Capítulo 4

Muy grande fue la alegría de los ingenieros al ver llegar a sus hijos y la de los niños al hallarse de nuevo con sus padres en aquellas tiendas de campaña, ya dispuestas para recibir a tan queridos viajeros. Eran dos, una de franela azul y otra roja, y estaban admirablemente arregladas. Su interior presentaba el aspecto de dos grandes salones amueblados y alfombrados con un gusto tan grande como el interés de la compañía Cook en que los dos altos funcionarios de la compañía del canal quedaran satisfechos.

El señor Rawlison, que en un principio temía que la vida al aire libre perjudicara la salud de su hijita, estaba contentísimo de ver lo cómoda que era aquella habitación, mil veces preferible a las oscuras y malsanas fondas de la ciudad.

El tiempo los ayudaba a sentirse a gusto. Medinet, asentada entre colinas de arena, en el desierto de Libia, tiene un clima mucho mejor que el de El Cairo, y con razón se la llama la «ciudad de las rosas». Gracias al abrigo de las colinas y a la humedad del ambiente, las noches no son tan frías como en el resto de Egipto. Merced a la profusión de jardines poblados de acacias, lilas y rosales, se respira un aire tan perfumado y saludable, que se siente un gran placer al aspirarlo, y «no se quiere morir», como dicen los naturales del país.

Heluán goza también de un clima muy semejante, pero la vegetación no iguala a la de Medinet. Además, su recuerdo era muy triste para el señor Rawlison, porque allí había perdido a su esposa. Por ello prefería instalarse en Medinet, y al ver el aspecto tan saludable de Nel, debido a la influencia de aquel clima, concibió el proyecto de comprar allí un jardín y edificar en él una casita en que pudiera pasar las vacaciones con su hija y el resto de sus días cuando llegara la vejez.

Mientras el ingeniero se entretenía en levantar castillos en el aire en su imaginación, los niños recorrían todos los rincones y lo registraban todo. Después de satisfacer su curiosidad, salieron al campo para ver los camellos alquilados, pero no los encontraron, porque los habían conducido a los pastos. En lugar de lo que buscaban encontraron, junto a la tienda, al hijo del portero que Rawlison tenía en Port Said, llamado Kamis, de quien el ingeniero solía servirse para recados, y cuya presencia no dejó de extrañarle, ya que el muchacho no pertenecía a la servidumbre de la agencia Cook. Sin embargo, como estaba contento de sus servicios, le admitió en su compañía mientras durasen sus vacaciones en Medinet.

A todo esto llegó la hora de la cena, en la cual la agencia no desmereció su crédito, gracias a la habilidad de un viejo cocinero copto.

En la mesa los niños relataron las impresiones del viaje: Nel refirió el encuentro con su pariente, lo cual alegró mucho al señor Rawlison, y Estasio, los ofrecimientos de su amigo el capitán Glen y su propósito de visitarle en Mombás, cuando fuera hombre. Su padre le advirtió que no se entusiasmara demasiado con tal idea, porque cuando llegara él a la mayoría de edad, el capitán habría cambiado mil veces de destino, o estaría en el otro mundo.

Terminada la cena salieron a sentarse un poco al aire libre.

La servidumbre había preparado ya las mecedoras, en las cuales se sentaron para contemplar el panorama de la ciudad, iluminada por una luna tan clara que parecía de día. La brisa traía la fragancia de las rosas, acacias y heliotropos recogida en los jardines, y en medio del tranquilo silencio de la noche percibíanse los graznidos de las cigüeñas, pelícanos y flamencos que volaban sobre el Nilo hacia el lago Karún. En medio de aquel apacible ambiente resonó de pronto un ladrido cavernoso que asombró a los niños, tanto más porque parecía salir del pabellón donde se guardaban las provisiones.

—¡Debe de ser un perrazo tremendo! —exclamó Estasio—; ¡vamos a verlo!

El señor Tarkowski se echó a reír, y Rawlison sacudió la ceniza del cigarro y exclamó, sonriendo también:

—¡De poco ha servido el encierro! —y volviéndose a los niños les explicó lo que significaba aquello—. Oíd —les dijo—: mañana es nochebuena y ese perro es un regalo que el señor Tarkowski quería hacer, por sorpresa, a Nel; pero como la sorpresa se ha descubierto a sí misma, ya no hay para qué seguir ocultándola.

Al oír esto, Nel saltó sobre las rodillas del señor Tarkowski, le abrazó y le besó, y luego, haciendo lo mismo con su padre, exclamó loca de alegría:

—¡Papá, qué contenta estoy! ¡Qué contenta estoy, papá!

Cuando la niña hubo dado rienda suelta a su emoción, miró al señor Tarkowski con ojos suplicantes y le dijo:

—Señor Tarkowski…

—¿Qué quieres, Nel? —respondió este.

—Como ahora ya sabemos que está allí, ¿no podríamos verlo hoy?

—Ya sabía yo —exclamó Rawlison—, que este comino no tendría paciencia para esperar.

