Capítulo 1

—Oye, Nel —dijo Estasio a su pequeña amiga—, ¿te acuerdas de aquella mujer llamada Fátima, la esposa del guarda Esmaín, que iba algunas veces al despacho de tu papá y del mío? Pues ayer la detuvieron con sus tres hijos.

Al oír esto, la niña levantó asustadita sus lindos ojos y le preguntó:

—¿Y los han llevado a la cárcel?

—No; pero no los han dejado marcharse al Sudán y los tienen bajo vigilancia para que no salgan de Port Said.

—¿Y por qué, Estasio?

El muchacho, que tenía ya catorce años cumplidos y que a pesar de lo mucho que quería a la inglecita la miraba como a un ser inferior por tener solamente ocho, le respondió desdeñosamente:

—¡Bah! Cuando llegues a tener mi edad comprenderás lo que pasa en Port Said y en todo el Egipto. ¿No has oído nunca hablar del Mahdi?

—Claro que sí. Dicen que es un hombre feo y malo.

El muchacho sonrió compasivo ante la ingenuidad de su amiguita y replicó:

—¡Pero qué cosas dices, Nel! No sé si es feo o no lo es; los del Sudán aseguran que es guapo. Pero decir de un bandido como ese que es malo nada más… ¡Vamos!, eso no lo puede decir más que una criaturita como tú, que lleva todavía las falditas muy por encima de la rodilla.

—Pues eso es lo que me ha dicho papá, y él lo sabe muy bien.

—Tu papá te lo ha dicho de esa manera para que lo entiendas, pero a mí me lo hubiera dicho de otro modo. El Madhi es más temible que una manada de cocodrilos. ¿Lo comprendes ahora?

Pero al ver que la niña se entristecía, prosiguió en tono más suave:

—No te pongas triste, Nel, yo no quería disgustarte. Aguarda, que tú también llegarás a tener catorce años como yo.

—Sí —replicó la niña—. Pero ¿y si ese Mahdi viene a Port Said y me come?

—El Mahdi no se come a nadie, criatura, porque no es antropófago. Además, no vendrá a Port Said; pero aunque viniera, antes de hacerte a ti ningún daño, tendría que habérselas conmigo.

Y diciendo esto abrió Estasio su navaja y tiró una cuchillada al aire con denodado valor, y la niña, ya tranquilizada con respecto a su seguridad personal, preguntó:

—¿Y por qué no dejan que Fátima salga de Port Said, Estasio?

—Porque es un familiar del Mahdi, y Esmaín, su marido, se comprometió con el Gobierno egipcio a negociar en el Sudán el rescate de los europeos que están allí cautivos.

—Entonces no es malo ese Esmaín.

—Déjame que te cuente, espera. Tu papá y el mío, que le conocían muy bien, advirtieron al Gobierno que no se fiara de ese hombre. No les hicieron caso, le enviaron al Sudán, y allí se está tan tranquilo hace ya medio año, y entretanto los cautivos no aparecen. Se han recibido noticias de Kartúm de que los tratan peor que antes; que Esmaín se ha quedado con el dinero que le dieron para el rescate; que le han nombrado emir, y que fue él quien dirigió la artillería del Mahdi en la batalla en que murió el general Hicks; que ha organizado una especie de ejército entre aquellos salvajes, con los cañones de que se habían apoderado y que antes no sabían manejar. Sin duda, había pensado llevarse ahora a su mujer y a sus hijos, y cuando Fátima, que debe de conocer perfectamente los planes de su marido, iba a salir de Port Said, ha recibido orden de no moverse.

—¿Y qué les importan a los de aquí Fátima y sus hijos?

—Les importan mucho, porque el Gobierno podrá decir al Mahdi: «No te devolveremos a Fátima mientras no nos entregues a los cautivos».

Una bandada de aves que se dirigían de Ektun-om-Farag hacia el lago Menzaleh distrajo la atención de Estasio. Volaban bastante bajo, y en el claro horizonte podían distinguirse claramente algunos pelícanos que, con los cuellos encorvados, agitaban sus enormes alas a compás. Estasio agachó la cabeza, extendió los brazos y echó a correr agitándolos, para imitar el vuelo de las aves.

