Capítulo 2

Una sorpresa gratísima vino a alegrar a los niños durante la cena.

Sus respectivos padres, los ingenieros Tarkowski y Rawlison, conocidos en Egipto como los peritos más expertos, habían sido designados para inspeccionar las obras de canalización de la provincia de El Fayum, en las cercanías de Medinet, junto al lago Karún, y en las orillas de los ríos Jusuf y Nilo. El desempeño de esta misión debería durar un mes entero, en vista de lo cual, y por estar próximas las fiestas de Navidad, decidieron que los acompañaran los niños.

La alegría de los muchachos ante aquella inesperada noticia fue indescriptible. Hasta entonces sus excursiones se habían reducido a las ciudades de Ismailia y Suez, Alejandría y El Cairo, sin que las más largas pasaran de las pirámides y la esfinge. Pero la excursión a Medinet significaba un día entero en tren a lo largo del Nilo hasta El Wasta, y de allí se seguía hacia poniente en dirección al desierto de Libia.

Estasio conocía Medinet a través de los relatos de los cazadores que solían ir allí en busca de aves, lobos y hienas. Por ellos sabía que aquella provincia era un gran oasis situado a la izquierda del Nilo, libre de sus inundaciones y dotado de un magnífico sistema de riego, gracias al lago Karún, al río Jusuf y a toda una red de canales; que separada del Egipto por el desierto, sólo estaba unida a él por las relaciones políticas y por el río Jusuf, el cual corre desde allí hasta el Nilo, y que la abundancia de aguas, la fertilidad del suelo y su asombrosa vegetación hacían de aquel oasis un paraíso. Esto, añadido a la proximidad de las ruinas de Cocodrilópolis, atraía allí miles de turistas durante el año. No obstante, a Estasio le atraían más las riberas del lago Karún con su diversidad de aves acuáticas, y las desiertas colinas de Guebet-el-Sedment, pobladas de lobos.

Faltaban aún varios días para las vacaciones, pero los ingenieros no podían retrasar el viaje, y decidieron partir ellos inmediatamente y que fueran los niños una semana después con la señora Olivier.

Esta decisión no era muy del agrado de Nel ni de Estasio; pero el muchacho no replicó, conformándose con hacer varias preguntas acerca de los detalles del viaje.

Le entusiasmó saber que, en lugar de los incómodos hoteles que tienen instalados allí los griegos, se albergarían en tiendas de campaña levantadas en campo raso, expresamente para ellos, por la compañía Cook, la cual acostumbra, en efecto, proveer a los viajeros que van de El Cairo a Medinet de todo lo necesario para su estancia allí, como tiendas, servidumbre, cocineros, víveres, guías, asnos, caballos, camellos, a fin de que el viajero no tenga que preocuparse por nada.

Desde luego, ese modo de viajar no es económico; pero como el viaje era costeado por el gobierno egipcio, Tarkowski y Rawlison no tenían que pensar en hacer economías.

Nel se sintió la niña más feliz del mundo cuando, para remate de tan risueña perspectiva, se le prometió un dromedario para hacer sus excursiones al lago Karún con su institutriz, con Dinah y Estasio, y a este una magnífica escopeta de marca inglesa con todos los arreos de caza, siempre que obtuviera buenas notas en los próximos exámenes.

Ninguno de estos proyectos e ilusiones, que fueron el plato más sabroso de la cena para los niños, satisfacían a la señora Olivier.

Ella, que no hubiera trocado las comodidades de la quinta Rawlison en Port Said por nada del mundo, se horrorizaba sólo de pensar que tendrían que pasar todo un mes bajo una tienda de campaña.

Y no digamos nada ante la idea de las excursiones en dromedario. En contadas ocasiones la curiosidad la había llevado, como a todo europeo que llega por primera vez a Egipto, a probar esa clase de cabalgadura, pero con muy poca fortuna, ya que una vez se levantaba el animal antes de que ella se hubiese acomodado bien, se deslizaba por la grupa hasta el suelo; otras, al sentir aquel peso tan enorme, el dromedario daba tales sacudidas, que la pobre pasaba dos o tres días sin poder moverse. En resumen, así como después de las primeras pruebas Nel afirmaba que no había en el mundo mayor placer, la señora Olivier no podía imaginar mayor tormento.

—Eso está bien para un árabe gigantón, o para un mosquito como tú, que no pesas más que una pluma —decía—; no para personas de mi edad, no muy ligeras de peso, y además propensas al mareo.

