Capítulo 5

Al día siguiente, víspera de Navidad, no hicieron ninguna excursión. Pero cuando apareció en el cielo la primera estrella se encendieron también infinidad de lucecitas de colores en la tienda del señor Rawlison, entre las ramas del árbol de Navidad.

Como en Egipto no hay pinos, hubo que sustituirlo con un boj, cortado en un jardín de Medinet, en cuyas ramas colgó el señor Rawlison los regalos para los niños. Para Estasio una magnífica escopeta, de marca inglesa, y para Nel una muñeca preciosa.

La alegría de la niña ante la muñeca no pudo compararse con la de Estasio al encontrar lo que tanto había deseado, además de una silla de montar y gran cantidad de municiones.

Entretenidos con las prácticas religiosas, con los juguetes y con su amigo Saba, aquellos días transcurrieron como en la gloria.

El animal se iba haciendo más cariñoso y más simpático de día en día. Ya en el primero aprendió a dar la pata, a traer el pañuelo, el cual, a decir verdad, no devolvía de muy buen agrado, y habiéndole hecho entender que el lamer la cara no era de buen tono y que un perro aristócrata no debía hacerlo, no lo volvió a repetir.

La niña le iba instruyendo sobre todas esas cosas, con el dedito levantado, y él, sentado y golpeando el suelo con la cola, escuchaba con la mayor atención.

Al segundo paseo por los alrededores de Medinet, la fama de Saba cundió por toda la ciudad, pero como suele suceder siempre, aquella popularidad tuvo pronto sus inconvenientes. Los niños árabes, que al principio le temían, confiados en su mansedumbre y atraídos por la curiosidad, bloqueaban materialmente las tiendas de campaña, y con ellos verdaderos enjambres de moscas, que acompañan siempre a aquellos rapaces al amor de la caña de azúcar que llevan en la boca a todas horas. Los criados se esforzaban en alejar las bandadas de chiquillos, pero Nel salía en el acto en su defensa, y como además los obsequiaba con multitud de golosinas, aumentaron tanto las moscas y los chicos que acabaron por convertirse en una verdadera plaga, hasta que, pasada la Navidad, comenzaron las excursiones.

Al principio fueron cortas y por las cercanías de Medinet, unas veces en tren, pues los ingleses habían construido ya muchos kilómetros, y otras en burros o en camellos.

No tardaron en comprobar que las alabanzas tributadas por Idrys a sus camellos eran muy exageradas, pues no sólo a un puñado de alubias, sino a las mismas personas les era difícil guardar el equilibrio sobre sus enormes gibas. Sin embargo, eran, sin duda, de la mejor raza, y les gustaba tanto correr que, en lugar de aguijonearlos, era preciso refrenarlos.

A pesar de su mirada torva y un tanto salvaje, Idrys y Gebhr fueron ganándose la confianza de sus amos por la solicitud con que atendían a la niña.

Gebhr no conseguía disimular del todo su gesto naturalmente feroz, pero Idrys, que inmediatamente comprendió que aquella muñeca era para todos como las niñas de sus ojos, no desperdiciaba ocasión de demostrar que la quería más que a su vida.

A Rawlison aquellas demostraciones de cariño para con su hija, un tanto fuera de lo normal, le hacían comprender que eran un medio seguro para llegar a su bolsillo, pero convencido también de que a la pequeña no se la podía ver sin amarla, creyó en la sinceridad de las palabras del criado, por lo que a cada momento le demostraba su agradecimiento con abundantes propinas.

Con esto, las vacaciones de los ingenieros tocaban a su fin y aún tenían que volver a revisar los trabajos del canal Bahr-Yusuf, al mediodía de Medinet.

Rawlison esperaba la llegada de la institutriz para dejar a los niños a su cuidado, pero por desgracia lo que llegó fue una carta del doctor, diciendo que la picadura del escorpión había hecho reaparecer la erisipela y que la enferma no podía salir de ningún modo de Port Said.

Esto creó una situación difícil; llevar con ellos a los niños, con los pabellones y toda la servidumbre, era del todo imposible, máxime no teniendo una residencia fija durante la revisión de las obras, y con la posibilidad, además, de recibir orden de trasladarse hasta el gran canal de Ibrahim.

