Esta fue de dieciocho horas sin descansar.
El temor de ser alcanzados inquietaba seriamente a Idrys. Imaginaba que en toda la ribera del Nilo debían de tener ya aviso del rapto, y era lo más probable que no tardara en inundarse de espías todo el desierto, estimulados por los premios que, sin duda, se habrían ofrecido. No quedaba otro recurso que acelerar la marcha hacia el corazón del desierto, desviándose hacia poniente; pero esta ruta no era menos peligrosa, ya que el gran oasis de Khargeh estaba unido igualmente a la ribera por los hilos telegráficos. Lo más grave era que los víveres que hallaban ocultos en los barrancos se habían previsto para cuatro jornadas únicamente, a partir de la salida de Medinet, y era demasiado expuesto enviar a los beduinos, en caso de apuro, a comprarlos en alguna aldea, pues podían caer fácilmente en manos de la justicia.
Todas estas reflexiones le hicieron comprender a Idrys lo difícil y casi desesperado de la situación y el peligro de la empresa a que se había lanzado. «Si al menos —pensaba— llegáramos más allá de Asuán… Después de la primera catarata, el pueblo es más salvaje y no se doblega ni al yugo egipcio ni al inglés, y estoy seguro de que entre ellos habrá numerosos partidarios del Mahdi».
Pero para llegar a Asuán faltaban por lo menos cinco jornadas, según habían calculado los beduinos, y las provisiones, que disminuían notablemente cada día, serían insuficientes. Por lo tanto, la única solución era forzar la marcha todo lo posible.
Afortunadamente para ellos, el tiempo los favorecía, pues a causa de las recientes lluvias la frescura de la arena mitigaba los ardores del sol, y hacía las noches tan frías que Estasio llegó a temer por la salud de Nel. Para poder cuidarla mejor se instaló en su camello, a lo cual Idrys ya no se opuso.
Sin embargo, la niña no necesitaba sus cuidados, pues su salud no había sufrido mella alguna, a pesar de las fatigas, los sufrimientos y la nostalgia.
Había adelgazado un poco y tenía el rostro quemado por los aires del desierto, los cuales, en compensación, habían fortalecido su naturaleza, y se sentía mucho menos fatigada que el primer día.
Contribuían a ello la comodidad del asiento, la docilidad del camello, que era el mejor de la caravana, y las atenciones de sus mismos secuestradores, quienes, ante la adoración que Estasio, intencionadamente, mostraba hacia la niña, llegaron a convencerse de que llevaban al Mahdi un rehén de tan alto valor que era preciso tratarlo como una joya preciosa y frágil, por lo que ya no le escatimaban los dátiles ni el agua, y ni el propio Gebhr se hubiera atrevido a ponerle la mano encima.
También se debió en gran parte a las prendas naturales de la niña, a su bondad y su belleza, que tenían el encanto y el atractivo de los pájaros o las flores en proporciones capaces de fascinar hasta las rudas almas de aquellos semi-salvajes. Cuando algunas veces, reunidos alrededor del fuego, veían el rostro de la pequeña iluminado por el resplandor de las llamas y por la blanca luz de la luna, fijaban en ella los ojos embelesados, y luego, mirándose unos a otros, exclamaban:
—¡Por Alá, qué hermosa es!
Hubo un día en que, cuando el sol llegaba ya a la mitad de su carrera y los dos niños cabalgaban juntos, se ofreció a sus ojos una extraña aparición.
Al amanecer de aquel mismo día se había extendido sobre el desierto una niebla sutil y diáfana, que se dispersó en un instante, dejando paso a un sol abrasador. No refrescaba la atmósfera ni el más ligero soplo de brisa, y las arenas parecían dormitar abrasadas de calor.
La caravana había llegado a una llanura inmensa y llana como la palma de la mano, cuando de pronto vieron a poca distancia una ciudad sobre cuyos muros y casas pintadas de blanco se destacaban las copas de esbeltas palmeras, naranjos, pimenteros, y el arrogante alminar de la mezquita.
—¿Qué es eso? —exclamó Estasio, asombrado—. ¡Mira, Nel, mira!
La niña irguió la cabeza y, al reconocer la ciudad, exclamó llena de gozo:
—¡Medinet! ¡Medinet! ¡Ya estamos en casa!
El muchacho palideció de emoción. «No es posible —pensaba—; eso debe de ser Khargeh».
Pero se destacaban tan claras la casa del medir, el alminar con su balaustrada y las aletas de las norias americanas sobre el fondo verde de los árboles, que no permitían dudar.
