Capítulo 14

Aquel acontecimiento apagó en su corazón el último rayo de esperanza. Sólo podía esperar ya que, siendo rehenes, los canjearan con Fátima y sus hijos, pero ¿cuándo? Y entretanto, ¿resistiría Nel los malos tratos que sin duda habrían de recibir de aquellas hordas sedientas de sangre, de aquellas hienas que con frecuencia se cebaban en los mismos sectarios del Corán? ¡Ni la influencia misma de Esmaín sería bastante para librarlos de ellas!

Por primera vez después del secuestro se apoderaba del muchacho la desesperación, llegando al extremo de creer que la Providencia los había abandonado. ¿Quién hubiera podido creer que la locura de su secuestro, que sólo era posible que se hubiese fraguado en inteligencias tan menguadas como las de Gebhr e Idrys, podría llevarse hasta el fin? Parecía imposible atravesar impunemente millares de leguas por un país sometido nominalmente a Egipto y en realidad a Inglaterra. En el caso más favorable, debían haber sido detenidos a la segunda jornada, y llegaban ya a la segunda catarata. Y ahora la misma vigilancia enviada contra los secuestradores, que debía apresarlos dándoles alcance, se unía a ellos, para escoltarlos de allí en adelante, cerrando la esperanza a todo intento de fuga.

Su desesperación iba en aumento al considerar lo cerca que había estado su liberación. Si Kartúm hubiera tardado unos días más en rendirse, aquella misma escolta hubiera entregado la caravana en manos de la justicia. La conversación que Idrys sostuvo con el jefe de aquella partida le confirmó en sus deducciones.

Según este, pocos días atrás un grueso destacamento inglés al mando del general Wolesley se había dirigido contra el Mahdi, y asombrados los ribereños ante la numerosa cantidad de buques que desde Asuán a Wadi Halfa transportaban soldados, daban por segura la derrota del Profeta.

Akbar Alah! —exclamó Idrys, levantando los brazos—. ¡Y con todos sus barcos y sus soldados los ingleses han sido vencidos! ¡Derrotados!

—¡Derrotados, no! —respondió el jefe—. El Mahdi envió contra ellos treinta mil de sus mejores guerreros, y cerca de Abu-Klea se trabó una sangrienta batalla, en la que Alá dio la victoria a los infieles. Murieron en ella el jefe de las tropas Ben-Heli y casi todos los suyos, cuyas almas están en el Paraíso, y cuyos cuerpos, sepultados en la arena, esperan la resurrección. La noticia se divulgó rápidamente por el Nilo, y todos esperábamos que los ingleses llegarían hasta Kartúm, cuando Alá lo dispuso de otro modo.

—¿Cómo? —preguntó Idrys con impaciencia.

—El Mahdi tomó la ciudad, y el general Gordon pereció en la contienda. Los ingleses, cuya intención sólo era salvarle, conocedores de su muerte abandonaron la lucha, y pocos días después vimos navegar río abajo aquellos mismos buques con los soldados. Estos han ido esparciendo la noticia de que el Mahdi ha muerto; pero lo único cierto es que con su retirada le han dejado campo abierto para hacerse dueño de la Nubia, del Egipto, de Medina, de la Meca y del mundo entero. Por todo esto, en vez de haceros prisioneros, iremos al Mahdi en vuestra compañía.

—Por lo que oigo, ¿había orden de detenernos?

—Por todo el territorio; y a las aldeas donde no llegaba el telégrafo fueron enviados emisarios especiales, ofreciendo una recompensa de mil libras esterlinas al que os detuviera. ¡Por Alá, casi una fortuna!

—¿Y vosotros renunciáis a la recompensa a cambio de la bendición del Mahdi?

—Sí, la preferimos. Porque, además, según dicen, el botín recogido en Kartúm es tan grande, que el Profeta reparte el oro entre los que le han servido, a manos llenas, como si fuera trigo.

—No obstante —replicó Idrys—, temo que los soldados egipcios nos encuentren, porque el país que estamos atravesando pertenece todavía al Egipto.

—No tenemos nada que temer —replicó el árabe—, si nos apresuramos antes de que se reorganicen, porque con la retirada de los ingleses hay un gran desconcierto.

—Sí, sí, apretemos el paso —contestó Idrys—, que aún falta mucho para llegar a Kartúm.

Estas últimas palabras hicieron renacer una débil esperanza en Estasio, pensando que las tropas egipcias tendrían que hacer la retirada por la ribera, ya que no podían bajar por el río porque los ingleses se habían llevado todos los buques, y que sería fácil, que se encontraran con ellos. Pero no se detenía a considerar que, ante la conmoción producida por la toma de Kartúm, se daría muy poca importancia al secuestro de dos niños europeos.

Los de la caravana lo habían comprendido así, y aunque no aflojaban el paso, caminaban sin recelo por la ribera misma. No temían ni a entrar en pleno día en las aldeas. Como medida de precaución, destacaban a dos de ellos como de avanzada, se enteraban de lo que pasaba en las cercanías, y si había allí muchos partidarios del Profeta entraban todos y volvía a salir la caravana aumentada con nuevos voluntarios. Por este procedimiento se enteró Idrys de que todos los destacamentos egipcios se hallaban a la orilla derecha, y que bastaba no dejar la izquierda para poder caminar seguros. Esto prolongaba enormemente el viaje, pues las desviaciones del río en aquel punto obligaban a dar un gran rodeo, pero no les importaba el retraso a cambio de la seguridad con que caminaban y por la abundancia de víveres que hallaban a su paso.

Al dejar a sus espaldas la tercera catarata aflojaron la marcha, porque el calor se hacía irresistible, y viajaban sólo de noche, pasando el día en las colinas o en los barrancos que a cada paso encontraban.

Entretanto la inmensa bóveda del cielo estaba clarísima y brillante. Los días eran muy calurosos, pero las noches, muy frías e iluminadas por millones de estrellas, entre las cuales Estasio advirtió que no aparecían las constelaciones de Port Said. Había deseado ardientemente ver la Cruz del Sur, y al fin estaba frente a su vista en El Ordeh, pero, en aquellas circunstancias, su brillo era funesto para él.

Al atardecer, cuando el crepúsculo se apagaba, aparecía también por el lado de poniente la pálida luz del Zodiaco, iluminando tristemente el horizonte con su mortecina luz durante mucho rato.