La luz del alba iluminaba cada vez más el horizonte, y ya se disponían a montar en los camellos, cuando inesperadamente vieron que, a unos cien pasos de la caravana, un lobo cruzaba el barranco y seguía corriendo, con el rabo entre las piernas, como huyendo del acoso de algún enemigo.
La aparición de aquel animal inquietó mucho a los árabes, puesto que en el desierto de Egipto no hay fieras que hagan huir a los lobos, y para averiguar lo que sucedía uno de los beduinos trepó por las rocas que formaban el barranco. Pero no hizo más que encaramarse y volvió a retroceder, asustado, gritando:
—¡Por Alá! ¡Se acerca un león! ¡Se dirige hacia aquí!
En efecto, por encima de la roca apareció inmediatamente un animal enorme, el cual Nel y Estasio reconocieron al instante, y sin poderse contener gritaron:
—¡Saba! ¡Saba!
Como esta palabra en árabe significa león, los de la caravana quedaron aún más confusos, hasta que Kamis, echándose a reír, les dijo:
—No os asustéis, que este es un león domesticado; lo conozco bien.
Después de decir esto dio unos cuantos silbidos, y al oírlos el gigantesco bretón saltó en medio de la caravana. Al ver a los niños, saltó sobre Nel, loco de alegría, y la derribó al suelo; después saltó sobre Estasio, volvió a derribar a Nel, se echó de nuevo sobre el muchacho, y al fin cayó a sus pies, rendido y jadeando. Tenía los lomos hundidos y un palmo de lengua fuera, indicios inequívocos de hambre y fatiga, y sin dejar de menear la cola no apartaba los ojos de Nel, como diciéndole: «Tu padre me ordenó que cuidara de ti, y aquí me tienes».
Los niños se sentaron junto a él, acariciándolo sin cesar y asombrados de que hubiera podido encontrarlos, pero los beduinos, que jamás habían visto un perro de aquellas dimensiones, repetían incesantemente: «Alah! Kelb kebir!» (Por Dios, ¡qué perro tan grande!).
Cuando el animal hubo descansado un rato, levantó su enorme cabeza y, ensanchando las narices, que semejaban un hongo, se puso a olfatear, dando un brinco hacia el rescoldo de la hoguera, donde habían quedado esparcidos por el suelo los residuos de la cena. En seguida comenzaron a crujir entre sus dientes, como si fueran de paja, los huesos del cabrito y del cordero, los cuales bastaron para satisfacer y aún para saciar el hambre de tan tremendo animal.
La llegada de aquel huésped no fue del agrado de la caravana, a pesar de todo, y los beduinos, Idrys y Gebhr llamaron aparte a Kamis y discutieron con él acaloradamente y dando muestras de inquietud.
—¡Es el diablo quien ha traído este perro! —decía Gebhr—. ¿Cómo ha podido encontrarnos si ellos fueron a El Gharak en tren?
—Sin duda siguiendo las huellas de los camellos —respondió Kamis.
—Su compañía es peligrosa. Todo el que nos vea pasar con él se acordará de nosotros y nos delatará. Tenemos que deshacernos de este animal.
—¿Y cómo? —preguntó Kamis.
—Con ese fusil que llevas.
—Bien; pero yo no sé disparar. Hacedlo vosotros.
Kamis se valió de esta estratagema porque quería al animal y sabía que sus compañeros no habían tenido nunca un arma como aquella en la mano. Él hubiera podido disparar, porque había visto varias veces cómo lo hacía Estasio, pero no quiso hacerlo. Luego añadió en tono socarrón:
—Si queréis, podéis dar el fusil al muchacho y obligarle a que lo haga, pero no os lo aconsejo.
—¡Alá nos guarde! —exclamó Idrys—. Nos mataría como a conejos.
—Pero ¿es que acaso no llevamos cuchillos? —preguntó, indignado, Gebhr.
—Sí, pero prueba a tocar al animal y te hará pedazos.
—Entonces, ¿qué podemos hacer?
Kamis se encogió de hombros y dijo:
—¿Y qué ganaremos con matarlo? Suponiendo que lo sepultéis en la arena, lo desenterrarán las hienas para devorarlo, y por sus huesos nos seguirán la pista a lo largo de esta ribera del Nilo. Es mejor que venga con nosotros. Podéis estar seguros de que no se moverá de nuestro lado. Es mejor que haya venido ahora y no más tarde, cuando hayan descubierto el rapto de los niños. No necesitáis gran cosa para alimentarlo, porque si no le bastan nuestras sobras, él mismo se buscará alguna hiena o algún chacal. Dejad de una vez al perro y no perdamos tiempo en discusiones tontas.
