Antiguamente la gente no se movía del lugar donde nacía. Como no había radio ni tele, el personal vivía ajeno a lo que pasaba en el pueblo de al lado e ignoraba lo que había al otro lado de la línea del horizonte. No exagero.[623] Hoy descarrila un mercancías en Katmandú, o un chinito cantonés queda atrapado en una tubería, y antes de que lleguen los bomberos ya estamos contemplando el suceso en las imágenes en el telediario al otro lado del mundo. Hemos asistido en directo, a través de la televisión, al desplome de las Torres Gemelas e incluso a la boda de Belén Esteban. No hay acontecimiento de alcance universal que pase inadvertido.
La globalización ha convertido el mundo en un enorme tablero de ajedrez con infinitas piezas. Se mueve una y, como en la teoría del vuelo de la mariposa, eso puede provocar un tornado que arrase una región en el otro extremo del mundo.[624]
Esa globalización de la economía permite hoy la explotación a distancia y consiente, también, que en Occidente se haya llegado felizmente a un pacto social entre capitalismo y socialismo, dos concepciones de la economía que después de siglo y medio de feroz enemistad han llegado a un entendimiento en el que cada una acata los principios esenciales de la otra: se respeta la propiedad privada y, a cambio, el Estado ampara al trabajador (el estado del bienestar).
¿Cómo ha sido posible? Ha sido posible porque la globalizada economía moderna ha trasladado la ancestral explotación del pobre por el rico a la de los países pobres por los ricos, con la ventaja añadida de que nadie tiene mala conciencia de estar abusando del prójimo dado que ojos que no ven, corazón que no siente. Incluso la clase humilde de un país rico se asegura su cuota, por mínima que sea, en ese saqueo del Tercer Mundo. Gracias a ese desequilibro (y a esa explotación encubierta), los países desarrollados alcanzan su justicia social y pueden permitirse la financiación de un estado del bienestar y hasta lanzarse a un consumismo desenfrenado. Sí, querido lector, gracias a su economía boyante basada en la explotación de terceros, tu país se puede permitir regalarte las migajas de los servicios sociales y subvencionar tu dosis nocturna de telebasura y las fiestas patronales del pueblo, procesión, baile, comilona y borrachera.[625] Es, sencillamente, estupendo.
Lo malo es que últimamente no tenemos más remedio que importar pobres del Tercer Mundo, porque precisamos sus servicios como mano de obra barata o disponible para trabajos desagradables o mal pagados que nuestras clases humildes rechazan. La solución es crear guetos: ellos trabajan, los explotamos, y fuera de las horas de trabajo se quitan de la vista y regresan a sus reservas donde disponen de todo lo necesario: sus tiendecitas, sus locutorios, sus oficinas bancarias para girar dinero a la familia que quedó en el país de origen y sus centros de reunión. El problema es que también ellos tienen un alma en su almario y quieren consumir (los jodidos anuncios de televisión que los malean mucho y los despabilan) y aspiran a equiparar sus sueldos a los nuestros y a vivir dignamente en pisos como los nuestros y hasta pretenden que sus hijos accedan a la educación. Son insaciables. Al final no vamos a tener más remedio que asimilarlos, como los americanos (tan pioneros en todo) están asimilando a sus negros, que ya hasta tienen un presidente (Obama). También cabe resistirse a la asimilación como los arios alemanes, que mantienen a los trabajadores turcos en sus guetos y no hay peligro de que se les suban a las barbas (todavía).