Acordaron por fin dejar los niños en Medinet bajo la protección del cónsul italiano y del mudir (gobernador), con quien los unía una buena amistad. Pero Nel no quería separarse de su papá, y este tuvo que consolarla diciéndole:

—No te pongas triste, Nel. El señor Tarkowski y yo vendremos con frecuencia, y además nos llevaremos a Kamis para que venga a buscaros, cada vez que encontremos algo digno de verse en el camino. Y tú, Estasio —dijo volviéndose al muchacho—, cuida de mi hija, ya que no hace caso de su nodriza.

—Puede usted irse tranquilo —respondió serenamente el muchacho—, que cuidaré de Nel como si fuera mi propia hermana. ¡Teniendo yo a Saba y este fusil, desafío al que sea capaz de hacerle ningún daño!

—No se trata de eso —dijo Rawlison—. No te harán falta ni Saba ni el fusil. Se trata de que procures que Nel no se canse demasiado, que coma a sus horas y que no se resfríe. He rogado al cónsul que, en caso de necesidad, llame a un médico de El Cairo. Kamis vendrá muy a menudo a preguntar por vosotros, y el medir vendrá también a veros. Además, no estaremos muchos días fuera.

Tarkowski también dio varios consejos a su hijo. Le advirtió que era una necedad impropia de un muchacho de catorce años pensar que en Medinet, ni en El Fayum, donde no había ni fieras ni salvajes, fuera necesario el fusil; le recomendaba que fuese prudente, y que no hiciera ninguna excursión, ni solo ni mucho menos con Nel, sobre todo en camello. Al oír esto Nel puso una carita tan triste que Tarkowski tuvo que consolarla, acariciándole la cabecita y diciéndole:

—Irás en camello, Nel, pero con nosotros o cuando enviemos a Kamis a buscaros.

—Y nosotros dos solos ¿no podremos dar un paseíto… así? —dijo la pequeña, indicando con un dedito la medida sus pretensiones.

Al fin consintieron en que hicieran alguna pequeña excursión, pero no en camello, sino en borriquito, y no a las ruinas, donde podrían caerse en alguna grieta, sino por los alrededores de Medinet, y acompañados siempre de algún criado la agencia Cook.

Aquel mismo día partieron los ingenieros hacia Hawaretel-Makta, que se hallaba a muy poca distancia, y a las diez horas estaban de regreso en Medinet. Esto se repitió los días sucesivos, mientras lo permitió la proximidad de las obras que tenían que inspeccionar.

A medida que estas fueron llevándolos más lejos, enviaban por la noche a Kamis, y este conducía a los niños al lugar donde sus padres estaban, y regresaba con ellos a Medinet antes de que oscureciera. Cuando los ingenieros consideraban que no habían hallado nada que pudiera llamar la atención de los niños, no enviaban a Kamis a buscarlos, y aquellos días eran para Nel tan tristes, que ni la solicitud de su fiel amigo, ni la compañía de la bondadosa nodriza, ni las caricias de Saba bastaban a consolarla, y en estas alternativas transcurrió el tiempo, hasta el día de reyes, en que sus padres regresaron a Medinet.

Dos días más tarde partieron de nuevo, anunciando que iban lejos, pues debían llegar hasta Beni Suef, y de allí a El-Facher, a revisar el canal de este nombre, que corre hacia el mediodía, paralelo al Nilo.

Grande fue, pues, la sorpresa de Estasio cuando al cabo de tres días, estando en la pradera contemplando los camellos vio llegar a Kamis, quien cruzó rápidamente algunas palabras con Idrys y luego se volvió hacia él, diciéndole que traía orden de sus papás para llevarlos con ellos. El muchacho fue corriendo a la tienda de campaña, donde encontró a Nel jugando con Saba.

—¿Sabes la noticia que traigo? —gritó desde fuera—, en este momento ha llegado Kamis.

Al oírlo, Nel se puso a dar saltitos, como hacen las niñas cuando juegan a la comba, exclamando:

—¡Ay, qué bien! ¡Qué alegría!

—Vamos de viaje. ¡Y lejos!

—¿Adónde? —preguntó Nel, apartando con una mano el flequillo que le cubría los ojos.

—No lo sé. Ya nos lo dirá Kamis cuando venga.

