dar con él.

Este era una anchurosa plaza, cercada de un seto de espinos, que habían empezado a reemplazarse por tapias de adobes, en cuyo centro se elevaba un tablado, desde el que predicaba el Profeta.

Debajo de aquella especie de tribuna se veían, extendidas en el suelo para los califas, emires y jefes principales, algunas pieles de oveja, y alrededor e inclinadas hacia el suelo, se destacaban las banderas de los emires, cuyos variados y vivos colores les daban, desde lejos, la apariencia de ramos de flores muy vistosas.

Cerraba la plaza por sus cuatro costados el ejército del Mahdi, formando un espeso bosque con sus altas picas. A Idrys y a los suyos los dejaron pasar a las primeras filas, creyéndolos soldados de Thadil.

Al poco rato las agudas notas de una trompa de marfil anunciaron la llegada del Profeta, y cuando este entró en la plaza estalló un infernal estrépito de tambores, pitos y atabales. Se apoderó un entusiasmo indescriptible de la multitud allí reunida. Unos caían de rodillas; otros le aclamaban enviado de Alá, vencedor y misericordioso, hasta que el Profeta subió a la tribuna y entonces se hizo un silencio sepulcral.

El impostor levantó sus manos al cielo y, tapándose después los oídos con los pulgares, oró un rato.

Estasio y Nel estaban cerca y pudieron contemplarle a gusto. Era un hombre en plena edad viril, muy obeso y de tez morena. A Estasio, que era muy observador, no se le escapó que llevaba la cara también pintada. Llevaba en una oreja un pendiente de marfil, se cubría la cabeza con un turbante blanco, y llevaba los pies descalzos, pues había dejado sobre el vellón sus rojas sandalias al subir a la tribuna. Iba modestamente vestido, pero de cuando en cuando llegaban oleadas de perfume de sándalo, que el viento esparcía desde el tablado y que la multitud aspiraba con avidez.

Al contemplar aquella figura tan vulgar y tan distinta de lo que él había imaginado, Estasio no salía de su asombro.

La imagen que del feroz y sanguinario Profeta se había forjado en su imaginación era como un monstruo con cabeza de hiena o cocodrilo, y lo que tenía ante sus ojos era una cara redonda y obesa, de ojos dulces y apacible mirar, parecida a una luna llena.

El Profeta comenzó a hablar con voz tan sonora y recia, que se percibía claramente hasta en los últimos rincones de la plaza. Habló de las penas que Alá tenía preparadas para los que infringieran sus preceptos, que eran los que él les transmitía; para los que ocultaran el botín, tuvieran compasión de sus enemigos en las batallas y usaran tabaco, y para los borrachos y ladrones. Dijo que, debido a todos estos crímenes, Alá enviaba el hambre y aquella terrible peste que convertía los rostros en panales; comparó la vida presente a un cántaro agujereado, y la fe a una vaca de leche, y dijo que únicamente la fe y la victoria sobre los enemigos abre a los vencedores el Paraíso, pues el que muere por la fe en las batallas resucita en la eternidad. ¡Felices los que hallaron la muerte en ellas!

—¡Muramos por la fe! —exclamó la multitud con un clamoreo atronador.

Y acto seguido resonó de nuevo el infernal estruendo de los pitos y tambores. Los soldados chocaban los sables y las lanzas, y los gritos de adhesión y sumisión al Mahdi resonaron durante un buen rato llenando el espacio de un vocerío ensordecedor. Todo demostraba el entusiasmo bélico de aquellos fanáticos. Entonces comprendió Estasio por qué las tropas egipcias no habían podido contener su ímpetu.

Pero al fin cesó aquel estruendo, y el Mahdi prosiguió su peroración. Les refirió sus visiones, la misión que Alá le había confiado de renovar la fe y extenderla por el mundo; les dijo que todo aquel que no reconociera al Mahdi como salvador de la humanidad estaba condenado; que se aproximaba el fin del mundo, pero que la obligación de los fieles era someter antes el Egipto, la Meca y toda la tierra habitada por los infieles. Añadió que correría aún mucha sangre; que serían muchos los que no volverían a ver a su mujer y sus hijos; pero felices ellos si sucumbían por la fe.

Terminada esta arenga, extendió los brazos sobre la multitud y dijo:

—Yo, pues, Profeta y siervo de Alá, bendigo la guerra santa y os bendigo a vosotros. Bendigo vuestras fatigas, vuestras heridas, vuestra muerte y vuestras victorias, y lloro sobre vosotros como un padre enternecido ante la contemplación de sus hijos.

Terminó su discurso prorrumpiendo en amargo llanto, y en seguida resonó en la plaza un confuso gimoteo, semejante a un formidable aullido. Al descender de la tribuna, le condujeron de la mano los dos califas Abdullahí y Ah-Uled-Helu hasta el vellón, en el que se arrodilló y se puso a orar.

Idrys aprovechó este momento para preguntarle a Estasio si veía a Esmaín entre los emires.

—No —respondió el muchacho—. He mirado con mucha atención, pero no le he visto. Quizás haya muerto en Kartúm. Kamis, que le había conocido en Port Said, tampoco había podido verle.

