Capítulo 7

Entretanto los camellos corrían como el viento por aquellos arenales bañados por la luz de la luna.

No tardó en cerrar la noche, y la luna, que antes era roja como una bola de fuego, fue palideciendo y reduciendo su tamaño a medida que se levantaba sobre el horizonte. Las colinas lejanas fueron cubriéndose como de un levísimo tul de plata, que, sin ocultarlas a la vista, les daba una apariencia de espectros luminosos. De cuando en cuando, de entre los peñascos esparcidos en todas direcciones salían lastimeros aullidos de chacales.

Así transcurrió otra larga e interminable hora, y Estasio, para atenuar el efecto de las sacudidas del camello, ciñó a Nel con sus brazos. La chiquilla no cesaba de preguntarle por qué tardaban tanto en llegar, y como no podía satisfacer su curiosidad, decidió decirle la verdad.

—Nel —le dijo en voz baja—, quítate un guante y déjalo caer al suelo.

—¿Por qué, Estasio?

Pero el muchacho, sin responder a su pregunta, le dio un apretón y, con cierta, impaciencia desconocida en él, exclamó:

—¡Haz lo que te digo!

La niña, sin soltar a su compañero por temor a caerse, asió con los dientes el guante y, quitándose dedo por dedo, lo dejó caer sobre la arena.

—Dentro de un rato quítate el otro y haz lo mismo —le dijo de nuevo Estasio—. Yo he tirado ya los míos, pero los tuyos son más blancos y será más fácil verlos. —Y viendo que la pequeña le miraba extrañada, añadió—: No te asustes, Nel, por lo que voy a decirte. Mira, puede ser que no encontremos ni las tiendas de campaña, ni a nuestros padres. Me parece que estos miserables nos han secuestrado; pero no tengas miedo, que vendrán en seguida a buscarnos y nos alcanzarán. Por eso te he dicho que tiraras los guantes, para que sepan por dónde hemos venido. Por ahora no podemos hacer otra cosa; después ya pensaré el modo de libertarnos. No llores y confía en mí.

En efecto, al oír que no verían a sus padres y que los habían raptado, Nel se echó a llorar y, abrazándose con más fuerza a Estasio, le preguntó entre sollozos por qué los habían secuestrado y adónde los llevaban.

El muchacho la consoló como pudo, casi con las mismas palabras que empleó su padre para tranquilizar al señor Rawlison, asegurándole que en todas las riberas del Nilo tendrían pronto aviso de lo que pasaba, y que él no la abandonaría para nada.

Pero Nel, más afligida por no ver a su padre que por miedo, no dejó de llorar, y de este modo siguieron caminando largo trecho, en medio de aquella noche luminosa, por las pálidas arenas del desierto.

Estasio se sentía deprimido, más que por el miedo y la ausencia de su padre, por la conciencia de su debilidad. Antes se consideraba invencible y dispuesto a desafiar a todo el mundo, y ahora se daba cuenta de que era un niño, de quien cualquiera podía disponer a su antojo. A pesar suyo caminaba montado en aquel camello, sólo por la voluntad de un bárbaro, que le seguía, obligándole a obedecer, y tenía que confesar, forzosamente, que le faltaba el valor, que tenía miedo de aquellos hombres, de aquel desierto y del oscuro porvenir que los esperaba a él y a su pequeña compañera.

Por encima de todo le afligía la suerte de la niña, y el pensar que en aquellos momentos él era el único que podía ampararla y protegerla le daba nuevos bríos y le afirmaba en su decisión de defenderla hasta la muerte.

La nenita, fatigada por el llanto y el traqueteo del camello, empezó a adormecerse y al fin se quedó profundamente dormida. Estasio sabía que la caída de un camello al trote es mortal, y para impedir que Nel pudiera caerse la sujetó a la silla con una cuerda que encontró en la montura. Pero al poco rato notó que los camellos aflojaban el paso, a pesar de que el terreno que pisaban era blando y arenoso. Habían llegado al pie de una colina.