—Tienes razón —exclamó Idrys.
—Pues si la tengo —añadió Kamis—, le daré de beber para que no vaya al río y lo vean los ribereños.
La suerte de Saba quedó al fin resuelta, y el animal, después de haber descansado un rato y satisfecho el hambre, vació de un par de lengüetazos la vasija con agua que Kamis le acercó, y, recobradas las fuerzas, siguió tras la caravana.
Como suele suceder en los países tropicales, en que apenas hay aurora ni crepúsculo, el sol apareció de repente, como un abanico de fuego, inundando de luz rojiza el horizonte y descubriendo a los ojos de la caravana inmensos campos de arena.
—Hay que aligerar el paso —exclamó Idrys—, pues desde esta meseta nos verían de muy lejos.
Los camellos estaban descansados, habían comido y bebido en abundancia, y a la primera señal volaron como gacelas. Saba no podía darles alcance y se quedó un poco rezagado. En cambio, el dromedario en que iba Estasio con Idrys, alcanzó al de Nel, y ya uno junto a otro podían hablar sin necesidad de esforzarse mucho.
Aquella especie de cesto que los árabes habían tejido para Nel era tan cómodo y amplio, que la niña parecía un pajarillo metido en su nido. Podía dormir sin temor de caerse, y el traqueteo del camello la fatigaba mucho menos que la noche anterior. Además, la luz del nuevo día les dio nuevos alientos, y volvió a renacer en el corazón de Estasio la esperanza de que sus padres podrían alcanzarlos, puesto que si lo había logrado Saba, ellos podrían hacerlo con mucha más razón.
Y así se lo dijo a Nel, en cuyos labios brilló una sonrisa; la primera después del secuestro.
Los dos niños hablaban en francés para que Idrys no los entendiera, y así Nel preguntó a Estasio:
—¿Y cuándo nos alcanzarán?
—No lo sé. Lo mismo puede ser hoy que mañana, que dentro de tres días.
—No volveremos en camello, ¿verdad?
—No. Iremos sólo hasta el Nilo, y después, embarcados, hasta El Wasta.
—¡Oh, qué bien! —exclamó Nel, a quien ya no agradaban los camellos.
—Por el Nilo iremos a El Wasta y desde allí a casa.
Y arrullada por tan bella perspectiva comenzó a cabecear, y a los pocos instantes se quedó dormida, con ese sueño profundo que suele acometer por la mañana después de una jornada fatigosa.
Entretanto los beduinos no cesaban de aguijonear a los camellos, y Estasio advirtió que se iban desviando hacia el corazón del desierto.
Deseoso de turbar la seguridad y la confianza de Idrys, haciendo ostentación de la suya, se volvió a él y le dijo:
—¿De qué os servirá alejaros del Nilo? ¿Te figuras que sólo han de buscaros por las aldeas de la orilla?
—¿Y cómo sabes tú que nos alejamos del Nilo, si no ves la orilla? —le preguntó Idrys.
—Lo sé porque el sol no ha llegado aún al mediodía y nos da en la espalda. Esto indica que caminamos hacia poniente.
—Eres muy listo, muchacho —exclamó Idrys—. Pero no esperes que vuestros padres nos alcancen ni que te puedas escapar.
—No lo intentaré, si no puedo escaparme con Nel —respondió Estasio señalando a la niña, que iba durmiendo.
El sol fue elevándose poco a poco, hasta llegar al cenit, dejando sentir toda la fuerza de sus rayos. Entonces los camellos, que son unos animales que sudan poco, se cubrieron de sudor y aflojaron el paso.
El desierto volvió a cambiar de aspecto, y a la monotonía de aquella planicie sucedió una extensión de terreno surcada de barrancos, en uno de los cuales hicieron alto los beduinos para descansar.
No habían hecho más que saltar de sus cabalgaduras, cuando empezaron a dar fuertes gritos y a recoger piedras, arrojándolas todas a un mismo sitio.
Estasio, que aún no había bajado del camello, pudo contemplar un espectáculo curioso.
De entre los matorrales que tapizaban el barranco surgió una enorme serpiente, la cual, trepando por las grietas de una roca, huía hacia su escondrijo.
