Rawlison y Tarkowski esperaban, verdaderamente, a sus hijos, pero no entre las arenosas colinas de Wadi Rayan, sino en El Facher, ciudad situada sobre el canal del mismo nombre, cuyos trabajos acababan de terminarse y ellos debían inspeccionar.
El Facher dista cuarenta y cinco kilómetros en línea recta de Medinet, pero no hay comunicación directa, y como es preciso desviarse hacia El Wasta, Rawlison no consideraba excesiva la tardanza de los niños.
—Es probable que Kamis no haya llegado a Medinet hasta esta mañana —decía al señor Tarkowski—. Se habrán puesto en camino en seguida para no viajar de noche y llegarán al oscurecer.
—Eso creo yo también —repuso el padre de Estasio, y agregó—: Kamis tendrá que descansar, y aunque en verdad mi hijo es demasiado impaciente, cuando se trata de Nel sabe moderarse, y habrá decidido lo más sensato y conveniente. Por mi parte le he escrito también recomendándole que no viajen de noche.
—Confío en Estasio, porque es un muchacho valiente y sabe obrar con prudencia.
—Así es como pienso yo —repuso Tarkowski—. Con todos sus defectos, mi hijo tiene un carácter noble, y no sabe mentir, porque sólo mienten los cobardes, y él es muy valiente. Tampoco carece de energía, y si con el tiempo consigue moderar sus arranques impetuosos, sabrá vivir.
—Estoy seguro de ello. Y respecto a que es impetuoso, ¿no lo fue usted cuando era joven?
—He de confesar que sí —repuso Tarkowski, con una sonrisa—. Pero nunca confié tanto en mí mismo como mi hijo.
—¡Bah! De esto curará con el tiempo. Puede usted darse por satisfecho de tener un hijo como el que tiene.
—No creo que sea usted menos feliz que yo en este sentido, teniendo esa criaturita tan angelical y tan dulce.
—¡Dios la bendiga! —exclamó Rawlison enternecido.
Después de esto, los dos amigos se sentaron a revisar los planos y presupuestos de las obras, en cuya ocupación se les fue toda la tarde.
Al oscurecer se hallaban en el andén de la estación, esperando a los pequeños.
—¡Hace una noche deliciosa! —decía Rawlison—. Un poco fría, sin embargo, y no sé si Nel habrá traído bastante ropa de abrigo.
—Seguramente su nodriza y Estasio habrán pensado en ello —sugirió Tarkowski.
—Ahora siento que no hayamos ido nosotros mismos a Medinet a buscar a los niños.
—Ese fue mi consejo.
—Es verdad; y no lo seguí por la impaciencia de ver a nuestros hijos y por no desandar lo andado. Por otra parte, Kamis se ha encariñado mucho con nuestros hijos, y como fue él quien me sugirió la idea de traerlos aquí, he confiado en su fidelidad.
Las señales de que se acercaba el tren interrumpieron su conversación. En el acto aparecieron los ojos centelleantes de la locomotora y pudo oírse su resoplar fatigoso.
Una larga hilera de vagones iluminados se deslizó a lo largo del andén y, tras un leve estremecimiento, se detuvo. Rawlison recorrió todas las ventanillas, y volvióse hacia Tarkowski diciendo:
—¡No los he visto!
—Es posible que estén al otro lado y no hayan podido asomarse. Ahora bajarán —respondió el polaco.
Los viajeros comenzaron a salir del tren, casi todos árabes, pues en El Facher, aparte de sus hermosas alamedas de palmeras y acacias, no hay nada que atraiga la curiosidad de los turistas; pero los niños no aparecían.
—Esto significa que Kamis ha perdido el tren en El Wasta o se ha quedado dormido en Medinet —exclamó Tarkowski muy incomodado.
—Es posible —contestó Rawlison, empezando a intranquilizarse—. Pero también podría ser que alguno se hubiese puesto enfermo.
—No lo creo, porque mi hijo hubiera telegrafiado.
—Puede que haya algún telegrama en el hotel.
—Vamos a verlo.
Muy intranquilos y preocupados, los dos amigos se dirigieron al hotel donde se hospedaban. Pero no había ningún telegrama. Al ver el gesto de inquietud del señor Rawlison, Tarkowski se volvió a él y le dijo:
—Oiga usted, Rawlison; es posible que Kamis se quedara ayer dormido y no se haya presentado a los niños hasta hoy, diciéndoles que tiene orden de traerlos mañana. Cuando llegue se excusará diciendo que lo entendió así. De todos modos, voy a telegrafiar a mi hijo, para salir de dudas.
—Y yo al mudir de Fayum.
Antes de quince minutos estaban despachados los dos telegramas.
En realidad no había motivo para alarmarse, pero, a pesar de ello, los dos ingenieros pasaron una noche muy intranquila por aquella espera y se levantaron de madrugada.
La respuesta del mudir no llegó hasta las diez. Era breve y no muy clara: «Me he informado en la estación —decía—. Los niños partieron ayer hacia El Gharak-el-Sultani».
Al leer el telegrama, los dos ingenieros quedaron atónitos. Se miraron en silencio unos momentos, como si no comprendieran el contenido, y de pronto Tarkowski, que, como su hijo, era muy impetuoso, dio un fuerte puñetazo en la mesa y exclamó:
—No hay duda; esta mala pasada ha salido de la cabeza de mi hijo. ¡Yo le enseñaré a no tener esos caprichos!