El desierto fue cambiando de aspecto; las colinas iban apareciendo con más claridad, y a la monotonía de la llanura sucedió un suelo quebrado y pedregoso. Tropezaron con algunos pasos estrechos, cubiertos de piedras, que parecían ser cuencas de ríos ya secos, y con barrancos que era preciso atravesar con mucha precaución.

Los animales comenzaron a caminar muy lentamente, casi paso a paso, tanteando el terreno entre los espesos matorrales de rosas de Jericó que, rastreando por el suelo, trepaban después a lo largo de las rocas. El continuo tropezar de los camellos indicaba a los guías que necesitaban descanso, y los beduinos se detuvieron en un barranco muy profundo, saltaron de sus monturas y descargaron a los animales. Idrys y Gebhr hicieron lo mismo. Entretanto Kamis se dispuso a encender fuego, y no hallando a mano ni leña ni abono, que es lo que usan los árabes a falta de combustible, cortó varias ramas de rosas de Jericó, hizo un montón con ellas y le prendió fuego.

Estasio, Nel y la nodriza Dinah se unieron unos a otros mientras los guías desalbardaban las cabalgaduras. La pobre negra, más asustada que los niños, porque comprendía mejor que ellos la difícil situación en que se hallaban, no podía articular palabra. Sacó de la maleta un abriguito de Nel y, después de haberla abrigado más de lo que estaba, se sentó junto a la niña y empezó a besar sus manos sollozando.

Estasio, muy decidido, se acercó a Kamis le preguntó qué significaba todo aquello. El traidor, sin responder una palabra, se contentó con enseñarle sus blancos dientes, con una sonrisa amenazadora, y le volvió la espalda. Entonces Estasio se dirigió a Idrys y le preguntó lo mismo, y este, amenazándole con el dedo, le respondió secamente:

—¡Calla, y lo verás!

Cuando, después de un rato, el fuego prendió en las rosas, todos, menos Gebhr, se agruparon alrededor de la lumbre, y sacando sus provisiones de maíz, cabrito y cordero asado se pusieron a comer.

La pequeña Nel, aunque estaba molida de cansancio y muerta de sueño, comía la parte que le había correspondido, cuando de pronto, a la temblorosa luz de la hoguera, apareció Gebhr con los ojos centelleantes, y mostrando dos diminutos guantes preguntó:

—¿De quién es esto?

—Son mis guantes —respondió Nel, medio dormida.

—¿Tuyos, víbora? —exclamó Gebhr, apretando los dientes—. Querías dejar una señal en el camino para que tu padre nos cogiera, ¿eh?

Y al decir esto levantó el látigo que los árabes usan para acosar a los camellos y lo descargó sobre la infeliz criatura. Aunque Nel estaba envuelta en un grueso abrigo, sintió un dolor tan terrible que dejó escapar un grito de horror. Gebhr iba a repetir el golpe, pero no pudo. Estasio dio un salto y le embistió como un toro, dándole una furiosa cabezada y agarrándole por el cuello.

La embestida fue tan furiosa e inesperada que el árabe perdió el equilibrio y cayó debajo del muchacho. Rodaron los dos, forcejeando el árabe por desasirse, lo cual no le costó mucho. De un manotazo separó la débil mano de Estasio de su garganta; luego lo volvió de espaldas y, sujetándolo en el suelo, descargó el látigo sin compasión sobre sus costillas.

Nel acudió en su auxilio, pero de nada hubiesen servido sus gritos si Idrys no hubiera intervenido. A los lamentos de Estasio corrió a arrancar el látigo de las manos de su hermano, y lo arrojó lejos diciendo:

—¡Vete de aquí, imbécil!

—¡Quiero descuartizar a este escorpión! —respondió Gebhr, furiosamente.

Pero Idrys, sujetándole por un brazo y mirándole con rabia, le dijo en voz baja y en tono amenazador:

—¿Olvidas, necio, insensato, que la noble Fátima ordenó que no se hiciera a estos niños el menor daño ni sufrieran la más pequeña injuria?

—¡Le voy a hacer pedazos! —repitió Gebhr.