Y todo eso, con ser tanto para ella, era lo que del proyectado viaje apenaba menos a la señora Olivier. En Port Said, Alejandría, El Cairo y en el Egipto entero no se hablaba más que del Mahdi y de sus fechorías, y como ella no tenía noción de las distancias, temía que aquella ciudad de Medinet estuviese cerca del foco de la insurrección, y se dirigió al señor Rawlison exponiéndole sus temores, pero él la tranquilizó diciéndole alegremente:

—¿Sabe usted, señora, qué distancia hay desde Medinet a Kartúm, donde tiene ahora cercado el Mahdi al general Gordon?

—No, señor; no lo sé.

—Pues exactamente la misma que de aquí a Sicilia.

—En efecto —añadió Estasio—. Kartúm está en la confluencia del Nilo Blanco y Azul, de la cual nos separa casi todo el Egipto y la Nubia entera. Además…

Iba a decir que con la escopeta que su padre había prometido regalarle ya podía estar el Mahdi donde quisiera, pero recordó que no le permitía tales bravatas, y no terminó la frase.

Tarkowski y Rawlison siguieron hablando del Mahdi y la insurrección, pues aquel era entonces el tema de todas las conversaciones en Egipto. Las últimas noticias recibidas de Kartúm no eran muy satisfactorias. Hacía mes y medio que las hordas habían cercado la ciudad, sin que ni el Gobierno egipcio ni el inglés se aprestaran a socorrerla, por lo cual sé temía que, a pesar de la pericia y el valor del general Gordon, acabaría por caer en manos de aquellos salvajes. Tarkowski compartía esta opinión y sospechaba que Inglaterra lo permitía deliberadamente, dejando que el Mahdi se apoderase del Sudán, desligándolo de Egipto, para arrebatárselo después al Mahdi y establecer una colonia inglesa en aquel inmenso país. Sin embargo, no se atrevió a manifestar sus sospechas, por temor a herir los sentimientos patrióticos del señor Rawlison. Pero al levantarse de la mesa, Estasio le preguntó por qué Egipto se había apoderado de todo el país situado al mediodía de la Nubia, es decir, de Kordofán, Darfur y del Sudán hasta el Alberto Nyanza, privando de libertad a sus habitantes.

El señor Rawlison le aclaró que Egipto lo había hecho de acuerdo con Inglaterra, porque estaba bajo su protectorado.

—Pero esta medida no ha privado a nadie de libertad —agregó—; al contrario: se ha devuelto la libertad a miles y millones de almas. Anteriormente al protectorado no existían ni en Kordofán, ni en Darfur, ni en el Sudán verdaderas nacionalidades. Raramente encontrábanse algunas tribus reunidas, o mejor dicho, esclavizadas por algunos pequeños tiranos, por lo general árabes mauritanos, los cuales, en continua guerra entre sí, no respetaban vidas ni haciendas. Pero el mayor azote de estos países eran los traficantes en marfil y esclavos. Representaban una especie de clase social, a la que pertenecían los jefes de las tribus y los más poderosos guerreros. Frecuentemente organizaban incursiones hasta el corazón de África, talando, quemando y destruyendo cuanto hallaban a su paso, y regresaban con un fantástico botín de marfil y esclavos. Así fueron despoblándose todas las comarcas del Sudán, Darfur, Kordofán y del Nilo Alto, hasta la región de los grandes lagos. Pero aquellos insaciables y desalmados negociantes se internaban más y más en el corazón de África, sembrando en ella el terror y la destrucción y convirtiéndola en un mar de lágrimas y sangre. Fue entonces cuando Inglaterra, que como tú sabes, persigue por todo el mundo el comercio de esclavos, permitió a Egipto apoderarse de aquellas comarcas, como único medio de acabar con tan inhumano tráfico y mantener a raya a aquellos salvajes. Los desdichados negros entonces pudieron respirar; cesaron las rebeliones y los indígenas comenzaron a disfrutar de libertad. Era natural que tal estado de cosas no fuera del agrado de aquellos mercaderes, entre los cuales hubo uno más atrevido, llamado Mahomed-Achmed, conocido hoy por el Mahdi, el cual indujo a los naturales a la guerra santa, haciéndoles creer que la fe de Mahoma se iba desterrando de Egipto. Fueron muchos los que le secundaron, provocando una guerra, en la que el Gobierno egipcio lleva hasta ahora la peor parte. El Mahdi ha derrotado y aniquilado en varios encuentros a las tropas egipcias, apoderándose de Kordofán, Darfur y el Sudán. Y las suyas, entretanto, van corriéndose hacia los confines de la Nubia, y en este momento tienen cercado y asediado Kartúm.

—¿Y llegarán hasta Egipto? —preguntó Estasio.

—De ninguna manera. El Mahdi espera lograrlo, pero es un iluso que no sabe lo que dice. A Egipto no llegarán, porque Inglaterra no lo consentirá.

—¿Y si el ejército egipcio queda aniquilado?