—Entonces ¿cómo sabes que vamos lejos?

—Porque he oído cómo Idrys decía que él y Gebhr se pondrían en seguida en marcha con los camellos. Esto quiere decir que iremos en tren hasta algún sitio, donde nos esperarán para hacer alguna excursión con tu papá y el mío.

Ante esta perspectiva, Nel empezó a dar saltos de nuevo, como si fuera de goma, y ya no era el flequillo lo que le cubría los ojos, sino que tenía el cabello echado sobre la cara.

Quince minutos después llegó Kamis, e inclinándose ante Estasio le dijo:

—Joven señor, dentro de tres horas partiremos en el primer tren.

—¿Hacia dónde? —preguntó Estasio.

—A El Gharak-el-Sultani, desde donde amos en camellos hasta Wadi Rayan.

A Estasio no le cabía la alegría en el cuerpo, pero al mismo tiempo le extrañaban las noticias de Kamis. Sabía que Wadi Rayan era una cadena de colinas arenosas situadas en el desierto de Libia, al mediodía y al occidente de Medinet, y que los ingenieros habían ido en dirección, opuesta hacia el Nilo, por lo que se volvió al criado y le preguntó:

—Entonces ¿qué ha sucedido? ¿Cómo es que nuestros padres no están en Beni Suef, sino en El Gharak?

—Lo han dispuesto así —respondió escuetamente Kamis.

—Pues ¿por qué me ordenaron que les escribiera a El Facher?

—Aquí traigo una carta —respondió el criado—, y ella os lo dirá.

Y Kamis empezó a rebuscar en sus bolsillos, exclamando al fin:

—¡Oh, Nabi![5] ¡Me la he dejado en las alforjas del camello! Voy corriendo antes de que se marche Idrys. —Y sin añadir más echó a correr.

Dinah se puso, inmediatamente, a preparar todo lo concerniente al viaje. Y como, al parecer, la excursión iba a ser larga, preparó dos vestidos, varios abrigos y alguna ropa blanca.

Estasio hizo también su equipaje, ocupándose en primer lugar de llevar el fusil y las municiones correspondientes, con la esperanza de que les saliera al paso algún lobo o alguna hiena en las colinas de Wadi Rayan.

Una hora tardó Kamis en volver sudoroso y casi sin aliento.

—He corrido como un loco, pero ya no he podido alcanzar a los camellos. Pero no os preocupéis: en El Gharak encontraremos a los señores y a la carta. ¿Vendrá Dinah también con nosotros?

—¡Claro que sí!

—Mejor sería que se quedara, porque los señores no me han dicho nada respecto a ella.

—No importa. Cuando se fueron encargaron sobre todo que no se apartara de Nel. Kamis hizo una profunda reverencia, y llevándose la mano al pecho dijo:

—Joven señor, démonos prisa si no queremos perder el tren.

Todo estaba ya dispuesto y minutos después se hallaban en la estación.

El Gharak dista sólo treinta kilómetros de Medinet, pero el tren va muy despacio y se detiene con frecuencia, por lo que Estasio calculó que Idrys y Gebhr llegarían antes con los camellos. Le hubiera gustado mucho hacer con ellos el viaje, pero recordando las amonestaciones de su padre y la delicada salud de Nel, se resignó a hacerlo en tren, y luego le pareció tan corto que se encontraron en El Gharak sin darse cuenta.

Era una estación de muy poca importancia y casi desierta. Al bajar del tren sólo encontraron algunas mujeres con cestos de naranjas, y dos beduinos que los esperaban con Idrys y Gebhr y siete camellos.

Idrys justificó la ausencia de los papás diciendo que se habían adelantado, internándose en el desierto para preparar las tiendas de campaña que habían hecho traer de Estah.

—¿Y cómo los vamos a encontrar en el desierto? —preguntó Estasio.

—Precisamente han enviado estos guías para seguir sus huellas —repuso el criado señalando a los dos beduinos, uno de los cuales hizo una profunda reverencia y, frotándose el único ojo que tenía, añadió:

—Nuestros camellos no son tan robustos como los suyos, pero no son menos ligeros, y en una hora estaremos allí.