—Te prohíbo que vuelvas a tocar a ninguno de ellos, y por cada golpe tuyo, tú recibirás diez —repuso Idrys, blandiendo el látigo—. ¿No sabes, idiota, que estos niños van destinados a Esmaín, y que si alguno de los dos falleciera en el camino, el mismo Mahdi (cuya vida guarde Alá) te mandaría ahorcar?

El nombre del Mahdi impresionó tanto a todos, que Gebhr bajó la cabeza y exclamó, con un suspiro:

Alah akbar! Alah akbar![6].

Entretanto Estasio se incorporó, con los huesos molidos, pero con la satisfacción de haber cumplido con su deber, y, pensando que si su padre le hubiera visto se habría sentido orgulloso de él, fue junto a la niña para consolarla y le dijo:

—Verdaderamente me ha dejado casi sin resuello, Nel, pero no se atreverá a tocarte otra vez. ¡Ah, si yo hubiese tenido un arma!

Nel le echó los brazos al cuello, asegurándole que más había llorado por él que por el latigazo que le diera Gebhr, y entonces Estasio se acercó a la niña hasta poder hablarle al oído, y le dijo:

—Oye, Nel: no por lo que me ha hecho a mí, sino por haberse atrevido a pegarte, ¡juro que no le perdono ni le perdonaré nunca!

El incidente se dio por terminado, y una vez reconciliados Idrys y Gebhr extendieron en el suelo sus albornoces y se echaron sobre ellos. Kamis no tardó en seguir su ejemplo.

Los beduinos se ocuparon en dar de comer a los camellos y conducirlos a la orilla del Nilo, amparados por la oscuridad de la noche.

La pobrecita Nel apoyó su cabeza sobre las rodillas de Dinah y se quedó dormida como un ángel.

El fuego se apagó lentamente, y comenzaron a aparecer en el cielo unas nubecillas que ocultaban a intervalos el disco de la luna, y el triste aullar de los chacales ocultos entre los peñascos resonaba sin cesar.

Dos horas tardaron los beduinos en regresar con los camellos, los cuales llevaban pesados cueros llenos de agua. Lo primero que hicieron al llegar fue revolver las brasas y echar más ramas de rosas de Jericó para avivar el fuego, sentándose después junto a la lumbre para tomar un bocado.

Su llegada despertó a Estasio, a Idrys, a Gebhr y a Kamis, y reunidos junto al fuego entablaron conversación.

—¿Podemos reanudar la marcha? —preguntó Idrys.

—Imposible —respondieron los beduinos—. Nosotros y los animales necesitamos descanso.

—¿Os ha visto alguien?

—Nadie. Hemos llegado al Nilo entre dos pequeñas aldeas, de las que sólo se percibían a lo lejos los ladridos de algún perro.

—No se puede ir por agua más que a medianoche y en lugares solitarios. Es indudable que nos perseguirán, pero en cuanto pasemos la primera catarata la ribera está menos poblada y la gente es adicta al Profeta.

Kamis, dando media vuelta, y tendido de espaldas, añadió:

—No tenemos por qué apresurarnos. Los señores esperarán en El Facher a los niños toda la noche, y al ver que no llegan irán primero a El Fayum y después a El Gharak. Allí se enterarán de lo ocurrido, y regresarán a Medinet en busca de socorro. Con todo esto pasarán tres días; creo que entretanto podemos descansar y fumar tranquilamente. —Diciendo esto sacó la pipa y, alargando el brazo, sin levantarse del suelo, tomó una brasa del fuego y la encendió con ella.

—Tienes mucha razón en lo que has dicho, Kamis —replicó Idrys—; pero tenemos que aprovechar estos tres días para alejarnos hacia el mediodía cuanto nos sea posible. No estaré tranquilo hasta haber pasado el Khargeh[7]. ¡Permita Alá que los camellos resistan!

—Resistirán —replicó uno de los beduinos.

—Dicen que las tropas del Mahdi han llegado ya hasta Asuán —exclamó Kamis.

Estasio, que hasta entonces había escuchado en silencio la conversación de los árabes, recordando lo que Idrys había dicho antes a su hermano, se acercó a ellos y dijo:

—¡No lo creáis! El Mahdi no está aún en Kartúm.