—Entonces tendrán que enfrentarse con el inglés, que es invencible.

—¿Y por qué Inglaterra ha permitido al Mahdi ocupar todas esas provincias?

—¿Y de dónde sacas tú que Inglaterra lo ha permitido? ¿No sabes que las naciones poderosas nunca se precipitan? En aquel momento entró un criado negro y anunció que Fátima de Ismaín pedía audiencia y esperaba en la puerta.

En el oriente las mujeres no se ocupan más que de sus labores domésticas y difícilmente salen de los harenes. Son las más pobres las que van al mercado o a trabajar al campo, y en uno y otro caso, llevan siempre el rostro cubierto. Y aunque Fátima procedía del Sudán, donde se han desterrado esas costumbres, y ya en alguna otra ocasión había ido al despacho del ingeniero Rawlison, no dejó de extrañarle a este su visita a aquellas horas.

—Ella nos dará nuevas noticias de Esmaín —dijo Tarkowski.

—¡Que pase! —dijo Rawlison, indicando con un ademán al criado que introdujera a Fátima.

Casi en seguida penetró en la sala una mujer joven, de talle esbelto, con el rostro descubierto, de tez negra y ojos bellísimos, aunque de mirada torva y siniestra.

Al entrar se echó en tierra, pero a una orden del señor Rawlison se incorporó, quedando de rodillas, y dijo:

—¡Sidi, la bendición de Alá venga sobre ti, sobre tus hijos, sobre tu casa y sobre tus ganados!

—¿Qué deseas? —preguntó el ingeniero.

—¡Piedad, auxilio y protección, señor! Estoy presa desde ayer y sentenciada a muerte con mis hijos.

—Pues si estás presa, ¿cómo te han permitido venir aquí, y a estas horas?

—He venido conducida por los guardias, que no se separan de mi día y noche, y sé que tienen orden de cortarme la cabeza en breve plazo.

—¡Habla con más discreción! —exclamó Rawlison severamente— no estás en el Sudán, sino en Egipto, donde no se mata a nadie sin juzgarle previamente. Demasiado sabes que no caerá ni un pelo de tu cabeza.

Entonces Fátima empezó a implorar su apoyo para conseguir que se le permitiera ir al Sudán.

—¡Sidi! Los ingleses lo pueden todo aquí. El gobierno cree que mi marido Esmaín es un traidor, y no es cierto. Ayer, unos mercaderes árabes que traían marfil y goma de Suakim me anunciaron que mi marido está gravemente enfermo en El Faser, y me suplica que vaya con mis hijos para darnos su bendición.

—¡Todo esto son invenciones tuyas, Fátima! —exclamó Rawlison.

Pero ella empezó a jurar por Alá que lo que decía era cierto. Aseguraba que si Esmaín recobraba la salud, todos los prisioneros recobrarían también la libertad, y que si infortunadamente moría, ella misma negociaría allí su rescate, valiéndose de su gran influencia cerca de su pariente Mahomed-Achmed. No se atrevió a llamarle el Mahdi, que significa «Salvador del mundo», porque sabía que lo consideraban un revolucionario y un impostor.

Al terminar de decir esto, volvió a echarse en tierra, golpeando su frente contra el suelo, poniendo al cielo por testigo de su inocencia y lanzando terribles alaridos, como suelen hacer las mujeres en oriente cuando se les muere el marido o un hijo.

Pasados unos minutos calló, y, sin moverse, con la boca pegada a la alfombra, esperó en silencio.

Nel se había quedado dormida al terminar la cena y se despertó a la llegada de Fátima, y, después de presenciar aquella violenta escena, se levantó de su silla, muy acongojadita se acercó a su padre, le cogió las manos y, cubriéndoselas de besos, intercedió por Fátima, diciendo:

—¡Papá, sé bueno, haz lo que te pide! Hazlo, papaíto.

Sin duda, Fátima entendió las palabras de la niña, porque levantó la frente del suelo y exclamó, entre sollozos:

—¡Alá te bendiga, rosa del Paraíso, tesoro de Omán, lucero sin mancha!

Estasio, a quien, a pesar del horror que le inspiraba el Mahdi, enternecieron las lágrimas de la mujer, al ver que Nel, cuya voluntad era la suya propia, intercedía por ella, dijo en voz alta, como hablando consigo mismo:

—Si yo fuera el gobierno, ahora mismo ordenaba que la dejasen partir.

—Pero como no lo eres —respondió su padre vivamente—, harás mejor en no meterte en lo que no te importa.