—¡Mira, Estasio, mira! Van también algunos flamencos —exclamó Nel.

El muchacho se detuvo, y, en efecto, vio tras los pelícanos algo parecido a dos abultadas flores matizadas de rosa y púrpura, como suspendidas del claro cielo.

—¡Son flamencos, sí, sí, son flamencos! —insistió de nuevo la inglecita.

—Sí que lo son —confirmó Estasio—. Vuelven a sus isletas a la caída de la tarde. ¡Lástima que no tenga aquí mi escopeta!

—¿Para qué?

—Las mujeres no entendéis de esas cosas. Sigamos, que aún hallaremos más.

Y diciendo esto tomó a la niña de la mano y, seguidos de la negra Dinah, la vieja nodriza de Nel, llegaron al terraplén que separa el lago Menzaleh de las aguas del Canal, por el que navegaba en aquel momento un buque inglés. El sol estaba todavía bastante alto, pero iba bajando poco a poco a hundirse en el lago, dorando y tiñendo con los más bellos colores sus aguas temblorosas.

Por la ribera árabe, a todo lo largo del Canal, no se distinguía más que un inmenso desierto, silencioso, misterioso, muerto.

Sin embargo, por el Canal se deslizaba un gran número de barcas y se oía el silbido de las sirenas de los vapores, sobre el lago Menzaleh revoloteaban como chispas infinidad de gaviotas y aves marinas. A este lado se agitaba la vida; y al otro, en la ribera árabe, parecía comenzar el reino de la muerte. Y cuando el inmenso disco del sol, descendiendo más y más, se enrojeció como una bola de fuego, cambió también el dorado color de las arenas y empezaron a adquirir un tinte violáceo, semejante al que toman en otoño los álamos en los bosques de Polonia.

En Egipto suelen haber noches muy frías después de un día de gran calor, y como la salud de Nel era muy delicada, su padre no permitía que permaneciese cerca del Canal después de la caída del sol.

La nodriza advirtió que era hora de regresar, y los niños lo hicieron dando la vuelta a la ciudad, a cuya entrada se hallaba la quinta del señor Rawlison, a la que llegaron en el mismo momento en que el sol se precipitaba en el mar.

Poco después llegó el ingeniero Tarkowski, padre de Estasio, que había sido invitado aquella noche, y como estaba todo dispuesto se sentaron inmediatamente a la mesa, en compañía de la señora Olivier, institutriz de Nel.

El señor Rawlison era uno de los directores de la compañía del Canal de Suez, y Ladislao Tarkowski, ingeniero de la misma compañía. Los unía, desde hacía muchos años, una estrecha amistad. La mujer del ingeniero Tarkowski, que era francesa, había muerto al dar a luz a Estasio, y la madre de Nel había sucumbido víctima de la tisis en Heluán, cuando la niña contaba apenas tres años. La vecindad y las relaciones de sus cargos respectivos contribuyeron a crear entre los dos hombres una gran intimidad, aumentada por la semejanza de sus infortunios.

El señor Rawlison quería a Estasio como si se tratara de un hijo suyo, y el ingeniero hubiera dado la vida por Nel. Nada los complacía más que, una vez terminadas sus tareas diarias, ponerse a levantar castillos en el aire acerca del porvenir de sus hijos, y mientras Rawlison ponderaba el talento, la energía y la decisión de Estasio, Tarkowski elevaba hasta las nubes la belleza y la dulzura de Nel. Y los dos tenían razón.

El chiquillo era un poco altanero y presuntuoso, pero buen estudiante y de los más inteligentes de la escuela de Port Said, y en cuanto a iniciativa y valor, hacía honor a su origen.

Su padre había tomado parte en la insurrección de 1863, en la cual, herido y hecho prisionero, fue deportado a Siberia, de donde logró fugarse, y al terminar sus estudios de ingeniero hidráulico obtuvo una plaza en la compañía del Canal de Suez, donde su laboriosidad, su actividad y talento le hicieron ascender rápidamente al grado de ingeniero jefe.

