Capítulo 3

Al día siguiente, al anochecer, los dos ingenieros partieron para El Cairo, donde proyectaban visitar al cónsul inglés y solicitar audiencia del virrey. Estasio calculó que emplearían dos días en ello, y no se equivocó, pues al tercer día recibió el siguiente telegrama desde Medinet:

«Tiendas preparadas. Poneos en camino en cuanto empiecen tus vacaciones. Que Kadi comunique a Fátima que no hemos podido hacer nada por ella».

Otro muy parecido recibió la señora Olivier, quien, ayudada por la nodriza Dinah, se puso a hacer los preparativos del viaje.

Los niños estaban locos de alegría al ver aquel movimiento que indicaba la proximidad de su marcha, cuando ocurrió algo inesperado que estuvo a punto de echar por tierra todos sus planes.

La víspera del día en que debían partir, cuando la señora Olivier dormía la siesta en el jardín, un enorme escorpión se deslizó por el respaldo de la mecedora en que se encontraba. En Egipto estos animales, aunque venenosos, suelen ser inofensivos, es decir, no atacan. Pero la mala suerte quiso que en un movimiento de cabeza la institutriz topara con él, y el bicho, creyéndose hostigado, clavó el aguijón. En seguida se le hinchó la cara y el cuello, se presentó la fiebre y con ella todos los síntomas de envenenamiento. El médico se opuso terminantemente a que emprendiera el viaje, y los niños quedaron en peligro de ver derrumbadas sus ilusiones.

Hay que decir que la pequeña Nel se afligió más por lo que sufría la institutriz que por el aplazamiento de las ansiadas diversiones de Medinet, y sólo cuando nadie la veía, lloriqueaba por los rincones al pensar que no volvería a ver a su papá hasta después de muchas semanas. Estasio, más impaciente que la niña, envió un telegrama preguntando qué debían hacer ellos dos; y el señor Rawlison, enterado por el doctor de que el estado de la institutriz no ofrecía peligro, y de que sólo el temor de que volviera a presentarse la erisipela que había padecido poco tiempo antes, aconsejaba que no se pusiera en viaje, ordenó que se la atendiera en cuanto necesitase, y que los niños hicieran el viaje acompañados de Dinah.

Así fue como Estasio quedó convertido en jefe de la expedición, orgulloso de ser el tutor de Nel, y prometiendo que no caería de su cabeza ni un solo pelo mientras estuviera bajo su protección. Así, pues, cumpliendo las órdenes del ingeniero Rawlison y después de terminar los preparativos, se pusieron en marcha, embarcándose en el Canal hacia Ismailia, y tomando allí el tren hasta El Cairo, donde harían noche, para llegar a Medinet al día siguiente.

Al salir de Ismailia vieron el lago Timsah, adonde solía ir Estasio con su padre, a la caza de aves acuáticas. Después siguieron a lo largo del canal Wadi-Tumilat, que parte del Nilo y lleva una vena de agua dulce hasta Ismailia y Suez.

Este canal se abrió antes de comenzar la colosal obra de Lesseps con objeto de que los trabajadores tuvieran agua para beber. Pero su apertura fue doblemente ventajosa, porque aquella región, antes árida y desierta, revivió de nuevo, al sentirse alimentada por aquella rica vena de agua que la fertilizaba.

Desde las ventanillas del tren los niños podían contemplar una ancha faja de terreno cultivado; hermosas praderas, en las que pacían rebaños de camellos, ovejas y caballos, y campos sembrados de maíz, alfalfa y toda clase de plantas de forraje. Por las orillas del canal se destacaban gran número de pozos cuyas aguas se elevaban por medio de bombas, y que los labriegos repartían por los surcos.

Entre el espesor de los sembrados se veían bandadas de palomas y codornices, que se elevaban a intervalos como una nube, con estrepitoso batir de alas, mientras que por las orillas del canal paseaban muy graves y dignas algunas cigüeñas, y en el fondo del paisaje, dominando las cabañas de los campesinos, sobresalían como penachos las copas de las palmeras.

Más adelante distinguieron largas hileras de camellos, seguidos de árabes cubiertos con albornoces negros y turbantes blancos. Al verlos, Nel recordaba las figuras que había visto en la Biblia y que representaban la entrada de los israelitas en Egipto en tiempo de José; pero no podía contemplarlos a su gusto, porque se lo impedían dos oficiales ingleses que estaban sentados junto a las ventanillas. Nel solicitó la ayuda de Estasio, y el muchacho, dirigiéndose respetuosamente a los oficiales, les dijo:

—Caballeros, ¿serían ustedes tan amables de permitir que esta niña se sentara junto a la ventanilla para que pueda ver las caravanas?