—¡Mientes! —replicó Kamis.

—No hagáis caso a este animal —replicó Estasio—, tiene la mollera tan dura como negra la piel. A Kartúm no podréis llegar en un mes, aunque compréis nuevos camellos cada tres días y corráis tanto como habéis corrido hoy. Además, quien os cortará el paso no será el ejército egipcio, sino el inglés.

Y al ver que aquellas palabras habían calado hondo, continuó:

—Antes de que lleguéis a encontraros entre el Nilo y el Gran Oasis, el desierto estará lleno de guardias. ¿Olvidáis la velocidad con que corren por el telégrafo las noticias?

—¡El desierto es muy ancho! —exclamó uno de los beduinos.

—Pero no podéis alejaros del Nilo, si no queréis morir de sed —replicó Estasio.

—Cuando nos persigan por una orilla podremos atravesar el río y pasarnos a la otra.

—Eso estaría bien si allí no hubiera también telégrafo.

—El Mahdi nos enviará un ángel que ciegue a nuestros enemigos y nos cubra a nosotros con sus alas —repuso el beduino.

—¡Idrys! —gritó entonces Estasio, dirigiéndose a este—. No hablo ya a Kamis, que es una calabaza, ni a Gebhr que es una hiena. Me dirijo a ti, que eres más inteligente y vales más que ellos. Sé que vuestra intención es llevarnos al Mahdi y entregarnos a Esmaín; pero si lo hacéis por dinero, quiero que sepas que el padre de esta niña tiene más oro que todos los del Sudán juntos.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Idrys.

—Que nos volváis a casa. El padre de Nel será generoso con vosotros, y el mío también.

—O nos entregarán en manos de la justicia para que nos ahorquen.

—No, Idrys. Esto es lo que sucederá si os alcanzan y os detienen por fuerza. Pero si volvéis de grado y diciendo que estáis dispuestos a entregarnos, os perdonarán y seréis ricos. Ya sabes que los blancos mantienen siempre su palabra; pues bien, yo os la doy en nombre de nuestros padres.

Al decir esto, Estasio estaba seguro de que, en efecto, sus padres aceptarían el compromiso a cambio de librarlos de aquel horrible camino y de la vida, aún más horrible, que los esperaba entre las hordas salvajes del Mahdi. Aguardaba con gran impaciencia la respuesta de Idrys, quien, después de una larga reflexión, le preguntó:

—¿Dices que vuestros padres nos darán mucho dinero?

—Lo aseguro —respondió Estasio.

—¿Y tú crees que ese dinero podrá abrirnos la puerta del Paraíso, como una sola bendición del Mahdi?

Bismilah! —exclamaron a un tiempo, llenos de admiración, los beduinos junto con Gebhr y Kamis.

Esto hizo que Estasio perdiera toda esperanza, porque sabía que, a pesar de que los orientales son extremadamente codiciosos, no existen tesoros en el mundo que puedan sobornarlos cuando se trata de su fe.

Idrys, animado por la admiración que habían producido sus palabras, más por el deseo de crecer en la opinión de sus oyentes que por convencerlos, prosiguió:

—Nosotros tenemos la inefable dicha de pertenecer a la tribu del Mahdi, lo mismo que Fátima. Si le entregamos estos niños para su rescate, él nos bendecirá. Y si hasta el agua en que él hace todas las mañanas las abluciones prescritas cura las enfermedades y limpia los pecados, ¿qué no podrá hacer su bendición?

Bismilah! —exclamaron de nuevo los otros.

Estasio hizo una última tentativa de salvación y dijo, como el náufrago que se agarra a la única tabla:

—Si lo hacéis por el rescate de Fátima, llevadme a mí y devolved a Nel a su padre; por mí obtendréis igualmente la redención de aquella mujer.

—Mejor la obtendremos por los dos —replicó Idrys.

Estasio, desesperado y sin saber qué hacer, se volvió a Kamis y le dijo:

—Tu padre responderá de tu traición.