—Nunca hubiera creído eso de Estasio —añadió Rawlison—. ¿Y qué habrá hecho Kamis?
—Nada. Al encontrarse sin los niños en Medinet, o no habrá sabido qué hacer, o habrá salido en su busca.
—Puede ser.
Una hora después los dos partían para Medinet, donde, al llegar, no encontraron los camellos, y donde se informaron de que los niños habían salido con Kamis hacia El Gharak.
Anonadados con esta nueva noticia, partieron hacia el lugar indicado. El egipcio de las gafas negras y de la gorrita encarnada afirmó que había visto un muchacho de unos catorce años y una niña de ocho acompañados de una negra no muy joven, los cuales habían marchado hacia el desierto; que no recordaba si los camellos eran ocho o nueve; de lo que estaba seguro era de que uno de ellos estaba aparejado como para una larga jornada, y que en ellos iban dos beduinos armados de largos aguijones. Recordaba también que, al acercarse a la caravana, uno de los guías, natural del Sudán, le había dicho que aquellos niños eran hijos de unos ingleses que aquel día habían ido de caza al desierto, hacia Wadi Rayan.
—¿Y han regresado esos ingleses? —preguntó Tarkowski.
—Sí; volvieron ayer, trayendo dos lobos que habían matado. Me extrañó no ver con ellos a los niños, pero como eso no era cosa que me correspondiera averiguar, no les pregunté nada.
Y dicho esto volvió la espalda y se dirigió a sus quehaceres.
Rawlison se quedó pálido como la cera, se quitó el sombrero, se llevó la mano a la frente, que la tenía bañada en sudor, y se tambaleó como si fuera a perder el sentido.
—¡Valor, Rawlison! —exclamó Tarkowski, asiéndole por un abrazo—. Han secuestrado a nuestros hijos, pero los rescataremos. ¡No perdamos tiempo!
—¡Nel, hija mía! ¡Hija de mi vida! ¡Hija mía! ¡Nel! —repetía Rawlison.
—¡Pobre Nel, y pobre Estasio! —gemía Tarkowski—. Ahora veo que mi hijo no tiene la culpa de nada. Los han engañado, y engañados los han secuestrado. ¡Quién sabe con qué fin! Es posible que con la esperanza de un buen rescate. Sin duda Kamis es cómplice de Idrys y Gebhr.
Entonces recordó que Fátima había dicho que los tres pertenecían a la tribu de los Dangalis, de la que era jefe el Mahdi, y sintió que la sangre se le helaba en las venas. Era evidente que sus hijos no habían sido secuestrados por dinero, sino para tenerlos en rehenes y obtener el rescate de la familia de Esmaín. «¿Y qué harán con ellos? —pensaba—, ¿Los llevarán errantes por el desierto? Imposible; perecerían de hambre. ¿Ocultarse en las aldeas ribereñas? Tampoco, porque no tardarían en caer en manos de la justicia. Es indudable que su propósito ha sido llevarlos a presencia del Mahdi».
El horror se apoderaba de él ante semejante idea. Pero el antiguo guerrero no tardó en recobrar la serenidad y, desechando pensamientos inútiles, empezó a idear los medios del rescate. «Fátima —se decía—, no tiene motivos de venganza contra nosotros ni contra nuestros hijos. Lo que persigue es obtener por ellos la libertad, y esto garantiza sus vidas. Esto no deja de ser una gran suerte en medio de la desgracia; pero, asimismo, las fatigas de un viaje tan horrible pueden acabar con ellos».
Y después de dar vueltas y más vueltas a estos atormentadores pensamientos, el ingeniero se dirigió a su amigo y le dijo:
—Oiga, Rawlison: Idrys y Gebhr son imbéciles; no han tenido en cuenta que el Mahdi, en busca de quien se dirigen, está más allá de Kartúm, a dos mil kilómetros de aquí. Durante todo ese largo trayecto no pueden alejarse de la orilla del Nilo, porque morirían de sed. Vaya usted en seguida a El Cairo y pida al gobernador que envíe órdenes a todos los puestos militares de las riberas del río para que persigan o intercepten el paso a los malhechores. Prometa usted a las autoridades de las aldeas una fuerte recompensa por el hallazgo de nuestros hijos, y que detengan a todos los viajeros que se acerquen al Nilo. De este modo Idrys y Gebhr no podrán librarse de caer en nuestras manos, y recuperaremos a los niños.
—Voy inmediatamente —exclamó Rawlison, que había recobrado ya la serenidad—. Esos forajidos han olvidado que el ejército inglés al mando de Wolseley está ya camino de Kartúm para auxiliar a Gordon, y que han de cerrarles el paso, forzosamente. ¡No se escaparán! Voy a telegrafiar al instante a nuestro cónsul, y a ponerme en camino.
—Y yo telegrafiaré a la Dirección del canal, pidiendo licencia, y sin esperar contestación embarcaré en el Nilo hasta la Nubia, para que mis órdenes sean ejecutadas en seguida.
—Allí nos encontraremos, pues yo haré lo mismo desde El Cairo.
—¡Manos a la obra, entonces! —exclamó Tarkowski.
—¡Y que Dios nos ayude! —añadió Rawlison.