A Estasio le entusiasmó la idea de pasar la noche en el desierto, pero Nel se puso muy triste, a pesar de saber que al final del viaje encontraría allí a su padre.

A todo esto, el jefe de la estación, que era un egipcio con gafas negras y una pequeña gorra encarnada, se acercó y miró con cierta curiosidad la caravana, sorprendido de ver aquellos niños europeos.

—Estos niños son los hijos de los ingleses que esta mañana se internaron en el desierto —le explicó Idrys, mientras acomodaba a Nel en la silla del camello.

Estasio entregó su fusil a Kamis y se sentó junto a Nel. Dinah montó en el camello de Kamis, y los demás en los restantes, y sin más dilación se pusieron en marcha.

Si el jefe de la estación los hubiera visto partir, se habría extrañado de ver que se dirigían hacia Talei, cuando los ingleses a quienes Idrys se refirió habían salido en dirección contraria, pero como aquella noche ya no debía llegar ningún otro tren, se metió en su casa sin preocuparse más.

Eran las cinco de la tarde, y el cielo estaba tan sereno que ni una nube lo empañaba. El sol había ya traspuesto la orilla izquierda del Nilo y empezaba a hundirse en las arenas del desierto, tiñéndolas de rojo con los reflejos del crepúsculo, los cuales iluminaban con una claridad tan diáfana el horizonte, que casi molestaba a la vista.

Al alejarse de Gharak, y mientras la caravana avanzaba por terreno cultivado, el beduino que la guiaba caminaba paso a paso, pero cuando por el pisar de los camellos comprendió que se hallaba sobre la arena del desierto, aguijoneó al que montaba, gritando:

Yalla! Yalla!

Como si fuera una seria convenida, cayó en el acto sobre los camellos una lluvia de palos, y hostigados los brutos comenzaron una veloz carrera, levantando nubes de arena.

Como el trote de estos animales hace balancear terriblemente la carga, aquella marcha precipitada constituyó un verdadero placer para los niños, al principio. Pero al poco rato Nel empezó a marearse, a sentir vértigos y algo así como si se le nublaran los ojos.

—¿Por qué corremos tanto? —preguntó la niña, volviéndose a su compañero.

—Me parece que han dado rienda suelta a los camellos y ahora no pueden detenerlos.

Pero al notar que la niña se iba poniendo pálida, se puso a llamar a los beduinos que iban delante, para que aflojasen el paso. Sus gritos no fueron escuchados y a los pocos instantes volvieron a oírse los de «Yalla! Yalla!», que redoblaron la velocidad de la carrera.

El muchacho creyó que los beduinos no le habían oído; pero al ver que Gebhr, que iba detrás, aguijoneaba el camello que ellos montaban, comprendió que los animales corrían de aquel modo por fuerza, acosados por los guías, que sin duda se veían obligados a apresurarse por alguna causa. Primero creyó que se habrían apartado del camino verdadero y que se apresuraban tanto para recuperar el tiempo perdido, a fin de que sus amos no los regañaran. Por otra parte consideraba que más se enfadaría el señor Rawlison si Nel llegaba enferma, y ante esta última consideración ya no supo qué pensar. Temiendo por la salud de Nel, y sintiendo que empezaba a encolerizarse, se volvió a Gebhr y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Detente!

—¡Silencio! —respondió secamente el árabe, sin aflojar el paso.

Entretanto fueron apagándose los rojos fulgores del crepúsculo, que en Egipto es de corta duración, y no eran las seis cuando apareció la luna teñida con sus reflejos, esparciendo por el desierto su luz tranquila y diáfana.

El silencio de aquel atardecer sólo era interrumpido por el fatigado respirar de los camellos y el chasquido de sus cascos al chocar con la arena, y de cuando en cuando por el ruido de los palos que los beduinos descargaban sobre los pobres animales.

Nel iba perdiendo las fuerzas por momentos y Estasio tuvo que sostenerla para que no se cayera. No cesaba de preguntar si llegarían pronto, pues la esperanza de hallar a su padre era lo único que sostenía sus fuerzas. Pero iban transcurriendo las horas, una tras otra, sin que de cerca ni de lejos aparecieran las tiendas de campaña ni las hogueras.

Entonces al muchacho se le heló la sangre en las venas, porque comprendió que los habían secuestrado.