—Mi padre —dijo aquel—, está ya camino del desierto para reunirse con el Mahdi.

—Lo detendrán y lo ahorcarán —replicó el muchacho.

Entonces Idrys, creyendo llegado el momento de infundir ánimos a los suyos, se volvió a ellos y les dijo:

—No temáis, que los buitres que hayan de devorar nuestros cuerpos después de ahorcados no han salido todavía del cascarón. Conocemos el peligro, pero también conocemos el desierto. Vosotros —dijo señalando a los beduinos—, sabéis hallar caminos que sólo conocen las gacelas, y por los que nadie podrá seguirnos. Los camellos irán al Nilo de noche, y cuanto más avancemos, más partidarios del Mahdi hallaremos en las riberas. Ellos nos darán víveres y camellos de refresco y desviarán a nuestros perseguidores. No ignoramos que una gran distancia nos separa aún del Mahdi, pero sabemos también que cada día nos vamos acercando más a aquel bendito vellón en que se arrodilla para orar.

Bismilah! —repitieron los demás por tercera vez.

Con esto quedó afianzado el prestigio de Idrys, y Estasio, comprendiéndolo así y convencido de, que no había remedio, pensó en proteger por lo menos a Nel de la ferocidad de aquellos bárbaros, y dirigiéndose de nuevo a Idrys le dijo serenamente:

—¡Idrys! Seis horas de camino han bastado para agotar las energías de Nel, al extremo de que apenas puede tenerse en pie. ¿Cómo podéis creer que resistirá todo el camino? Y si ella muere, yo moriré también, y entonces ¿cómo os presentaréis al Mahdi?

Esta vez Idrys no supo qué contestar y guardó silencio. Estasio lo aprovechó para continuar:

—Y al saber que vuestra necedad ha costado la vida a Fátima y a sus hijos, ¿cómo os recibirán el Mahdi y Esmaín?

Idrys recobró al instante la serenidad y respondió:

—Tú no morirás. ¡Por Alá! He visto cómo te lanzaste al cuello de Gebhr y sé que tienes fuerzas suficientes para llegar al fin del viaje, y en cuanto a ella… —Al decir esto volvió los ojos hacia la niña, y, al verla dormidita en los brazos de Dinah, continuó en voz baja—: Haremos con cañas y cuerdas una especie de nido de pájaros sobre el camello, para que pueda dormir como duerme ahora.

En seguida escogió la mejor de las cabalgaduras, y con la ayuda de los beduinos entretejieron sobre el animal una especie de cesto cubierto, y tan ancho que podían acostarse cómodamente en él la niña y su nodriza.

—¿Lo ves? —dijo Idrys a Estasio en cuanto hubo terminado su tarea—, aquí no se romperían ni huevos de codorniz. La negra irá con ella para que la cuide. Tú montarás en mi camello, pero marcharemos a su lado para que puedas verla.

El muchacho recobró en parte la tranquilidad, satisfecho de haber conseguido al menos aquellas ventajas para Nel y animado con la esperanza de que les darían alcance antes de llegar a la primera catarata. Fortalecido su espíritu con estos pensamientos, ya no pensó más que en dormir, aunque fuera atándose al camello, pues estaba rendido de la jornada anterior.

Las sombras de la noche se iban desvaneciendo; el aullar de los chacales había cesado, y ya iban a ponerse en marcha cuando llegaron las primeras claridades anunciando el nuevo día.

Los árabes se detuvieron para cumplir los preceptos del Corán, y, ocultándose detrás de una roca que había a pocos pasos, hicieron las abluciones matinales, utilizando arena para economizar agua, y entonaron a renglón seguido sus acostumbradas plegarias.

Estasio levantó también sus ojos al cielo, y en medio de aquella soledad, desamparado de todos, se puso a rezar esta oración que brotaba de lo más hondo de su alma:

—Ampáranos y protégenos, Madre de Dios; no nos abandones. Acudimos a ti en nuestra soledad. Escucha nuestros ruegos. Defiende siempre a tus hijos de todos los peligros, Virgen sagrada y bendita.