—Kamis, trae aquí el perro —ordenó Tarkowski dirigiéndose al criado.

Kamis corrió al pabellón y regresó al instante conduciendo sujeto por el collar un perro enorme.

Nel se asustó al verlo y se abrazó a su papá. Estasio, en cambio, entusiasmado ante la presencia de aquel monstruo, exclamó lleno de asombro:

—¡Pero, papá, esto es un león, no un perro!

—Por eso se llama Saba[2]. Es un mastín de la mejor raza. Como ves, es enorme, pero manso como un cordero. No te asustes, Nel —dijo el señor Tarkowski dirigiéndose a la niña—. A ver, Kamis, suéltalo.

El criado hizo lo que se le ordenaba, y el animal, al verse libre, comenzó a ladrar con grandes muestras de alegría y a saltar sobre Tarkowski, con quien ya se había familiarizado. Los niños contemplaban, admirados, a la luz de la luna, su enorme y redondeada cabeza, sus gruesas patas, y todo su cuerpo, que, por su tamaño y color, verdaderamente le asemejaba a un león.

—Con este perro se podría atravesar toda el África —exclamó Estasio.

—Pregúntale —repuso su padre—, si se atrevería con un rinoceronte.

El animal, como es lógico, no respondía a ninguna pregunta, pero con sus brincos y su alegría manifestaba su agrado y su adhesión de tal manera, que Nel fue dejando de temerlo, poco a poco, y se le acercó para acariciarlo, diciéndole:

—¡Saba! ¡Guapo! ¡Bonito! ¡Querido Saba!

Rawlison se inclinó hacia el perro, le cogió la cabeza con las manos y, dirigiéndola hacia la carita de Nel, le dijo:

—¡Fíjate, Saba, fíjate bien! ¿Ves esta pequeña? Pues ella es tu amita y es a ella a quien tienes que obedecer y defender. ¿Lo has entendido?

Ladró el animal, como significando que había comprendido el mandato, y aprovechando la proximidad de su cabeza al rostro de la niña, se la limpió de un lengüetazo, en señal de obediencia, lo cual provocó la risa de todos.

Nel tuvo que entrar en la tienda para lavarse la cara, y al volver a salir encontró a Saba con las patas apoyadas sobre los hombros de Estasio, que casi no podía soportar aquel peso.

Al fin llegó la hora de descansar, pero los niños estaban tan ilusionados con su nuevo amigo y compañero que pidieron a sus respectivos padres que les permitieran jugar un rato más con él. El señor Tarkowski, comprendiendo y haciéndose cargo de lo que sentían los muchachos, accedió a su petición y sentó a la pequeña sobre el lomo de, ordenando a Estasio que lo sujetara por el collar. El animal no opuso resistencia. Luego Estasio trató de montar a su vez, pero Saba se sentó sobre las patas traseras y el muchacho se encontró, cuando menos lo esperaba, sentado en el suelo, junto a la cola del mastín.

Se disponían a retirarse, cuando a la luz de la luna aparecieron dos figuras blancas, que se acercaban lentamente.

Saba, cambiando rápidamente de actitud, comenzó a gruñir con gesto tan fiero, que Tarkowski tuvo que ordenar a Kamis que lo sujetara. Entretanto las dos sombras fueron acercándose.

Eran dos árabes con albornoz blanco, que al llegar cerca de la tienda de campaña se detuvieron.

—¿Quién va? —gritó Tarkowski.

—Somos los guías de los camellos —contestó uno de los recién llegados.

—¡Ah! ¿Idrys y Gebhr? Y ¿qué queréis?

—Venimos a preguntar si nos necesitaréis mañana, Saba[3].

—No. Mañana y pasado son días muy solemnes para nosotros, en los que no está bien hacer ninguna excursión. Venid el día veintiséis por la mañana.

—Gracias, Saba.

—¿Tenéis buenos camellos? —preguntó Rawlison.

—¡Bismilah![4] —exclamó Idrys—. Nuestros camellos son magníficas cabalgaduras, y mansos como ovejas. De no ser así, Cook no hubiera aceptado nuestros servicios.

—¿No se balancean mucho?

—En absoluto, señor. Puede ponerse sobre sus espaldas un puñado de alubias, sin temor a que caiga ni una aunque corran como el viento.

—¡Cómo les gusta exagerar a estos árabes! —dijo Tarkowski, dirigiéndose a Rawlison.

Entretanto Idrys y Gebhr, de pie, como dos estatuas, no apartaban los ojos de Nel y Estasio. La luna daba de lleno en sus rostros, bronceándolos, y en sus ojos, medio ocultos bajo el turbante, fulguraba una luz verdosa.

—¡Buenas noches! —les dijo Rawlison, despidiéndolos.

—Alá os guarde día y noche, Saba. Y diciendo esto se retiraron.

Durante largo rato los acompañó un fiero gruñido de Saba, al que, por lo visto, no habían agradado mucho aquellos visitantes.