Capítulo 11

Desde aquel día transcurrieron muchos sin que descansaran más que lo preciso para que los camellos repusieran sus fuerzas y para abrevarlos en algún barranco, porque con el agua que tan abundantemente había caído estaban seguros de hallarla en las hondonadas durante muchos días. Ya no tenían necesidad de llegar hasta el río, y en cambio debían internarse en el desierto más y más, rápidamente, si querían burlar la persecución de que sin duda eran ya objeto.

Después del temporal hacía un tiempo tan apacible que no empañaba el firmamento ni la más pequeña nubecilla, y el aire era tan puro y la atmósfera tan despejada que el lejano horizonte parecía estar al alcance de la mano.

A estos días tan magníficos sucedían noches no menos serenas y brillantes, en las que el cielo, luciendo sus millones de estrellitas, que relucían como diamantes, parecía un inmenso espejo de plata, y de la arena humedecida se desprendía una fresca brisa que reconfortaba.

Los camellos iban adelgazando visiblemente, pero como estaban bien alimentados no decaían sus fuerzas, y caminaban tan ligeros y tan de buen grado que todos los días ganaban tanto terreno como el primero de la fuga.

Estasio pudo observar con asombro que en todos los barrancos donde se detenían encontraban, ocultos en algún rincón y al amparo de la lluvia, grandes provisiones de maíz y dátiles, claro indicio de que todo había sido premeditado y preparado por Fátima y sus parientes y llevado a cabo con la complicidad de los dos beduinos, atraídos por la esperanza de conquistar el favor del Mahdi.

Entre los muchos beduinos que suelen acudir con sus familias a Medinet en busca de trabajo, nunca los había visto, y el hecho de que no conocieran a Saba era una prueba palpable de que no habían estado allí.

Por un momento pensó en sobornarlos con promesas, pero, recordando la fanática veneración que sentían por el Profeta, pronto comprendió que sus esfuerzos serían inútiles.

Sin embargo, los ánimos del muchacho no decaían; por el contrario, el recuerdo de los intentos fracasados le enardecía y avivaba más su amor propio humillado por aquellos bárbaros.

Sobre todo aguijoneaba su mente ver los sufrimientos de Nel y la última humillación que había tenido que sufrir, y estaba tan desesperado que a pesar de que su padre le había dicho muchas veces que la ira y el deseo de venganza son sentimientos propios de espíritus mezquinos, en esta ocasión no podía vencerlos ni disimularlos.

Idrys advirtió lo que pasaba en el interior del muchacho, y pensando, como hombre conocedor de la vida, que no es prudente en ningún momento cerrarse todas las puertas, en previsión de lo que pueda suceder más adelante, procuraba dejar entreabierta la de la gratitud del niño; y deseoso de darle una satisfacción por el atropello de que le habían hecho víctima, aprovechó el primer descanso para acercarse a él y decirle:

—Oye, Estasio. Has de saber que si te mandé azotar fue por tu bien, para que estos se creyeran desagraviados y no te molieran los huesos. Pero ordené al beduino que no te diera fuerte.

Viendo que el muchacho no respondía una palabra, prosiguió:

—Escucha: tú mismo dijiste que los blancos mantienen siempre su palabra. Pues bien: júrame por tu Dios y por Nel que no harás nada en contra nuestra, y no te mandaré atar por las noches.

Estasio siguió en el más absoluto silencio, y convencido Idrys de que sería inútil cuanto le dijera, no añadió una palabra más; sin embargo, mandó que no le ataran, a pesar de que Gebhr insistía en que debían hacerlo, sino que le vigilaran turnándose unos con otros todas las noches, y además le permitió que hablara con Nel cuanto quisiera.

El muchacho hizo uso, inmediatamente, de esta licencia, y corrió al lado de la niña para darle las gracias por el favor que le había hecho saliendo en su defensa, y como no encontraba las palabras cariñosas que él quería, le cogió las manitas y, cubriéndoselas de besos, le dijo:

—¡Qué buena eres, Nel! Te estoy muy agradecido, y te digo que te has portado como una mujer de trece años por lo menos.

Este elogio llenó de orgullo a Nel, y mirando a su compañero le dijo con cierta gravedad:

—¡Si yo tuviera algunos más, ya verías!… ¡Ya verían estos ladrones!

Entonces le contó él todo lo ocurrido, y que se había arriesgado a rescatar el fusil para poder liberarla de aquellos bárbaros matando a los camellos y obligando a sus secuestradores a volver grupas.

—¿Y cómo se despertaron?

—Porque Saba llegó y al verme empezó a dar unos ladridos tan fuertes que hubieran despertado a un muerto.

Al oír esto, todo el enojo de Nel se volvió contra el mastín.

—¡Cochino perro! Ya se lo diré yo en cuanto lo vea.

—¿Y cómo se lo dirás? —preguntó Estasio sonriéndose.

—Por la cara de enfado que le pondré lo entenderá en seguida.

—Puede ser. Pero piensa que él no tuvo la culpa, porque no podía comprender lo que pasaba. Fue la alegría que le dio el verme. Y en cambio después vino en mi ayuda.

Este recuerdo calmó un poco la indignación de la niña, pero sin embargo replicó:

—De todos modos yo le enseñaré que no está bien saludar de un modo tan grosero, ladrando de esa manera.

—Tienes razón —contestó Estasio con otra sonrisa—, cuando el que saluda no es un perro, como Saba.

La conversación con Nel avivó en su mente el recuerdo de la tentativa fracasada, y ya no tuvo ganas de reír. Se levantó de la piedra en que estaban sentados y exclamó:

—¡Lo peor de todo, Nel, es que no puedo hacer nada para liberarte!

La niña le echó los brazos al cuello, llena de gratitud. Unos estruendosos ladridos señalaron la llegada de Saba, que, como siempre, se había quedado rezagado persiguiendo a los chacales.

Los niños, al verlo, se olvidaron de todos sus infortunios y estuvieron jugando con él hasta que Idrys dio orden de prepararse para reemprender la marcha. En aquel momento se acercó Kamis y dio de comer y de beber al animal, y unos instantes después montaban todos en los camellos para una nueva jornada.