Entonces se le ocurrió que Idrys, convencido de los graves peligros de la empresa, había optado por dar la vuelta a El Fayum. Pero al ver la indiferencia que se reflejaba en su rostro y en el de sus compañeros, comenzaron a desvanecerse sus esperanzas. No era posible tal pasividad en aquellos hombres a la vista de Medinet. Además, lo lógico era que se hubiesen agrupado al aproximarse a la ciudad, y precisamente Idrys había enviado por delante a los dos beduinos.
Miró también a Kamis, y como observara en él la estúpida resignación de un avestruz, pensó: «Esto no debe de ser otra cosa que el Hada Morgana; el espejismo».
—¡Vamos, muchacho, no te duermas! —le gritó entonces Idrys—. Arrea el camello. ¿No ves que nos acercamos a Medinet, que estamos cerca de tu casa?
Una risa sarcástica acompañó a estas palabras, y Estasio, ya completamente desengañado, iba a explicar el fenómeno a Nel, cuando otro suceso atrajo su atención.
En dirección a ellos y a galope tendido se acercaba uno de los beduinos, agitando en el aire una espingarda.
Se acercó a Idrys, y después de cruzar varias palabras con él acosaron a los camellos y se desviaron más, a todo correr, hacia el interior del desierto.
No tardó en aparecer el otro beduino trayendo del ramal una bien cebada camella, aparejada y cargada con cueros llenos de agua.
De nuevo tuvieron una breve conversación en voz baja, de la cual Estasio no pudo deducir nada, pero el resultado fue que aguijonearon aún más a las cabalgaduras, internándose hacia poniente, hasta llegar a un profundo barranco erizado de peñascos, entre cuyas grietas podía ocultarse perfectamente una caravana entera.
En una de esas grietas se albergaron, y, en cuanto lo hubieron hecho, Estasio se preparó un lecho en el suelo y fingió quedarse dormido. Ellos desalbardaron los camellos, y después de darles de comer, al ver que los niños dormían, se sentaron en corro a comentar lo ocurrido y a decidir lo que debían hacer.
—Desde hoy —dijo uno de los beduinos—, sólo podremos avanzar de noche. Pasaremos el día en algún barranco, que desde aquí encontraremos muchos.
—¿Estáis seguros de que era un guardia? —preguntó Idrys.
—¡Por Alá, sí lo estamos! —respondió el beduino que no tenía más que un ojo—. Tuvimos la suerte de que estuviera solo, pero tan bien escondido que, a no ser por el mugir de su camello, no hubiéramos podido verle. Al oírle detuvimos los nuestros y nos aproximamos cautelosamente. Él nos vio y apuntó hacia nosotros. Fue un momento difícil, pues si disparaba, aún sin herirnos, el estampido hubiera alarmado a los que estuvieran cerca, acudiendo al instante. Saltamos, pues, de los camellos, conteniendo la respiración, y le dijimos: «¡Alto! Venimos en busca de una caravana que ha robado dos niños europeos». El centinela, que por lo visto era inexperto, nos creyó, y deponiendo el arma nos hizo jurar por el Corán que era cierto lo que decíamos. Entonces nos acercamos a él y lo juramos… ¡El Mahdi nos perdonará!
—Y os bendecirá además —exclamó Idrys—. ¿Y qué hicisteis luego?
—Yo me encaré con el muchacho, y le dije: «¿Y quién me asegura a mí que no eres tú uno de esos bandidos que estamos buscando? Júrame que no, y te dejaremos libre».
Juró, fue confiando en nosotros poco a poco, y nos contó que todos los barrancos, a dos días de la ribera, estaban estrechamente vigilados, y que se habían prometido grandes cantidades de dinero por el rescate de los niños. Nos dijo también que el Mahdi lo iba a pasar mal, porque constantemente se veían pasar río abajo cruceros ingleses que se dirigían a Kartúm.
—Poco podrán contra la fuerza de Alá —exclamó Idrys—. Y dime: ¿cómo os arreglasteis para acabar con aquel joven guardia?
A esta pregunta el tuerto respondió, señalando a su compañero:
—Abu-Anga le preguntó si había algún otro guardia por allí cerca, y al responderle que no le hundió el cuchillo en el cuello con tal acierto, que el centinela cayó redondo sin lanzar un grito. Arrojamos el cadáver a una sima y lo cubrimos de zarzas y guijarros.
