Era un barranco ancho y sembrado de guijarros entre los que se arrastraban abundantes espinos. Lo flanqueaba por el mediodía una alta roca escalonada, en cuyos tramos se abrían cavidades a modo de cuevas, y al divisarla el guía desde lejos, a la luz de los relámpagos, tuvieron aviso de la proximidad de la hondonada.
En una de esas cavidades, especie de caverna baja de techo y muy honda, se alojaron los fugitivos.
Kamis se puso a recoger manojos de zarzas para encender fuego, mientras Idrys y Gebhr, ayudados por los beduinos, desalbardaron los camellos.
En cuanto terminaron, se guarecieron en la gruta, a tiempo que las gotas de agua se iban convirtiendo en gruesos hilos, los cuales pronto engrosaron tanto que parecían arroyos que se precipitaban sobre el barranco desde nubes invisibles.
Estasio no había visto en su vida un aguacero semejante. El agua caía tan espesa, que en la boca de la gruta formaba una cortina que no permitía ver el exterior, y hacia el fondo del barranco se oía el estrépito de un torrente al precipitarse sobre las rocas.
Aquellos hombres, tranquilizados ya en aquel refugio, al amor de la lumbre y resguardados de la lluvia, sin otro cuidado que el de los camellos, que habían quedado fuera, olvidaron bien pronto las fatigas pasadas, y el guía, que en cuanto llegaron había desatado a Estasio para que comiera, se volvió a él y le dijo en tono burlón:
—¿Has visto cómo el Mahdi puede más que todas las hechicerías de los blancos?
Estasio estaba ocupado en asistir a Nel, que había llegado medio muerta, y no le respondió una palabra. Sacudió la arena de los cabellos de la niña, sacó una toalla de la maleta y le limpió la cara y los ojos. La pobre Dinah en nada podía auxiliarla, pues tenía los párpados y la vista tan inflamados que no se podía valer.
La niña le clavaba sus ojitos como un pajarillo moribundo, sin abrir la boca, y cuando le quitó los zapatitos para sacudir la arena y la hizo acostarse sobre la manta, le echó los bracitos al cuello para expresarle su gratitud.
El muchacho tenía el corazón destrozado de pena por la niña, y al verse convertido en tutor, hermano y único auxilio suyo en su gran desgracia, sentía que la amaba más que nunca. En Port Said hubiera considerado indigno de un muchacho de su edad besar la mano a aquella criaturita, pero en la situación en que se hallaban, conmovido por el infortunio, no se pudo contener: le cogió las manitas y se las cubrió de besos. Lleno de emoción, se retiró a un rincón de la gruta, se tendió en el suelo y se puso a cavilar cómo podría libertarla, aunque fuera a riesgo de perder su propia vida.
Barajando ideas y más ideas, le sorprendió el sueño, confundiendo sus pensamientos con las impresiones pasadas. Se le amontonaban en sueños nubes de arena sobre su cabeza, después se colaban en ella multitud de camellos, hasta que confundiéndose más y más los acontecimientos del día, acabaron por desvanecerse.
Los demás, después de haber puesto como pudieron los camellos al abrigo de la lluvia, se echaron al suelo y no tardaron en quedar dormidos como troncos, rendidos por la fatiga. El fuego se apagó, quedando la cueva a oscuras, sin más ruido que el roncar de los que dormían y el chasquido de la lluvia al chocar contra la roca.
Así transcurrió la noche.
Pero antes de amanecer, Estasio sintió frío y se despertó.
El agua estancada sobre lo que formaba la bóveda de la cueva se había ido filtrando por una grieta y caía gota a gota sobre su cabeza.
Se incorporó, y, sentado sobre la manta y luchando con el sueño, durante un largo rato no pudo darse cuenta de dónde estaba ni de lo que le ocurría.
Por fin pudo orientarse, y ya más despierto recordó el huracán, el secuestro en Medinet, y que huyendo del temporal habían ido a guarecerse en aquella gruta. Miró hacia fuera y se extrañó de que la lluvia hubiera ya cesado, y notó que la cueva no estaba completamente a oscuras, pues penetraban en ella los rayos de la luna, ya próxima a ser sustituida por la luz del día, a cuya luz se distinguía perfectamente todo el interior. Junto a él estaban sus guardianes dormidos como troncos; más allá, en el otro extremo y junto a Dinah, se destacaba el blanco vestidito de Nel. Al verlo, se le enterneció de nuevo el corazón y se dijo a sí mismo: «Nel está dormida, y todos los demás duermen también; tú solo estás despierto y debes salvarla».
Y dando vuelta a estas ideas paseaba sus ojos por el interior de la cueva, cuando un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
Sus ojos tropezaron con la funda de cuero en que iba encerrado su fusil, y, junto a él, la caja de balines. Estaban tan cerca, que bastaba con alargar el brazo por encima de Kamis para alcanzarla.