Los beduinos empezaron a perseguirla, y con ellos Gebhr, cuchillo en mano; pero lo abrupto del terreno les impidió darle alcance. Volvieron muy cabizbajos, dando vivas muestras de inquietud, exclamando:
—Alah! Bismilah! Bismitah! —y miraban a Estasio con mirada inquisidora e inquieta, sin que él pudiese adivinar por qué.
La niña bajó también del camello y, aunque no se sentía tan fatigada como la noche anterior, se echó sobre una manta que Estasio tendió en un trozo de terreno llano. Los árabes también se sentaron para comer, en silencio y preocupados, y en cuanto hubieron terminado, Idrys llamó aparte a Estasio y le preguntó misteriosamente:
—¿Has visto la serpiente?
—Sí —respondió al muchacho.
—¿La has conjurado tú a que nos saliera al encuentro?
—Yo no.
—Algo malo nos espera. Esos imbéciles la han dejado escapar.
—¿Qué quieres que os espere? ¡La horca! —repuso Estasio.
—¡Calla, muchacho! ¿Tu padre es encantador?
—Sí, lo es. ¿No lo sabías? —respondió el chiquillo resueltamente, comprendiendo que aquella gente supersticiosa interpretaba la aparición del reptil como un mal presagio.
—Ahora lo comprendo —exclamó Idrys—; con que nos la ha enviado tu padre, ¿eh? ¿Y no sabía que ibas a pagarlo tú?
—Inténtalo. Los hijos de Fátima responderán por nosotros.
—¡Hasta eso has llegado a penetrar! Pero recuerda que, gracias a mí, no perecisteis tú y Nel bajo el látigo de Gebhr.
—No lo olvido. Y gracias a eso te librarás del garrote.
Idrys le miró extrañado, y murmuró:
—¡Es asombroso! Eres nuestro prisionero y te permites hablar como disponiendo de nuestras cabezas. En mi vida he visto un muchacho tan atrevido. Hasta ahora he sido bueno con vosotros, pero te aconsejo que cierres el pico.
A pesar de todo, la seguridad con que hablaba el muchacho aumentó la intranquilidad de Idrys, quien, aunque aparentemente se mostraba muy severo, mientras montaba en el camello repitió en alta voz, como queriendo imprimir su recuerdo en el ánimo de Estasio:
—¡Yo soy muy bueno con vosotros! —Y en el acto se puso a rezar, pasando entre los dedos una especie de rosario, cuyas cuentas eran del tamaño de una avellana.
A eso de las dos de la tarde, en pleno invierno, el calor se hacía insoportable. No se veía ni una pequeña nube en el cielo, y sin embargo iba oscureciéndose el horizonte. Cruzaban sobre la caravana de cuando en cuando algunas aves, proyectando sus sombras fugaces sobre la arena. Aquella atmósfera de fuego era como el anuncio de algún siniestro cercano. Los camellos no aflojaban el paso, pero parecían intranquilos, y al fin uno de los beduinos se acercó a Idrys diciéndole:
—¡Algo malo se avecina!
—¿Qué crees tú que será? —preguntó Idrys.
—Temo que los malos espíritus hayan despertado el vendaval que duerme en el desierto de poniente y vendrá hacia nosotros.
Idrys se irguió sobre su albarda, tendió la vista hacia adelante y replicó:
—Tienes razón. Viene del sudoeste, pero en esta época del año no es tan de temer como en primavera.
—Pero no olvides que hace tres años sepultó cerca de Abu-Hamet una caravana entera, cuyos huesos no volvió a desenterrar hasta el último invierno. ¡Por Alá! ¡Si seca nuestra provisión de agua y asfixia a los camellos, estamos perdidos!
—Pues apretad el paso —dijo Idrys—. Que al menos no nos dé de frente.
—Es inútil; vamos cara a él.
—No importa; cuanto antes llegue, antes pasará. —Y diciendo esto, fustigó al camello.
Los demás le imitaron, y durante un buen rato sólo se percibieron los gritos de «yalla! yalla!» y los chasquidos de los varazos en las grupas de los camellos.
La oscuridad del horizonte por la parte de poniente aumentaba más y más; el sol seguía abrasando, y las aves remontaban su vuelo proyectando su sombra cada vez más pequeña sobre la arena. La respiración se hacía dificultosa, y los gritos de los árabes fueron disminuyendo hasta extinguirse.
Siguió a esto un silencio de muerte. Dos pequeñas raposas de enormes orejas se cruzaron con la caravana, huyendo en dirección contraria.