Al señor Rawlison, que también era muy bondadoso, no dejaba de impresionarle la triste situación de Fátima. Sin embargo, desconfiaba de la sinceridad de sus palabras, porque por sus continuas relaciones con la aduana de Ismailia sabía que lo de los mercaderes era un embuste, puesto que desde que se había iniciado la insurrección el comercio con el Sudán estaba cerrado por completo. Pero como los ojos de Nel seguían mirándole fijamente pidiendo compasión, volvióse al fin hacia aquella enigmática mujer y le dijo:

—Varias veces he intercedido por ti, Fátima, y siempre ha sido en vano. Pero mañana voy con este señor a Medinet y nos detendremos en El Cairo para hablar con el virrey. Aprovecharé la ocasión para hablarle de ti y solicitar su gracia. Es todo lo que puedo prometerte.

Al oír esto, Fátima se incorporó de nuevo y exclamó, tendiendo los brazos:

—Si lo haces, estoy salvada.

—De la muerte, sí, Fátima, ya te lo he dicho. En cuanto a tu marcha al Sudán, no me atrevo a asegurarlo. Esmaín no está enfermo; Esmaín es un traidor que, después de haberse quedado con el dinero que le entregó el gobierno, no piensa para nada en el rescate de los cautivos.

—¡Sidi! Te juro que mi marido es inocente y que es verdad que está enfermo. Pero si fuera un traidor, vuelvo a jurarte, generoso protector de los humildes, que no cesaré de importunar a Mahomed con mis ruegos hasta que me conceda la libertad de los cautivos.

—Bien, bien, Fátima. Te doy mi palabra de que intercederé por ti.

—Gracias, Sidi. Eres tan bueno como poderoso. Concédeme la merced de permitirme a mí y a mis hijos servirte como esclavos.

—En Egipto no está permitida la esclavitud —respondió Rawlison con una sonrisa—. Además, poco tiempo podrías servirme, porque ya te he dicho que mañana partimos para Medinet, de donde no volveremos hasta el Ramadán.

—Lo sé, Sidi, lo sé. Me lo había dicho tu criado Kadi, y por eso he venido esta noche para decirte que puedes disponer de mis parientes Idrys y Gebhr, que estarán con sus camellos en Medinet a vuestras órdenes.

—Gracias, Fátima. Pero esto es algo que concierne a la compañía Cook.

Fátima besó las manos a los dos caballeros y a los niños, y salió de la habitación bendiciendo a todos, y muy especialmente a Nel.

Al quedarse solos, fue Rawlison quien rompió el silencio, exclamando:

—¡Pobre mujer! Me inspira cierta compasión, pero miente como todos los orientales, y, lo que es peor, desconfío hasta de sus aparatosas protestas de gratitud.

—Yo también —dijo Tarkowski—. Pero de todos modos, sea o no sea Esmaín un traidor, creo que el gobierno no tiene ningún derecho para prohibirle que salga de Egipto, porque ella no es responsable de lo que haga su marido.

—Las órdenes del gobierno —respondió Rawlison—, no alcanzan sólo a Fátima. Ningún natural del Sudán puede cruzar actualmente las fronteras sin un permiso especial. Son muchos los que vienen aquí en busca de trabajo, y entre ellos no pocos de la tribu de los Dangalis, a la cual pertenece el Mahdi, lo mismo que ese criado nuestro, Kadi, y Gebhr e Idrys, los parientes de Fátima. Todos ellos, e infinidad de árabes descontentos con el protectorado de Inglaterra, son partidarios de la insurrección, y huirían al Sudán si el gobierno no lo impidiese. Por eso ha cerrado el paso a Fátima y a sus hijos, y además porque, por mediación de ella, como pariente del Mahdi, puede intentarse obtener el rescate de los cautivos.

—¿Y es cierto que todo el proletariado de Egipto ayuda al Mahdi?

—El Mahdi tiene partidarios incluso en el ejército, y no me extrañaría que fuera esa la causa de que se porte tan mal como se porta.

—Pero ¿cómo es posible que los del Sudán puedan llegar hasta el Mahdi a tantos millares de leguas y a través del desierto?

—Pues por ese camino conducían a los esclavos.

—Pero los niños de Fátima no podrían soportar un viaje como ese.

—Por eso quieren abreviarlo yendo por mar hasta Suakim.

—Sea como sea, la pobre mujer es digna de lástima. Estas palabras pusieron fin a la conversación.

Doce horas después, aquella «pobre mujer», encerrada en una casa con el hijo de Kadi, el portero de Rawlison, le decía al oído, frunciendo el entrecejo y alargándole la mano:

—Toma este dinero, Kamis. Vete hoy mismo a Medinet entrégalo con esta carta a mi pariente Idrys. Esos niños son buenos y no tienen culpa de nada, pero ¡no hay más remedio!… Vete y no me hagas traición. Recuerda que tanto tú como tu padre pertenecéis a la tribu de los Dangalis, como el Mahdi, el Profeta.