Estasio vio la luz por primera vez en Port Said; allí creció e hizo sus estudios, por lo que los compañeros de su padre le llamaban el Hijo del Desierto. Rawlison y Tarkowski no hicieron una sola visita de inspección de las obras del canal en la que no los acompañara Estasio, siempre que sus estudios se lo permitieron. No había ingeniero, ni empleado, ni árabe, ni negro alguno entre los trabajadores a quien él no conociera. Lo recorría todo, se interesaba por todo, lo revolvía todo; no iba una vez allí que no se embarcara en una lancha y se internara en el lago Menzaleh, algunas veces bastante adentro. Otras, pasaba a la orilla árabe y, apoderándose de la primera cabalgadura que encontraba, ya fuera caballo, asno o camello, se ponía a imitar al faquir en el desierto.

A su padre no le disgustaban esas aficiones, convencido de que el ejercicio del remo, la equitación y la vida al aire libre robustecían su cuerpo y despertaban su espíritu. Efectivamente, Estasio excedía en estatura y en fuerzas a los otros muchachos de su edad, y bastaba mirar sus ojos para leer en ellos que no era fácil que cediera ante cualquier peligro.

Era ya entonces uno de los mejores nadadores de Port Said, lo cual es mucho decir, pues los negros y los árabes nadan como peces, y no era menos diestro en el ejercicio del tiro. Raro era el ánade que escapaba a su puntería, y esto avivaba de tal modo su afición a la caza, que nada le atraía tanto como escuchar a los negros que trabajaban en el canal cuando contaban los peligros y las peripecias de las cacerías de fieras en el África Central.

El Canal de Suez, empresa gigantesca del ingeniero Lesseps, en cuya apertura trabajaron veinticinco mil hombres, exige aún en nuestros días constantes cuidados, sin los cuales las arenas de sus orillas lo cegarían en menos de un año, y aunque las máquinas sustituyen hoy en esos trabajos la fuerza de muchos brazos, trabajan allí continuamente millares de hombres. Y aunque la mayoría son egipcios, no faltan naturales de Abisinia, del Sudán, del país de los somalí y negros del Nilo Blanco y Azul.

Estasio hablaba y se trataba con todos, y poseyendo, como la mayoría de los polacos, una gran facilidad para los idiomas, se halló en posesión de muchos de ellos, casi sin saber cómo. Nacido en Egipto, hablaba el árabe a la perfección; en el trato con los negros de Zanzíbar, que solían ser los fogoneros de las máquinas, aprendió el dialecto ki-swahili, muy extendido por el África Central, e incluso llegó a entenderse con los de las tribus de Dinka y Syluk de la comarca de Fashoda, en el Alto Nilo. Además hablaba muy bien el inglés, el francés y el polaco, ya que su padre, como buen patriota, cuidaba mucho de que su hijo conociera el idioma de su patria. Estasio consideraba que su idioma era el más hermoso y sonoro del mundo, y quiso enseñárselo a Nel, sin que perdiera el tiempo con ello, aunque jamás logró que la inglecita dijera bien su nombre Stas[1], que ella pronunciaba Stes. Pero el muchacho era tan testarudo, que no abandonaba la partida hasta que las lágrimas asomaban a los ojitos de la niña, y entonces era el propio «Stes» quien, enfadándose consigo mismo, le pedía perdón.

De lo que no podía corregirse era de la indelicada y fea costumbre de hablar con desprecio de los ocho años de Nel comparándolos con sus catorce. Sostenía que un muchacho de su edad, si no es un hombre hecho y derecho, no es ya por lo menos un niño, y que puede realizar las acciones más heroicas, sobre todo si corre por sus venas sangre polaca y francesa. Y en realidad no eran poco vehementes los deseos que tenía de que se le presentara ocasión de realizar tales hazañas, sobre todo y a ser posible en defensa de Nel. Por eso se entretenían con frecuencia pensando sobre mil peligros que se pudieran ofrecer, los cuales debía inventar Nel para que Estasio hallara el modo de vencerlos.

—¿Qué harías, Stes —preguntaba, por ejemplo, la niña—, si se nos colara por la ventana un cocodrilo de diez metros, o un escorpión tan grande como un perro?

Estasio respondía con descripciones de un valor temerario, y así pasaban las horas divertidos, sin sospechar siquiera que la más viva realidad había de superar en breve plazo sus fantásticas imaginaciones.