Entonces el beduino que había hablado con Idrys poco antes se le acercó de nuevo y le dijo con voz apagada:
—Lo que se nos viene encima no es un vendaval cualquiera. Un mal genio nos persigue. Aquella serpiente…
—Lo sé, lo sé —interrumpió Idrys.
—Mira cómo se agita el aire —añadió el beduino—, esto no suele pasar en invierno.
En efecto, la atmósfera empezó a agitarse y parecía que con ella temblaba también la arena. El beduino se quitó el capuchón, empapado de sudor, y gritó:
—¡El corazón del desierto tiembla de miedo!
Apenas hubo dicho esto, cuando el otro beduino, que iba al frente de la caravana, se volvió y gritó a su vez:
—¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!
Y, efectivamente, el huracán llegó. Primero apareció en lontananza una nube parda, que iba acrecentándose, volando hacia la caravana. Las capas más bajas de aire comenzaron a agitarse y a rizar la arena, removiéndola después y ensortijándola en trombas.
Pero todo esto fue cosa de un instante. La nube que había divisado el guía antes que nada arremetió contra la caravana con una velocidad vertiginosa, y los viajeros sintieron como el aletazo de un pájaro colosal. En un segundo, jinetes y camellos quedaron cegados y ahogados por el polvo; nubes de arena cubrieron el cielo, y el horizonte quedó sumergido en la sombra.
Los de la caravana no se veían ni oían entre sí, porque el rugir del huracán apagaba sus voces y el mugir de los camellos.
Había un tufo especial en la atmósfera. Los animales se detuvieron, y, volviendo grupas al viento, estiraron el cuello, sepultando las fauces en la tierra, pero los jinetes no lo consintieron, pues la caravana que se detiene en tales circunstancias suele ser sepultada por la arena.
En esos casos lo mejor es seguir la dirección del viento, pero como Idrys no podía retroceder sin exponerse a caer en manos de sus perseguidores, pasada la primera embestida del huracán siguieron de nuevo hacia adelante.
Hubo un momento de calma; pero como el sol no podía romper los densos nubarrones de arena suspendidos en la atmósfera, las tinieblas continuaban.
Al fin las arenas más densas comenzaron a caer, rellenando los pliegues de los vestidos y los huecos de las monturas.
Estasio pensó entonces que si aquello se repetía podría aprovechar la oscuridad para escapar hacia el norte en dirección del viento. Los árabes, preocupados con las molestias del huracán y cegados por la arena, no lo advertirían, y si podía llegar hasta alguna de las inmediaciones del Bahr-Jusuf, Idrys y Gebhr dejarían de perseguirle, por no exponerse a tropezar con la justicia. La dificultad mayor estaba en poderse reunir con Nel en un mismo camello. Reflexionó un momento, y tocando en el brazo a Idrys le dijo:
—Dame agua.
El árabe le alargó una vasija, y Estasio, sediento de verdad, bebió hasta saciarse, y sin devolver el cántaro asió nuevamente del brazo a su guardián, diciéndole:
—¡Idrys, manda hacer alto!
—¿Para qué?
—Quiero pasarme al camello de Nel y darle de beber.
—¿Acaso no llevan ellas agua?
—Sí que llevan —respondió Estasio—, pero temo que Dinah, que es una egoísta, se la haya bebido toda. Además, el cesto en que van debe de estar lleno de arena y yo lo limpiaré.
—No te preocupes, muchacho. El viento volverá a soplar y lo dejará bien limpio.
—Con más razón necesitará mi ayuda.
Pero Idrys ya no respondió nada; arreó al camello y prosiguió el camino.
—¿Por qué no me contestas? —le preguntó Estasio, extrañado.
—Porque estoy pensando si será mejor atarte a la silla o las manos a la espalda.
—¿Te has vuelto loco?
—No; pero adivino lo que piensas.
—No tengo necesidad de pensar nada, que ya nos alcanzarán.
—Será lo que Alá quiera —replicó Idrys.
Y así terminó la conversación.
Lentamente fue desapareciendo la arena de la atmósfera, quedando solamente un polvillo rojo, a través del cual se transparentaba el sol como un disco de cobre.
Ya casi se distinguía claramente la inmensa planicie que se extendía ante los ojos de los viajeros, cuando, casi sin que pudieran advertirlo, se les echó encima otra nube espantosa. Era mucho mayor que la primera y terminaba en dos enormes columnas, que se ensanchaban al elevarse.
Los árabes y los beduinos se estremecieron al reconocer en ellas dos grandes trombas de arena.