Los oficiales accedieron gustosos a la petición, y uno de ellos cogió a la niña en brazos y la sentó junto a la ventanilla. Entonces comenzó Estasio a hacer la descripción de aquellos lugares.

—Mira, Nel, este país es la antigua tierra de Gesé, que el Faraón cedió a los israelitas a petición de José. En otros tiempos la cruzaba también un canal de agua dulce, de modo que este de ahora, junto al que estamos caminando, no es más que la renovación de aquel, que se destruyó con el transcurso del tiempo, por lo que esta región se convirtió en desierto. Ahora este nuevo canal hace que vuelva a revivir.

—¿Y cómo sabe usted todo esto? —preguntó al muchacho uno de los oficiales.

—Hoy, a mi edad, nadie ignora tales cosas —respondió Estasio—. Hace poco que el profesor Sterling nos habló de Wadi-Tumilat.

Dijo esto en inglés, y al oficial le extrañó su pronunciación con acento extranjero, y le preguntó:

—¿Es usted inglés?

—Soy polaco —respondió el niño—, hijo de uno de los ingenieros del canal. Pero esta niña, a quien su papá ha puesto bajo mi tutela durante el viaje, es inglesa.

Al escuchar el tono de gravedad empleado por el muchacho, el oficial sonrió y dijo:

—Tengo en gran estima a los polacos; mi regimiento se batió muchas veces con su caballería en tiempos de Napoleón, y puedo dar constancia de su valor.

—Es un honor para mí el conocerle —respondió Estasio.

De este modo prosiguieron la conversación, que parecía serles muy grata. Los dos oficiales iban también de Port Said a El Cairo para entrevistarse con el embajador inglés. El más joven era médico militar, y el que hablaba con Estasio era el capitán Glen, que iba a Mombás por orden del gobierno, para tomar el mando de toda la región que con aquel puerto confina y se extiende hasta el casi desconocido país de Sambur.

Estasio, a quien apasionaban las narraciones de viajes por el África, sabía que Mombás está situado a algunos grados bajo el Ecuador, y que las tierras que limitan con él, aunque nominalmente agregadas a Inglaterra, eran muy poco conocidas y habitadas, pero en cambio muy pobladas de elefantes, jirafas, búfalos, rinocerontes y antílopes, con los cuales tenían que enfrentarse con frecuencia las expediciones de misioneros, militares y mercaderes.

Manifestó al oficial cuánto le hubiera gustado acompañarle, y le prometió ir a visitarle en Mombás, para organizar con él una cacería de búfalos o leones.

—Conforme; pero te ruego que lleves también a esta pequeña —respondió el oficial, sonriendo y mirando a Nel, que en aquel momento se había apartado de la ventanilla y había ido a sentarse junto a su amiguito.

—La señorita Rawlison tiene padre —respondió el niño—, y yo tengo autoridad sobre ella durante el viaje nada más.

—¿Rawlison? —preguntó el otro oficial al oír este nombre—, ¿es por casualidad uno de los ingenieros del canal, que tiene un hermano en Bombay?

—En Bombay vive mi tío —respondió Nel.

—Pues bien, querida —prosiguió el doctor—, tu tío está casado con mi hermana, de modo que somos parientes. ¡No sabes lo contento que estoy de haberte conocido!

Luego le contó que al llegar a Port Said había preguntado por el señor Rawlison y le habían informado que se hallaba en Medinet. Y como el buque que debía conducirlos a Mombás los estaba esperando para partir, no podía detenerse para visitarle, por lo que rogó a Nel que saludara a su papá en su nombre.

Estasio aprovechó la oportunidad de que Nel estuviera entretenida hablando con los oficiales para proveerse en la estación de dátiles, mandarinas y dulces, con gran alegría de Nel y de la nodriza Dinah, quien entre sus buenas cualidades sobresalía la de ser extremadamente golosa. No tardaron en llegar a El Cairo. Al despedirse, los oficiales besaron la manecita de Nel y dieron un fuerte apretón de manos a Estasio, y el capitán Glen, admirado de la viveza del muchacho, le dijo entre bromas y veras:

—Oye, muchacho. Sólo Dios sabe lo que nos reserva lo por venir, las dificultades con que podemos tropezar y cuándo nos volveremos a ver. Cuenta siempre con mi amistad y con mi ayuda.

—Gracias. Lo mismo le digo —respondió Estasio, inclinándose respetuosamente.