El Profeta seguía orando, y mientras lo hacía alargaba rítmicamente los pies y las manos, como una araña, y elevaba los ojos al cielo, repitiendo como en éxtasis: «¡Él! ¡Él!».

El sol empezaba a ocultar sus rojos fulgores cuando el Profeta se levantó para dirigirse a su casa. Entonces pudieron comprobar los niños cuán grande era la veneración de aquellas turbas por su jefe, pues apenas había dejado el lugar que ocupara se arrojaban a millares sobre sus huellas, disputándose, a veces violentamente, el honor de tocar aquella tierra, que, a su juicio, adquiría la virtud de curar a los enfermos y preservar de las enfermedades.

Poco a poco fue despejándose la plaza, y cuando Idrys, sin saber qué hacer, quiso regresar a su improvisado albergue, se les acercó el griego que había dado por la mañana una moneda a Estasio y Nel, y les dijo en árabe:

—Escuchad: he hablado de vosotros al Mahdi, y el Profeta quiere veros.

—Gracias sean dadas a Alá y a vos, señor —exclamó Idrys—. ¿Habéis por ventura hallado también a Esmaín?

—Esmaín está en Fashoda —respondió el griego.

Y volviéndose después a Estasio y a Nel les dijo en inglés:

—Podría ser que el Profeta os tomara bajo su protección. Le he inducido a ello, demostrándole que de este modo su fama se extenderá entre todos los blancos. Aquí no hay más que horror y desolación, y sin que él os protegiera moriríais de hambre y miseria, o asesinados por estos fanáticos. Pero tenéis que ganaros su simpatía, y esto, muchacho, depende de ti.

—¿De mí? —exclamó sorprendido Estasio—, ¿Y qué debo hacer?

—Lo primero que has de hacer cuando estés en su presencia es hincarte de rodillas, y si te alarga la mano, bésasela con profunda veneración y ruégale que os cubra con las alas de su protección.

Al llegar a este punto el griego se interrumpió, y preguntó a los niños:

—¿Alguno de estos que os acompañan entiende inglés?

—Ninguno, señor —respondió Estasio—. El único que lo entiende es Kamis, y ese no está aquí. Idrys y Gebhr sólo entienden alguna palabra suelta.

—Pues atiende —prosiguió el griego—. El Mahdi te preguntará si quieres convertirte a su religión. Respóndele, sin vacilar, que sí; que al llegar a su presencia has sentido como si descendiera sobre ti una luz invisible. Acuérdate bien: «una luz invisible»… Esto le halagará y es posible que te adopte y te haga uno de sus mulacíes, es decir, uno de sus más íntimos servidores. En tal caso nada os faltará y gozaréis de abundancia y comodidades, y estaréis al amparo de las enfermedades que asuelan el país. Si no lo haces, recuerda que te pierdes a ti, a esta criaturita y a mí mismo, que sólo deseo vuestro bien. ¿Has comprendido?

Estasio apretó los dientes y frunció el ceño, y en su rostro se reflejó una gran preocupación. El griego lo observó y siguió diciendo:

—Sé cuán duro es esto pequeño, pero no hay más remedio. Todos los que sobrevivieron al desastre de Kartúm han tenido que hacerlo así para conservar la vida. También es cierto que los misioneros y las religiosas católicas no han querido someterse, pero su situación es muy distinta de la nuestra: el Corán manda respetar la vida de los sacerdotes, y, aunque llena de grandes privaciones y sacrificios, la tienen segura. Todos los demás, alemanes, italianos, coptos, ingleses, griegos, y yo mismo, hemos abrazado el mahometanismo para salvar el pellejo.

Y a pesar de que estaba seguro de que nadie más que Estasio le entendía, bajó la voz para añadir:

—No creas que esto es renegar de la fe. Cada uno guarda la suya en el fondo de la conciencia, y Dios lo ve. Ante tanta fuerza mayor no hay más remedio que fingir doblegarse. Sería una gran locura perder la vida por no decir dos o tres palabras que no significan nada y en el fondo del alma se pueden desmentir. Además, recuerda que tú eres responsable de esa pobre niña, y no tienes derecho a poner en peligro su vida. Te aseguro que, si Dios nos ayuda a salir de esta situación, ni a ti ni a nosotros podrá nadie echarnos en cara nuestra conducta.

Es posible que el griego, al hablar de este modo, intentara engañar su propia conciencia, pero más le engañó a él el silencio de Estasio, pues creyéndole ya convencido y que su silencio era debido al miedo únicamente, trató de animarle diciendo:

—El Mahdi vive aquí, en estos barracones, porque prefiere habitar en ellos que en el palacio de Gordon en Kartúm.

¡Animo y no te turbes! Responde con soltura a cuanto te pregunte, que él tiene el valor en gran estima. El Mahdi no es un león que espante con sus rugidos: al contrario, sonríe siempre, aunque esté meditando algún plan diabólico. ¡Adelante!

Y acabando de decir esto se abrió paso entre las turbas que rodeaban la casa del Profeta.