—¡Alá os bendiga! —volvió a exclamar Idrys.
—Ya lo ha hecho —respondió Abu-Anga—; por el momento, tenemos una camella que nos proveerá de leche, otra arma, y sabemos que no hemos de caminar sino a tres jornadas de la ribera.
—Traemos además buena provisión de agua —añadió el tuerto—. Pólvora no hemos encontrado mucha.
—No importa —dijo Idrys—. Kamis lleva algunos centenares de cartuchos, y esa pólvora podrá servirnos igualmente. Pero la acción y las noticias de los exploradores no dejaron muy satisfecho a Idrys, pues sabía que, con la nueva responsabilidad de un homicidio, la intercesión de Estasio sería inútil si llegaban a caer en manos de la justicia.
El relato produjo varias impresiones a Estasio. Le alegró saber que los caminos estaban vigilados, y lo de la expedición inglesa contra el Mahdi, del cual era probable que no quedaran ni rastros antes de que ellos llegaran al término de su viaje.
¡Pero la muerte del pobre guardia!… ¡Y pensar que Nel habría de estar aún más tiempo en manos de aquellos asesinos!
Decidió que no le diría tina palabra de todo esto por no asustarla. Bastante había sufrido ya aquel día con la desilusión de lo de Medinet. Al recordarlo pensó que la niña debía de estar muy triste por aquello, y como ya se había enterado de lo que quería, hizo como que se despertaba y se fue junto a Nel, que, acurrucadita junto a su criada, estaba chupando un dátil, que mojaba con sus lágrimas. Pero al ver a Estasio se acordó de que no hacía mucho la había comparado a una mujercita de trece años, y procuró disimular, apretando el hueso de la fruta entre los dientes.
El muchacho se sentó junto a ella y le dijo:
—Te traigo una buena noticia, Nel. Nos están buscando por todas partes. Lo sé de cierto. Anímate y no llores.
La niña levantó los ojos, todavía humedecidos por el llanto, y dijo, con frases entrecortadas:
—¡Si no lloro, Estasio! ¡Es que me sudan los ojos!
Sin embargo, al decir esto la barbilla le empezó a temblar, dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas y, al fin, no pudo contenerse y se echó a llorar desesperadamente. Pero, avergonzándose de su debilidad y temerosa de que Estasio la reprendiera, ocultó el rostro en el pecho de su amigo, bañándolo con sus lágrimas.
—¡Pero, Nel!… —le decía el muchacho para consolarla—. ¿Por qué lloras? ¿No has visto el camello y la escopeta que traían los beduinos? Eso quiere decir que las riberas y los alrededores de estos parajes están llenos de guardias. Al primero le han sorprendido, pero la próxima vez los cogerán a ellos. Vamos, Nel, no llores, que pronto estaremos libres.
En aquel momento un extraño ruido interrumpió su diálogo.
Del fondo del barranco y de entre los montecitos de arena que el huracán había formado salió como un silbido muy débil, de sonido metálico; a este siguió otro, y otros después, y en pocos segundos empezó a oírse por todo el barranco un extraño concierto, como de personas que se entendieran por medio de aquellas señales.
A Estasio le palpitaba el corazón como si quisiera salírsele del pecho. No había duda. La caravana había sido descubierta y aquellos silbidos eran las señales de alerta con que se comunicaban los guardias. Miró a sus secuestradores, esperando ver en sus rostros algún indicio de sobresalto, ¡pero nada! Idrys y Gebhr seguían masticando tranquilamente sus dátiles. Sólo Kamis parecía algo sorprendido.
Los silbidos seguían oyéndose; Idrys se levantó, dio unas cuantas vueltas y, acercándose a los niños, les dijo:
—¿Sabéis qué es eso? Pues que las arenas empiezan a cantar.
—¿Las arenas empiezan a cantar? —preguntó el chiquillo, maravillado, y rompiendo voluntariamente la promesa que se había hecho a sí mismo de no volver a dirigir la palabra a Idrys—, ¿qué quiere decir esto?
—Quiere decir que no lloverá en mucho tiempo. Aunque el sol no nos molestará mucho, porque desde aquí hasta haber pasado Asuán caminaremos de noche únicamente.
Estasio no pudo averiguar nada más. Los sonidos misteriosos siguieron oyéndose durante largo rato, atrayendo su atención y la de Nel, hasta que el sol llegó al ocaso. Entonces cesaron; la noche cubrió el desierto con su manto, y la caravana, después de levantar el campo, se puso otra vez en marcha.