El corazón le golpeaba como un martillo y se puso a pensar en el modo de apoderarse de su tesoro. Si conseguía obtener el arma quedaría dueño de la situación. Saldría cautelosamente de la cueva, se ocultaría sobre el tramo de roca que formaba la bóveda, y allí esperaría que se despertaran sus guardianes. Estos, al darse cuenta de su desaparición, saldrían atropelladamente. De dos tiros derribaría a los primeros, y mientras los otros dos se reponían del susto tendría tiempo suficiente para volver a cargar el fusil. Quedaría Kamis únicamente, con quien sería fácil entenderse.
Una vez combinado el plan, imaginaba ver ya tendidos a sus pies cuatro cadáveres cubiertos de sangre, y esta imagen le hacía estremecerse de horror.
Recordaba la impresión que le había producido ver en Port Said el cadáver de un obrero destrozado por una máquina, nadando en un charco de sangre. ¡Y ahora tendría que ver cuatro! Cierto que eran unos bandidos, pero aún así era algo terrible. No sabía qué decidir, e iba ya a desistir de sus propósitos cuando vino a su mente la suerte de la pobre Nel, y al comparar el horror que la muerte de aquellos le producía con los sufrimientos y los peligros que en manos de aquellos canallas tendría que padecer la niña, se afirmaba de nuevo en su resolución primera.
Pero ahora le asaltó otra duda que le paralizó la sangre en las venas.
«¿Y qué haré —se preguntó—, si al verme esos bandidos arma al brazo y fija ya la puntería, acercan un cuchillo al corazón de Nel y me dan a escoger entre verla morir o arrojar el arma? ¿Qué haría yo? Arrojarla en seguida, desde luego».
Y ante esta convicción, fatigado por sus cavilaciones y desalentado por su impotencia, se echó de nuevo, sin ninguna esperanza.
La luna iba ya mirando de soslayo hacia la gruta, hasta que desapareció por completo. Estasio no pudo volver a conciliar el sueño, y al poco rato se incorporó otra vez, alentado por otro pensamiento.
«¿No sería mejor matar sólo a los camellos? Sí, lo será, y esto es lo que haré —se dijo con coraje—. Verdad es que los pobres no me han hecho ningún mal, pero si es lícito sacrificar un animal para el sustento, ¿cuánto más en un trance como este? Mataré cuatro o cinco. Estos salvajes no se atreverán a llegarse a la ribera a comprar otros, y a falta de cabalgaduras será imposible proseguir el viaje. Al despertarse con el ruido de los disparos, vendrán todos, enfurecidos, contra mí; pero los mantendré a distancia, amenazándolos con disparar, para darles mis razones. Entonces les propondré regresar, les prometeré el perdón, y cuando los haya convencido yo mismo los guiaré y conduciré hasta el Nilo, que no debe de distar más que dos jornadas de aquí. Para un viaje tan corto basta con que quede un camello para Nel y para las provisiones».
Firme ya en esta resolución, miró a sus guardianes y vio que continuaban profundamente dormidos, pero el día se venía encima y no había tiempo que perder.
Las municiones estaban al alcance de su mano, pero el fusil estaba al otro lado de Kamis, y era muy peligroso tratar de apoderarse de él. A pesar de todo, decidió arriesgarse, y, arqueándose como un gato sobre Kamis, asió el arma con la funda por un extremo y levantándola la atrajo hacia sí.
El corazón y el pulso le latían violentamente, los ojos se le nublaban, su respiración era acelerada; pero el valiente muchacho procuraba sobreponerse a la emoción apretando los dientes. Contra todas las precauciones adoptadas, no pudo evitar un ligero chasquido de las hebillas de la vaqueta, que le heló la sangre. Aquel momento le pareció un siglo.
La suerte quiso que Kamis no se diera cuenta de nada. El arma describió un arco sobre su cuerpo y fue a colocarse al otro lado, junto a las municiones.
Estasio respiró algo más tranquilo; había realizado la mitad de su arriesgada hazaña. Ahora faltaba salir de la gruta sin hacer ruido, subir a su escondrijo, desenvainar allí el fusil, cargarlo y echarse al bolsillo algunos balines de repuesto. Si lo lograba, la caravana quedaría a su merced.
Segundos después, la negra silueta de Estasio se destacaba sobre el fondo, un tanto iluminado, de la gruta. Un segundo más y estaría fuera. Otro minuto y se hallaría en su puesto de vigía; entonces, aunque los árabes y los beduinos se despertaran y advirtieran su ausencia, ya sería tarde.
El muchacho, temiendo hacer rodar con el pie al salir alguna de las piedrecitas que había a la entrada de la gruta, asentó con mucho cuidado primero un pie, y tanteó el suelo con el otro hasta afianzarlo; y ya había sacado la cabeza cuando de pronto, en medio de aquel profundo silencio, resonó como un trueno un espantoso ladrido, que retumbó por el barranco llenándolo todo y dejando al muchacho petrificado y muerto de terror.
Era el saludo de Saba, que, loco de alegría, acababa de reconocer a su dueño.
Árabes y beduinos se levantaron estremecidos como un solo hombre, y lo primero que vieron fue a Estasio con los balines en una mano y el arma enfundada en la otra.
¡Ah, Saba! ¿Qué hiciste?