Idrys se llevó la mano a la boca, en señal de adoración al huracán que se aproximaba. Por lo visto su fe en Alá no le impedía temer y adorar otras divinidades, pues Estasio le oyó claramente dirigir al huracán estas palabras:
—¡Señor, somos tus hijos, no nos devores!
Pero el huracán llegó en aquel instante y arremetió contra sus hijos con tal furia, que poco faltó para que rodaran todos por tierra.
Los camellos se juntaron unos con otros en pelotón, con las cabezas en el centro. Removiéronse masas gigantescas de arena, y se produjo una oscuridad mucho más densa que la anterior. A los jinetes les parecía ver en las tinieblas pasar rozando con ellos extrañas sombras, sin poder distinguir si eran de aves o de camellos arrebatados por el huracán.
Y como entre los rugidos del viento parecían percibirse voces misteriosas que semejaban aullidos, ayes o risotadas, llegaron a pensar, estremecidos de horror, que podían ser almas de viajeros sepultados en las arenas.
Pero lo más horrible era el peligro que los amenazaba. Las trombas estaban cada vez más cerca, y si llegaban a envolverlos con sus espirales, arrebatándolos de encima de los camellos, podrían sepultarlos en un instante bajo un monte de arena hasta que un nuevo huracán viniera a desenterrar sus huesos.
Estasio comenzaba a sentir vértigos, le iba faltando el aliento y la arena le cegaba; pero le pareció oír que Nel estaba llorando y pidiendo auxilio, y aprovechando la oscuridad y la confusión de sus guardianes, como ya había desmontado y los camellos se hallaban tan próximos el uno del otro, iba a pasar al de la niña para acudir en su ayuda cuando sintió sobre sus espaldas el pesado puño de Idrys, que, cogiéndole como una pluma, le sentó delante de él, le envolvió con una soga de palmera y le ató las manos sujetándole a la montura. El muchacho apretó los dientes y se resistió cuanto pudo, pero fue en vano; le faltó la voz para convencer a Idrys de que no tenía el propósito de huir, sino de socorrer a Nel, y sintiendo que se ahogaba hizo un supremo esfuerzo y gritó:
—¡Socorred a Nel! ¡Socorredla!
Pero los árabes y los beduinos tenían bastante con socorrerse a sí mismos, y viendo que ya era imposible sostenerse sobre los camellos, y que los animales tampoco podían resistir el empuje del huracán, saltaron a tierra, sujetándolos como pudieron.
Los animales se afianzaban en el suelo abriendo las patas, pero todo iba siendo inútil, y ante los azotes del vendaval y el empuje de las arenas cedían terreno poco a poco.
El viento abría a su alrededor profundos hoyos, que nuevos aludes de arena volvían a cubrir, sepultándolos hasta el pecho, y como esto hacía que el peligro fuera en aumento, obligó al fin a Idrys a apelar al último recurso y seguir la dirección del viento. Estaban ya dispuestos a hacerlo cuando un nuevo acontecimiento cambió por completo la situación.
Los nubarrones de arena tornáronse de repente cenicientos, la oscuridad se hizo más profunda, y entre los desiertos de Arabia y Libia retumbó un trueno espantoso. Parecía que rocas y montes se desplomaban. Su fragor se fue acrecentando, recorriendo amenazador el horizonte, y a veces con tal furia que parecía que el cielo iba a hundirse en la tierra. Rodaba de nuevo con un ronquido sordo y prolongado; estallaba otra vez en espantoso estampido, y así, entre rugidos y amenazas, iba en pugna con los bramidos del huracán[8].
Este, al fin, calló, como vencido, y tras un estampido formidable, que hizo retemblar las bóvedas del cielo, sucedió un silencio sepulcral.
—¡Ya estamos salvados! —gritó entonces el guía—. ¡Alá es más fuerte que el huracán y el trueno!
A esta voz montaron todos y prosiguieron la marcha. Pero como aquella densa oscuridad persistía, aunque los jinetes caminaban juntos, no se veían y tenían que llamarse a voces de cuando en cuando para no perderse. Los camellos iban despacio para no tropezar, y aunque algún relámpago iluminaba frecuentemente el horizonte con una luz cenicienta o cobriza, no bastaba para orientados, y así caminaban sin saber si daban vueltas sin tino o si desandaban lo andado.
Después, algunas gotas de lluvia anunciaron un próximo aguacero, y volvió a oírse la voz del guía, que gritaba:
—Khor!
Los camellos se detuvieron al borde de un barranco y comenzaron a deslizarse con mucha precaución.